En primera persona
Mujeres presas de su destino
Cuesta narrar las historias de las adolescentes y adultas encarceladas en Perú, condenadas también al estigma y al silencio, condenadas por ser pobres, por sobrevivir donde nadie quiere ni las quiere
Lula Gómez 25/01/2020
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Uno de los relatos con los que vuelvo de Lima, Perú, es el de una una cría de once años a la que las autoridades penitenciarias no dejaron visitar a su madre. No era el día, no tenía la edad, no cumplía los protocolos. La pequeña, tras la intentona, se fue a su casa y allí se suicidó. Quería hablar con su madre para contarle que su padre la estaba violando. Fallan las cárceles, fallan los maestros, fallan los policías, los asistentes sociales, las familias…
Escribo con un nudo en la garganta. Para tragar pienso en otra de las historias, la de Diana, de 22 y madre de un niño de seis. Ella está ahora en libertad y trabaja esporádicamente: acaba de salir de un centro de menores donde estaba internada en régimen cerrado, es decir, presa. La encerraron con 18 por encubrimiento criminal. Con 16, un día salió a hacer un recado y a la vuelta, su hijo estaba amoratado y se ahogaba. Fue a urgencias y allí la interrogaron. Dijo lo que le contó su pareja, que el bebé de repente respiraba mal. No la creyeron. Su niño casi muere y hoy le falta un riñón. En una segunda declaración cambió su testimonio para explicar lo que su novio le había confesado después de su primer interrogatorio, que se había caído encima del pequeño. Ella acabó en la cárcel. Él está libre; parece que tenía amigos en la policía. El niño, vivo, vive con su padre en Cuzco. A ella no le dejan verlo más que una vez cada tres meses. Llora al contarlo. “Era una niña. Yo no sabía cuidar a un bebé. También tuve miedo. No conté la segunda versión hasta días más tarde, cuando él me lo contó. Me daba miedo que me pegase”. Lo explica con culpa, la de no haber sabido ser una buena madre, solloza. Tenía 16 años. Presa de su condición, no es consciente de sus palabras. No sabe que tener miedo de tu pareja es sinónimo de ser presa de la violencia de género, un concepto que queda para ella tan lejos como su niño. Son tantas las violencias, tantos los desatinos. Fallan las cárceles, fallan las instituciones, los maestros, los policías, los asistentes sociales, las familias… El sistema entero.
Su madre entró en la cárcel cuando ella tenía cinco años. Su padre no estaba. Cuenta que terminó secundaria en la prisión de menores
Tampoco sabe, o no es consciente, que no tuvo infancia. Su madre entró en la cárcel cuando ella tenía cinco años. Su padre no estaba. Cuenta que terminó secundaria en la prisión de menores y dice también que le vino bien, que tenía la autoestima muy baja, que ahora sabe que vale y que debe forjarse un futuro. Trabaja por horas en un supermercado sin contrato. Tampoco sabe por cuántas semanas. Ojalá meses.
Con cara de niña todavía, los labios pintados de rosa y la tez bien blanca, se atreve a cantar. Lo hace de la mano de Luis Soto, a quien llama papá o pá. Él la enseñó a cantar y a bailar mientras estaba encerrada. Es bailarín y enseña breakdance en cárceles y en barrios donde viven personas como Diana, su madre y, me aventuro a decir, la madre que llorará en prisión el suicidio de su hija. Para Diana, Luis fue de las primeras personas que le dieron confianza.
“Necesitan que se las mire sin prejuzgar”, apunta Imelda Tumialan, responsable del programa de Protección y Promoción de Derechos en Dependencias Policiales, una unidad de la Defensoría del Pueblo.
Esta abogada fue una de las personas que más hicieron por mí cuando yo entré en la cárcel por homonimia (mismo nombre y apellidos). Hace quince años, en un viaje a Perú, me confundieron con una narcotraficante y acabé presa por error y condenada a ocho años en el penal Santa Mónica, en Lima. Solo estuve 15 días porque el mundo no se divide entre buenos y malos, pero sí entre nacidos en lugares sin derechos ni oportunidades y nacidos en lugares donde sí los hay. Desde entonces entiendo mejor a quién está dentro. Desde entonces escribo y cuento que están condenadas. También al silencio.
Hace quince años, en un viaje a Perú, me confundieron con una narcotraficante y acabé presa por error y condenada a ocho años en el penal Santa Mónica, en Lima
“Mamá, gracias por estar con nosotras. La bamos a extrañar mucho”. Así se despide una chica que no llega a los 16 años. Lo hace en un papel pequeño, una nota, que arranca de su cuaderno tras pasar unas horas con ella en el penal de Santa Margarita, Lima. Es uno de sus primeros días encerrada y se la ve más tímida que al resto de presas. Habla menos y le falta la desenvoltura de sus colegas, de edades parecidas. Me dirijo a un grupo de niñas ‘delincuentes’, niñas adultas por la vida que les ha tocado, por apenas saber leer o escribir, por haber sido madres con 15, por jamás haber podido elegir, por haber sufrido palizas…. Estamos en un taller de un grupo de cineastas y artistas que durante un año se acercan a escucharlas cámara en mano. Se llaman Mercado Central y antes lo han hecho con chicos menores. Yo estoy invitada para que, mediante los cuentos que les narro, se olviden durante un rato de que están allí. La idea es que al final del curso ellas cuenten una historia, la suya, la que quieran, cámara en mano. Soy la nueva, más que la joven presa, soy extranjera, y les hablo de escaparse de allí. Se ríen. Les cuento que se puede hacer mediante la escritura. “¿No te damos miedo?”, me interrumpe una de ellas. Sabe de los sentimientos que provocan. Luis Soto, el bailarín que las conoce a todas (al final son siempre los mismos los que se acercan a ellas) me ha advertido de que con las y los menores es distinto que con la población carcelaria mayor de edad. Mientras los adultos se rebajan las penas, los jóvenes presumen de malos y de haber delinquido más y peor: hacerlo les da puntos y autoridad.
Toca jugar a que escriban “qué harían si fuesen…”. Se trata de imaginarse otra vida. Las pincho, las provoco, busco respuestas distintas a los estereotipos. Porque a la primera todas quieren ser mamás como las de las películas y tener un marido alto y guapo que las cuide. Son presas también del amor romántico. Las incito a que se imaginen en un mundo solo de lesbianas. Les cuesta, pero se ríen y confiesan –entre risas– que podría ser una opción. La joven de la nota no habla. Solo apunta una idea, surge cuando le pregunto qué haría si fuese presidenta: “Prohibir el aborto”, se atreve a decir. La única visita que recibe es de una congregación religiosa.
¿Y el feminismo, dónde queda para las mujeres presas? Esa era una de las preguntas que surgió en el viaje. Fue en un debate sobre mujeres presas convocado por el Centro Cultural de España en Perú, una charla valiente, porque hablar de reclusas, penadas, reas, es siempre sacar un tema incómodo. Porque al encerrarlas, hipócritamente resolvemos el problema, olvidando que son las más vulnerables y están condenadas también al silencio. “Las cárceles no pueden ser feministas”, escuchamos. Lo afirma una activista invitada al debate, Vero Ferrari. Sostenía lo que ya hace años señalaba Angela Davis, que las prisiones son una manera de hacer desaparecer de vista a gente con la falsa esperanza de que desaparezcan los problemas sociales. Cubrimos así esa falta de policías, de escuelas, de instituciones, de psicólogos y políticas sociales. Y sí, hemos asumido el castigo carcelario como una forma válida, legitimada y correcta de responder frente a aquello que transgrede las normas sociales de convivencia. Y al hacerlo, seguimos reproduciendo formas de poder que terminan perjudicando la vida de las mujeres especialmente. “Porque castigar a hombres no es igual a castigar a mujeres. Las razones por las que las mujeres delinquen son muchas veces opuestas a las razones de los hombres, pero los castigos terminan siendo iguales, y sus consecuencias afectan más profundamente a las mujeres, porque meter a una mujer presa es meter presa a toda su familia”, señala Ferrari.
Escribo este texto semanas después de haber vuelto de Perú y de regresar de ese espacio de rejas y falta de libertad. Rescato otra reflexión de Davis que dice que algo no funciona si el objetivo de las prisiones es privar de la libertad y los derechos a quienes delinquen, pero “los derechos y libertades tienen que ser reconocidos antes de que te los puedan quitar, así que es un castigo que solo puede tener sentido dentro de una sociedad burguesa, de las élites”. Añadiría el adjetivo ‘patriarcal’, que está siempre en un sistema olvidadizo de sus propias normas, que aseveran que el objeto de las cárceles es la reinserción.
Mientras, Diana va a diario a trabajar esperando que el supermercado la siga demandando. Ahora vive con su madre, a la que ayuda con lo que gana y sigue sin poder ver a su hijo. Al resto le quedan todavía años que pagar. ¿Pagar? Qué poco procedería este verbo aquí, como si hubiesen tenido alguna vez algo.
“Que una mujer esté en la cárcel debería hacernos, más que pretender ejecutar la ley sobre ella como si fuera un individuo homogéneo, estudiar, analizar y cuestionar las estructuras sociales que la llevaron a transgredir la ley arriesgando en ello su vida familiar y a los que más ama, y sobre esa base plantear soluciones humanas. No es muy difícil devolverle la humanidad a las personas, pero estamos en un mundo que siente más placer en deshumanizar”, afirmaba en el debate Vero Ferrari.
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Lula Gómez es una periodista española. En 2006 publicó Condenadas al silencio a partir de su encarcelamiento en Perú por error al confundirla con otra persona. En 2015 dirigió el documental Mujeres al Frente sobre el proceso de paz de Colombia y las violencias sobre las mujeres.
Uno de los relatos con los que vuelvo de Lima, Perú, es el de una una cría de once años a la que las autoridades penitenciarias no dejaron visitar a su madre. No era el día, no tenía la edad, no cumplía los protocolos. La pequeña, tras la intentona, se fue a su casa y allí se suicidó. Quería hablar con su madre...
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