Tribuna
Y la peste llegó
La pandemia quizás nos pueda unificar como una única especie frente a la amenaza común, pero también nos hace frágiles y propensos a delegar hasta nuestro último átomo de autonomía
Emmanuel Rodríguez 11/03/2020
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Recorre Europa. Y no es un fantasma. A finales de febrero, Italia buscaba desesperadamente el vínculo epidémico, el paciente cero, el desafortunado que prendió la epidemia. Hoy son decenas de miles los europeos contagiados, casi un millar los muertos. El miedo vuelve a ser libre, como en los viejos tiempos.
Hace treinta años, Bruno Latour nos mostraba que Nunca fuimos modernos. La modernidad, esa civilización de progreso y solución que llevó a una parte (pequeña) de la humanidad a la cima de su historia, resultó ser una ilusión. Nunca fuimos todo progreso, razón y ciencia. Siempre esperó dormido, o en duermevela, el miedo atávico, la particularidad irreductible. Entre las causas del fin de la ilusión, Latour señalaba explícitamente la proliferación (el contagio) de los híbridos, hechos de materiales combinados de sociedad y naturaleza, cultura y objetividad, arbitrariedad y la más estricta necesidad. Cuando Latour hacía sus listas de monstruos, nunca dejó de mencionar los grandes problemas de lo que entonces era su futuro: la crisis climática, las poblaciones humanas desbocadas y desordenadas y los virus pandémicos.
La modernidad, esa civilización de progreso y solución que llevó a una parte de la humanidad a la cima de su historia, resultó ser una ilusión
Entre la definición mínima de vida y la materia inerte, un virus no es más que un conjunto de proteínas autorreplicantes que necesitan de nuestro material genético para su multiplicación. Nada, o todo, según la perspectiva. Desde quien mira hoy al Covid-19, estamos ante la primera gran pandemia de la era post-progreso. Igualmente nada, o todo.
Hay muchas maneras de considerar lo que hoy sucede. Algunas, a las que conviene estar bien atentos, provienen de los materiales duros de la disciplina médica, dureza presunta que también nos muestra los límites difuminados entre ciencia y sociedad. Desde hace décadas, los epidemiólogos vienen avisando de la posibilidad de un evento límite, similar al de la gripe española, la fiebre de las trincheras que se llevó por delante entre 50 y 100 millones de vidas en 1918 (en todas las estimaciones, más decesos que los muertos de la Primera Guerra Mundial). Los rasgos y caracteres del patógeno más temido por los científicos eran calcados a los del virus de aquella gripe: difusión rápida, letalidad media.
Los efectos que los epidemiólogos esperaban de un virus así consistían no sólo en una mortalidad elevada y un gran número de enfermos, también hablaban de otros asuntos relativos a la organización social. En la pesadilla de una repetición de 1918 se preveía el colapso de los sistemas de salud, la caída de algunos servicios públicos elementales por falta de personal y una profunda depresión económica, con consecuencias políticas poco imaginables. El Covid 19 no es un virus de la gripe pero tiene algunas características del evento del 18. Hay quien lo compara a otra gripe menos conocida: la “asiática” de 1957, que “solo” nos dejó cuatro millones de muertos.
Considerado desde la epidemiología (ciencia esencialmente biopolítica, esto es, del gobierno de las poblaciones), el Covid 19 muestra perfiles inquietantes. Pero ofrece también otras posibilidades de interpretación y, sobre todo, de acción. Es el caso del tratamiento antiepidémico de los Estados, que se quieren ajustados a la ciencia, pero que naturalmente siempre operan de acuerdo a sus propios intereses. La perspectiva epidémica de las políticas de Estado interesa, y mucho, porque las sufrimos y las padecemos, pero también porque son, junto a las guerras, una de las grandes oportunidades de su puesta de largo. En tiempos de enfermedad, son muchos los que reclaman la necesidad de una autoridad excepcional.
Consideremos brevemente el caso de la República Popular China. Primera respuesta hecha de negación, corrupción y descontrol. En Occidente, en la gran prensa en lengua inglesa, durante el mes de enero, se habló repetidamente de “Chernobyl chino”. Se destacaba la incompetencia de los funcionarios provinciales, la caótica respuesta de las administraciones, el descontento de la población, su enmarañado sistema agroindustrial, sus mercados de animales salvajes como foco de infecciones mundiales, etc. Todo parecía anunciar que esta podía ser una gran prueba de fuego del gobierno chino. Y este respondió.
Lo hizo con operaciones tan espectaculares como innecesarias: la construcción de dos hospitales-barracón en apenas diez días, que podían haberse sustituido por sendos hospitales de campaña. Gran operación de cara al teatro mundial, y a su propia población. Lo hizo también militarizando a su sociedad; sometiendo a una región de población similar a la de Italia a un régimen de estricta cuarentena. Por esos medios, China parece haber controlado la epidemia. Y hoy presume de modelo y eficacia. El coste, no obstante, ha debido de ser enorme. Dos punto menos de crecimiento económico. La puesta a prueba de varias tecnologías de control y movimiento poblacional, hasta entonces en ensayo. Y, casi seguro, el abandono de decenas y decenas de miles de chinos que se curaron en sus casas sin intervención del gobierno; ¿por miedo al Estado o por responsabilidad civil? Quizás dé igual, o quizás sea lo mismo.
China convertida en modelo de gestión de la crisis sanitaria. Un modelo que ahora Italia sigue, seguramente con menos éxito. Publicitar el eslogan “me quedo en casa”, como hace el presidente italiano Giuseppe Conte, es una cosa. Lograrlo, otra muy distinta. Si comparan las cifras de letalidad del país que más criba ha realizado, Corea del Sur (apenas 0.6), con las de Italia o España, por medio de una simple regla matemática, verán que a ambos países se le escapan al menos 4 o 5 casos no identificados por cada caso diagnosticado. “Quedarse en casa” significa también “escuchen, no podremos atenderles a todos”.
Los sistemas de salud públicos, sometidos a 25 años de privatizaciones y fragmentaciones entre distintos organismos son incapaces de reaccionar adecuadamente a la crisis
En ambos países, España e Italia, se muestra una realidad parecida. Los sistemas de salud públicos, sometidos a 25 años de privatizaciones, fragmentaciones entre distintos organismos (“mercado sanitario” mediante) y recortes (especialmente desde 2008), son incapaces de reaccionar adecuadamente a la crisis. Como preveían los epidemiólogos, los sistemas se han desbordado con una presión que cuantitativamente todavía no ha sido muy grande. Como era de prever también, la mayoría se curará el coronavirus, como se cura de una gripe, en casa, con caldo y zumo, pero con un nivel infinitamente más alto de paranoia. Pase lo que pase, no obstante, ni el Gobierno italiano ni el Gobierno español renunciarán al protagonismo de haber hecho lo imposible y, cuando todo acabe, de atribuirse el mérito del fin de la enfermedad.
Pandemias y guerras han sido grandes momentos de cambio y experimentación social. Ambos fenómenos han tumbado imperios e impuesto otros nuevos, impulsado dictaduras y traído regímenes más parecidos a democracias. La pandemia del Covid 19 es una pandemia pequeña, que quizás no llegue al nivel de la de 1957. Es probable incluso que el número de muertos que deje este episodio sea finalmente menor o similar a la de la campaña de la gripe de este año (unos 6.000). Pero alerta y muestra cosas.
De una parte, muestra el miedo y el pánico profundo instalado en todas las sociedades de base agraria, la memoria de la enfermedad contagiosa, de la peste, de la viruela, del cólera. Desvela nuestra sensibilidad a demonios oscuro, a señalar sujetos que presuntamente convertimos en origen del mal, y a inventar chivos expiatorios, que está en el origen etimológico de nuestra farmacia (pharmakos) y que Alba Rico señalaba recientemente en un artículo en este medio. También hace emerger nuestra fragilidad, no frente a la enfermedad real, sino a la mera idea de la misma: nuestro cochina propensión a confiarlo todo a quien nos ofrezca una promesa de protección, por estúpida que sea. Lean estos días a conocidos liberales y libertarios anti-Estado, abrazados hoy a una gestión que los proteja, por autoritaria que sea. La pandemia quizás nos pueda unificar como una única especie frente a la amenaza común –de hecho sorprende que un organismo burocrático internacional como la OMS tenga hoy tanto poder y prestigio–, pero también nos hace frágiles y propensos a delegar hasta nuestro último átomo de autonomía.
Hay una última paradoja del Covid 19. Parece que se trata de una enfermedad de países templados. No hay epidemia, apenas casos, más abajo del paralelo 25. Ni Filipinas, ni Indonesia, ni India, todos bien conectados con China, han sido los focos de la pandemia. En principio estos países, con sistemas de salud deficientes, grandes concentraciones de población y baja renta per cápita, eran los grandes candidatos al contagio descontrolado. O bien para ellos el virus es algo irrelevante (entre poblaciones jóvenes hay otras cosas de las que ocuparse) o bien el calor limita la propagación. Caso de que la causa de la dificultad de contagio sea el calor, no cabe la menor de duda de que, en el invierno más cálido de Europa y en una primavera seca en el sur del continente, la epidemia remitirá pronto. En unos meses estaremos saltando al próximo gran evento de esta gran crisis civilizatoria: sequías, récords de temperaturas e incendios. El apocalipsis viene en pequeñas dosis, pero sigue imparable su curso.
Recorre Europa. Y no es un fantasma. A finales de febrero, Italia buscaba desesperadamente el vínculo epidémico, el paciente cero, el desafortunado que prendió la epidemia. Hoy son decenas de miles los europeos contagiados, casi un millar los muertos. El miedo vuelve a ser libre, como en los viejos tiempos.
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Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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