El salón eléctrico
Peste de cine
El séptimo arte ha sabido plasmar como nadie el antiguo e intensísimo placer humano de ver sufrir a otros –siempre que estos sean imaginarios o inventados– como víctimas de plagas terribles y fines del mundo de toda índole
Pilar Ruiz 12/03/2020
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Plagas terribles, pestes mortíferas, maldiciones divinas: el Apocalipsis, ese gran amigo del cine, lleva tiempo infestando nuestras fantasías, propagando el terror a la catástrofe. Este arte ha sabido plasmar como nadie el antiguo e intensísimo placer humano de ver sufrir a otros –siempre que estos sean imaginarios o inventados– como víctimas de plagas terribles y fines del mundo de toda índole. Porque a pesar de los avances tecnológicos de otras formas de ocio, es justo reconocer que no hay quien gane a la industria audiovisual cuando lo que busca el espectador es morbo, entendido en este caso en su primera acepción, o sea, enfermedad. Si usted quiere chapotear en una buena dosis de alarmismo o le encanta regodearse en unas buenas plagas como dios manda, no tiene más que meterse en casa y cambie el maratón seriéfilo por un Decamerón cinéfilo. Si diez días estuvieron encerrados los personajes de Boccaccio contándose historias, hagamos lo mismo viendo pelis. Las autoridades sanitarias le agradecerán que se quede en casa y deje de contagiarse con esos magacines mañaneros que de tan febriles le ponen a una al rojo vivo, plagados de gritos víricos y coronanarrosas.
“El coronavirus dispara el alquiler de la película Contagio, que predijo una situación similar a la actual”. (El Español, 5 de marzo, 2020) Un tanto sensacionalista la noticia, puesto que no especifica datos concretos ni fiables, pero nos vale como muestra de análisis. Respecto a las capacidades adivinatorias de la ficción, nunca las hemos puesto en duda: en esto también deben seguir las indicaciones de las autoridades.
Contagio (2011) tiene el tirón de uno de esos repartos campanilleros digno de película de catástrofes de los 70 –tipo El coloso en llamas (Guillermin, 1974)– y lleva el marchamo del listísimo Soderbergh, quien sabe darle a la serie B de toda la vida el empaque de cine bueno sin olvidar dejarte pegado a la butaca –en estos tiempos, el sofá de nuestra casa–. Pero si no tienen el paladar muy fino y comen de todo, pueden ver Estallido (1995) del nada fino y sí basto Wolfgang Petersen, rey de las taquillas y de los clichés macarras, quien tuvo la suerte de que el estreno de su peli coincidiera con el estallido muy real de la epidemia de ébola, o sea, publicidad gratuita. Esto de las plagas es un filón muy lejos de agotarse y, aunque con tendencia a mutar en repartazos inverosímiles y secuelas tontísimas, con capacidad para traspasar fronteras globales, véase si no la coreana Virus (Sung-Su, 2013); sí, suena parecido a coronavirus y tienen en común el origen asiático.
Pueden encontrar también cine del bueno: Hijos de los hombres (Cuarón, 2006), brillante ejercicio de puesta en escena sobre la novela de P. D. James (1995), relata una distopía muy verosímil en la que una pandemia global se hace metáfora del desastre demográfico occidental. De ese previsible caos, solo podrán salvarnos los migrantes y refugiados; literalmente, a través de una mujer ilegal y negra. Ya sabemos que las distopías son, desde siempre, mensajes políticos que miran al futuro desde el presente, en este caso, de una forma contundente y sin abandonar los postulados de género.
En este cine malrollista –todas estas películas bordean el género terror– no deberíamos olvidar al mayor creador de efectos terroríficos del mundo: el Dios del Libro. La ira de Yahvé da para mucho, pero pocas veces ha sido tan bien mostrada al espectador como en la mítica Los diez mandamientos (1956). La dimensión poética antinaturalista de un especialista en grandes producciones desde los tiempos del mudo como Cecil B. DeMille siempre se ha despreciado, pero no tienen más que ver la secuencia de la muerte de los primogénitos en esta película semanasantera para darse cuenta de que los prejuicios y tópicos también son una plaga. Por cierto, que DeMille sufrió un infarto en el rodaje en Egipto por culpa de una cámara que no funcionaba situada en lo alto de una colina; a sus 75 años subió a ver qué puñetas pasaba y casi no lo cuenta. Cualquier profesional del cine sabe que el ejercicio del mismo está más contraindicado para la salud que una paella gigante en las Fallas.
No hay Apocalipsis donde no esté rondando dios desde que diera su golpe de Estado a los dioses paganos y los especialistas en contarlo son los autores medievales o proto-renacentistas como Boccaccio, Decamerón y peste mediante. La “muerte negra” que acabó con un tercio de la población europea en el siglo XIV y puede que con 60 millones de personas en África y Asia –muertos ya no tan famosos, igual que pasa ahora– llegó, según todas las fuentes, de China –otra vez– por culpa del ya entonces globalizado comercio. Palmaron los de a pie y muchos nobles y reyes, hubo pogromos de judíos –qué raro–, la economía feudal se fue al garete y forzó una repentina modernización por falta de mano de obra barata; dando paso al Renacimiento y al capitalismo. Y por si fuera poco, da bien en pantalla.
Que se lo digan a Roger Corman: La máscara de la Muerte roja (1964) se enseñorea del terror gótico en su variante pestilente gracias a la novela de E. Allan Poe, quien seguro hubiera estado encantado con ese delirio de color rojo creado por el operador Nicholas Roeg. Y en el otro lado del cuadrilátero, el de las obras maestras de autor, pueden gozar con El séptimo sello (1957), donde Ingmar Bergman tocó el cielo de la inmortalidad gracias al caballero que regresa de las Cruzadas para perderse en un país asolado por la peste, interpretado por el inolvidable y recientemente fallecido Max Von Sydow, nombre fundamental para el cine europeo y mundial.
Ella siempre gana la partida.
Caballeros y pestes también hay en Los señores del Acero (Verhoeven, 1985) pero en plan anti-Bergman; divertida e irreverente, como casi todas las películas del holandés, rodada en España. El loco Paul puede ser una plaga en sí mismo, como certifican los sufridos técnicos españoles: una de sus ocurrencias fue intentar quemar en una hoguera las reproducciones de trajes de época cedidos por el Museo del Traje de Madrid para darle un plus de verosimilitud a las llamas. Los trajes fueron salvados en última instancia: Yvonne Blake lo pasó francamente mal mientras Rutger Hauer, un tipo de lo más tranquilo, jipi de toda la vida aficionado al caravaning, se dedicaba a visitar pueblecitos de la sierra de Ávila.
Rutger hecho un brazo de mar medieval-ochentero.
Caos, muerte y destrucción: ¿quién tiene la culpa? ¿Dios? ¿La Naturaleza más darwinista? El cine de plagas industriales, contaminaciones y muertes de inocentes vendría a demostrar que no existe bicho más peligroso que el ser humano, como nos avisó el gran Ibsen en Un enemigo del pueblo (1882) cuando el doctor Stockmann encuentra bacterias contaminantes en el agua del balneario de su pueblo y se le ocurre contarlo para preservar la salud pública. El héroe del pueblo convertido en enemigo: tema fundamental que alimenta guiones de todas las épocas y géneros; no hay más que ver Solo ante al peligro (Zinemann, 1952) o Tiburón (Spielberg, 1975).
Pero a Hollywood no le gustan los finales pesimistas de un ateo noruego como Ibsen, sino los esperanzados con loser victorioso, y si está basado en un caso real, mejor. Como Erin Brockovich (2000) donde –otra vez– Soderbergh sigue esa línea profundamente americana de Caballero sin espada (Capra, 1939) tan reaccionaria como el propio Capra, en la que un solitario héroe del pueblo busca justicia enfrentado al poder inhumano de las corporaciones para, al final, triunfar. Otro caso real llevado al cine y de culto al héroe es Acción civil (Zaillian,1998), precursora de la anterior y de similar argumento pero mucho más torpe; la citamos solo para que vean cómo Hollywood trabaja con plantilla y lugares comunes; y por eso mismo, vayan descartando de este catálogo la plaga extraterrestre o no tendrán cuarentena suficiente para dar salida a tanta película inspirada por La Guerra de los Mundos de H.G. Wells (1898), desde que Orson Welles, ese genio de tantas cosas, también de la manipulación del miedo, la liara con su programa radiofónico en 1938. Histerismo y medios de comunicación, ¿les suena?
Orson dando clases de alarmismo.
¿Y qué decir de las plagas de vampiros y no muertos? Incontables, ya sea en serie A, B y todo el abecedario hasta la Z. Nada, nada, déjenlas para cuando el Apocalipsis zombi salte de la pantalla a la realidad: recuerden que la moda de los walking dead coincide siempre con grandes crisis económicas, como la del petróleo en 1973. Ahí están de nuevo los amos del asunto: los apocalípticos 70. En La amenaza de Andrómeda (1971) del siempre competente Robert Wise –empezó montando Ciudadano Kane con Welles, toma ya– encontrarán microbios alienígenas –dos temas por el precio de uno– tan empecinados que amenazan multiplicarse gracias a una explosión nuclear. No hay que ser un lince de la teoría del cine para encontrar una crítica a la escalada armamentística de la Guerra Fría; la política, siempre enseñando la patita. (Entre nosotros: desconfíen de cualquier guionista; suele ser gente amargada, rara, de lecturas mal digeridas y tendencias zurdas).
Hemos dejado para el final al más letal de los autores de la Historia del cine: Luis Buñuel, y a esa obra magna, gigante, llamada El ángel exterminador (1962). Más allá del surrealismo, del cine de culto y del inmenso prestigio de esta obra, está la certeza real de una amenaza mucho más tenebrosa y terrible que un virus asesino; el infierno cotidiano como verdadero Apocalipsis. Y es que el de Calanda siempre tuvo claro que la verdadera plaga, la peste más infecciosa y mortífera no es sino la más misteriosa, la menos explicada, la irresoluble: nosotros mismos.
Plagas terribles, pestes mortíferas, maldiciones divinas: el Apocalipsis, ese gran amigo del cine, lleva tiempo infestando nuestras fantasías, propagando el terror a la catástrofe. Este arte ha sabido plasmar como nadie el antiguo e intensísimo placer humano de ver sufrir a otros –siempre que estos sean...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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