TRIBUNA
Segunda transición, primera metamorfosis
Necesitamos un Estado que nos conduzca a una nueva forma de civilización basada en un consumo eficiente de energía y materiales y en la conquista de una nueva abundancia: de tiempo, de relaciones sociales, de sentidos y de experiencias
Francisco Soler 5/02/2020
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Tras leer la entrada: Una segunda transición, dentro de los ‘límites planetarios’, de la presidenta del PSOE, Cristina Narbona, mi primera conclusión fue que ésta transición no se hará “dentro de los límites planetarios” como dice. Estará dentro de los límites de la ortodoxia y de la Constitución, a pesar de los términos y conceptos ecologistas que utiliza, que han sido previamente vaciados o adaptados y que son ya de uso común. De esa lectura surge esta reflexión.
1. La transición democrática hacia el neoliberalismo
La prosperidad material generada por occidente tras la II Guerra Mundial, fue a costa de crear una profunda huella en el planeta. Y no llegó a España hasta la aprobación de la Constitución de 1978 –una de cuyas mayores influencias fue de la Ley Fundamental de Bonn de 1949–, con la que nos enganchamos a la ola neoliberal desde primera hora. El texto constitucional nacido de la Transición es, sin género de dudas, el pacto fundacional del neoliberalismo (neoliberalismo alemán) en España, que se apoya en un consenso bipartidista sobre el mismo, que explico más adelante.
El texto constitucional nacido de la Transición es el pacto fundacional del neoliberalismo en España que se apoya en un consenso bipartidista
El pacto económico recogido en el texto constitucional no niega el Estado social que se proclama en el mismo, pero la constitución económica predomina sobre la constitución social. Esto se observa en la estructura y en las garantías de los derechos que se reconocen. Los derechos económicos se configuran como derechos fundamentales que vinculan a los poderes públicos: propiedad privada, libertad de empresa en el marco de una economía de mercado, que los poderes públicos han de garantizar y proteger, así como la defensa de la productividad; mientras que los derechos sociales se conforman como principios que informan la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos: el régimen público de la Seguridad Social, la protección de la salud, el derecho a una vivienda digna y adecuada, las pensiones, los servicios sociales, que se dejan al albur de las mayorías parlamentarias que se puedan formar en cada momento. Ordenación constitucional que explica los avances y retrocesos en materia social que se han producido en España.
La lectura fundamental que puede y debe extraerse del proyecto de ‘Transición+Constitución’ es que fue el instrumento de tránsito hacia un (re)naciente neoliberalismo. Más que el proyecto de reconciliación nacional y reconquista de la democracia truncada por la dictadura, que dio sentido, construyó y legitimó el orden político que nació en 1978. La Constitución en lo político encarnó el comienzo de “otra sociedad”: una democracia neoliberal homologable. Pero fue sobre todo –dada la correlación de poderes existente– la puerta de entrada a “otro régimen de acumulación” capitalista, que cada el 6 de diciembre elogia, enaltece y reverencia el regalo invisible que los reyes dejaron.
La designación de este período como “La Transición” debe englobar un significado más amplio –del que se le otorga comúnmente– en un triple sentido. Con ella debe ser identificado no solo el cambio político popularizado. Ha de servir también para designar la mutación económica que se perpetró a espaldas de los españoles y mantuvo “el poder de las élites económicas franquistas”. Y debe servir además para visibilizar la huella ecológica (politizar ese dolor) que la mutación económica ha generado desde un “modelo de país basado en una economía de especulación urbanística y una política bipartidista a su servicio”.
El texto constitucional resultante de ella y el proyecto político que alojaba fue solo el decorado, la tramoya que camufló y legitimó la transición económica que nadie nos contó que venía. Si el 14 de abril de 1931 España se levantó republicana, el 7 de diciembre de 1978, tras la ratificación de la Constitución en referéndum, se despertó neoliberal. Fue una burla sarcástica a un pueblo que creía haber reencontrado la democracia, que España –como dicen Laval y Dardot– se enganchara en 1978 al plan neoliberal “de salida de la democracia”, tres años después de que saliera de la dictadura. La guinda al pastel neoliberal ha sido la reforma del artículo 135 de la Constitución, que ha impuesto al Gobierno la obligación de priorizar el pago de la deuda financiera con respecto a cualquier otro gasto o inversión.
La guinda al pastel neoliberal fue la reforma del artículo 135 de la Constitución, que impone al Gobierno la obligación de priorizar el pago de la deuda financiera con respecto a cualquier otro gasto
La entrada de España en el Mercado Común Europeo –vendida por las élites dirigentes como la modernización democrática, económica y social que nos equiparaba con el resto de Europa– mostró desde sus primeros años la cara oculta del proyecto neoliberal que ignoraban los ciudadanos: primero, la reconversión de los sectores productivos impuesta por el club europeo para que España se acomodara al papel que le había tocado en la división internacional del trabajo y, posteriormente, el proyecto extractivo de rentas desde el sur al norte de Europa materializado en la unión monetaria que trajo el euro.
La frase una y otra vez repetida: “la democracia ha traído a España la mayor época de libertad, prosperidad y democracia conocida” es –entre otras cosas– un eslogan que ha servido para despolitizar el medio ambiente. Al quedar convertido éste en un presupuesto para mantener el bienestar que disfrutamos, se ha desideologizado y ha pasado a formar parte de la esfera de lo instituido: el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado (gestión); y alejarse de lo instituyente: las demandas y actores emergentes desde fuera del sistema institucional (político).
2. La Segunda Transición: nueva cortina de humo
La consecuencia de la industrialización, la explotación de los recursos naturales, la contaminación, la producción de alimentos y del aumento de la población mundial, ha sido un tremendo impacto ecológico que ya fue subrayado en 1972 por el estudio Los límites del crecimiento, que elaboró el Massachusetts Institute of Technology (MIT), por encargo del Club de Roma. El informe y sus actualizaciones en 1992, 2002 y 2012 han dejado claro que “no puede haber un crecimiento poblacional, económico e industrial ilimitado en un planeta de recursos limitados”.
Gracias a este informe –y sus actualizaciones– cada vez más gente ha comprendido el aumento de los peligros inherentes a las relaciones que la Tierra mantenía con los humanos, hasta entonces estables, que se ha producido, Latour dixit. Todo el mundo presentía –señala– que había que plantearse la cuestión de los límites. “Pero se ignoró para poder seguir saqueando el suelo y hacer uso y abuso de él”. Las élites sintieron en esos años que la fiesta había terminado. Entendieron perfectamente –continúa diciendo– la amenaza que se cernía sobre la seguridad de sus fortunas y a la permanencia de su bienestar. Y se persuadieron de que no había vida futura para todo el mundo.
Concluyeron entonces que ellas no serían las llamadas a pagar el vuelco que estaba ocurriendo. Se desembarazaron por ello de la solidaridad: de ahí el desguace del Estado del bienestar y la explosión de desigualdades. Decretaron la construcción de su fortaleza dorada donde estar a salvo: de ahí la extracción masiva de todo lo que queda por extraer para ellos y sus hijos y las barreras en las fronteras a los migrantes. Y, para disimular el egoísmo de esa fuga del mundo común, negaron la existencia del cambio climático (B. Latour).
España en 2019 entró en déficit ecológico el 28 de mayo, 15 días antes que el año anterior
Ese extractivismo sin medida –a que aludía– ha devenido en una oposición entre las “fuerzas productivas” y las “fuerzas de la naturaleza”, que ha generado una deuda financiera y, a la vez, ecológica que nos hace vivir a crédito en todos los sentidos. Y para muestra, un botón. España en 2019 entró en déficit ecológico el 28 de mayo, 15 días antes que el año anterior. La correlación entre ambas deudas, sin embargo, nunca se ha explicitado. La deuda financiera acumulada del mundo –3,3 veces el PIB mundial– ha creado un déficit ecológico, que se traduce en un consumo de recursos por la humanidad 1,6 veces más de lo que la capacidad del planeta es capaz de regenerar. Una parte de ese déficit corresponde a la emisión de más dióxido de carbono a la atmósfera del que puede ser absorbido por el planeta. Es la llamada deuda de carbono, que representa un exceso de consumo de recursos de 0,96 planetas, que ha ocasionado la emergencia climática en la que vivimos.
La lucha contra la crisis climática es el nuevo consenso mainstream de la sociedad, sin que ésta se traduzca en el desmantelamiento de la sociedad industrial. Y la materialización de este consenso a nivel internacional: el Acuerdo de París de 2015, participa de la lógica capitalista sin interrumpirla. El fin de éste ya no es dejar de emitir gases de efecto invernadero, sino compensar lo emitido con lo capturado. El objetivo de mitigación es “alcanzar un equilibrio entre las emisiones antropogénicas y la absorción antropógena por los sumideros en la segunda mitad de siglo”. Ello significa luz verde para los combustibles fósiles, a los que de forma significativa ni siquiera se menciona en el Acuerdo. Luz verde para las tecnologías de captura de carbono. Luz verde para la agricultura industrial climáticamente inteligente (Samuel Martín-Sosa).
La apuesta del Acuerdo de París por una salida tecnológica de la crisis climática: reforestación, geoingeniería y almacenamiento de CO2, con procesos y técnicas no existentes o no desarrolladas a gran escala es, como pone de manifiesto Samuel Martín-Sosa, un pretexto para “exprimir los combustibles fósiles” y mantener el statu quo.
Pero la aparición continuada en los medios de comunicación de noticias referidas a los efectos del cambio climático, junto a la inactividad gubernamental disimulada con planes de acción climática insuficientes, está levantando una cortina de humo sobre el capitalismo climático: la salida tecnológica a la crisis climática mudada en oportunidad de negocio. Tras ella acechan, tapados por el ruido, los efectos sociales que traerá el cambio climático de los que apenas se habla y los cambios socio-económicos que va a ocasionar la Cuarta Revolución Industrial: biotecnología, digitalización, automatización, inteligencia artificial, en la que descansa la salida tecnológica de la crisis climática. Una muestra de este ruido climático ha sido el encuentro de Davos de este año, donde se ha hablado de los ‘Acuerdos Verdes’ que se han presentado este año en Europa y en España. Y que son un lavado verde de cara para seguir haciendo lo mismo.
El debate se sitúa así en un punto que no desborda los límites de la Constitución de 1978 ni los del neoliberalismo y la financiarización dominantes y, por supuesto, no cuestiona –como dice Latour– quién va “a pagar los platos rotos”. Lo dice de forma muy gráfica Mariana Mazzucato: “La gente que hace dinero con las industrias contaminantes, pero también con las renovables, y que pronuncia discursos rimbombantes sobre el cambio climático al mismo tiempo que viaja en ‘jets’ privados, exhorta a las clases medias de Occidente a que cambien de hábitos, sean más responsables y pongan el dinero para pagar la factura”.
La llamada a la Segunda Transición, ‘dentro de los límites planetarios’ que se está haciendo algún actor político, al repetir la estrategia de la primera: usar acontecimientos relevantes como elementos de distracción de transformaciones económicas estructurales en curso, se sitúa en la vía previamente trazada por el capitalismo climático y se aleja de la transformación que la sociedad necesita.
3. Primera metamorfosis: progreso sin crecimiento
Una buena metáfora de la sociedad actual –dice Paul Kingsnorth– es “el váter moderno: cagas en una tubería, tiras de la cadena y adiós. No tienes que lidiar con tu mierda hasta que te llega al cuello”. Ya estamos en ese estadio y la mierda nos cubre por completo. Pero, ¿es una buena idea irse a vivir a otro planeta –como algunos plantean– en vez de cuidar nuestro planeta?
El siglo XXI no requiere ni una reforma política ni una revolución. Ni mucho menos mantener el statu quo actual. Necesitamos alumbrar un cambio de Estado. Una metamorfosis. Un proceso de cambios políticos, económicos y sociales que conduzcan a una nueva civilización, que descanse en el consumo frugal de energía y materiales y en la conquista de una nueva abundancia: de tiempo, de relaciones sociales, de sentidos y de experiencias. Un cambio que no permita comprar ‘sostenibilidad’ con dinero: por ejemplo, en forma de coches eléctricos, los nuevos símbolos de lo que vamos a seguir haciendo mal.
Necesitamos alumbrar un cambio de Estado. Una metamorfosis. Un proceso de cambios políticos, económicos y sociales que conduzcan a una nueva civilización
Para poder llevar a cabo ese cambio de estado se debe generar un consenso ecológico, social y económico desde el que refundar los pactos políticos, sociales y territoriales vigentes, para establecer sobre ellos las bases políticas para este nuevo tiempo. Consenso que debe tener como propósito la superación de dos siglos de civilización industrial –que ha generado destrucción ambiental y desigualdad social– y su sustitución por una era de progreso sin crecimiento (calidad por cantidad). Tránsito que para ser llevado a término precisa incluir en la Constitución las variables ecológica e intergeneracional, mediante normas o reglas que delimiten el marco de la actividad humana. Y generar en la sociedad un cambio mental.
La preservación del planeta es la tarea más importante del siglo XXI, ya que al conservarlo nos protegemos a nosotros mismos. Y si lo deterioramos nos dañamos en la misma medida.
Esta tarea requiere un nuevo consenso político que, en el ámbito de los principios y valores, se traduce en la recepción por el texto constitucional de instrumentos de control climático, como los compromisos de reducción de emisiones adquiridos, como mínimo. Y de valores como la equidad entre generaciones. Y la justicia ambiental, sin la cual no se puede hablar de justicia social. Pues un ambiente deteriorado acrecienta las desigualdades y aumenta e intensifica las injusticias sociales, ya que la salud medioambiental y la salud humana están unidas.
Y en el ámbito político-institucional significa la recepción en la Constitución de herramientas de simple geografía, como las biorregiones, que permiten armonizar desde el poder público la interacción entre demografía, política, ecología y tecnología; junto a mecanismos de geografía política como la Corona, el Gobierno, las Cortes Generales, el Poder Judicial, las provincias o los municipios.
No basta, por tanto, con la reforma del artículo 45 –relativo al medio ambiente– para que nuestra relación con la Naturaleza se sitúe dentro de los “límites planetarios”. Se precisa una reforma en profundidad de los pactos constitucionales que los renueve y actualice a la realidad del siglo XXI. Urgen nuevas bases políticas, sociales, económicas y territoriales que hagan viable esa nueva civilización y abran lo político a las nuevas demandas ecológicas y climáticas que demandan las circunstancias históricas.
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Francisco Soler es ex coportavoz de Equo Andalucía.
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