Inviolabilidad
¿Gran acto de Estado en homenaje a Juan Carlos de Borbón?
Necesitamos saber si las acusaciones que penden sobre el rey emérito son ciertas y, por lo tanto, tenemos derecho a acceder a la información relevante
José Luis Martí 15/03/2020
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Sé que andamos todos muy preocupados, y con razón, con la emergencia sanitaria que ha cambiado –¿para siempre?– nuestras vidas. Pero no vayamos a olvidarnos del resto de temas importantes, como este del rey emérito. Debemos seguir protegiendo nuestra democracia. Ahora tal vez más que nunca. Y tal vez las horas de confinamiento nos permitan pensar con más calma algunos temas importantes. Allá voy.
¿Deberíamos organizar un gran acto de Estado en homenaje a Juan Carlos de Borbón cuando fallezca, o mejor aún, ahora que está vivo? Comencemos por esta pregunta de carácter netamente político. Sobre la dimensión jurídica –que no tiene desperdicio– y la ética –que no tiene vuelta de hoja–, vuelvo más tarde. La pregunta sobre cómo debe actuar el Estado y la sociedad española frente al rey abdicado es pertinente y requiere una respuesta. ¿Debemos seguir pagándole el retiro millonario? ¿Debemos seguir dándole protección especial? ¿Debemos seguir bautizando calles y plazas con su nombre? ¿Debemos sentir agradecimiento por su gestión como jefe del Estado, el cargo de más “alta dignidad” de nuestra democracia, durante casi 40 años? El problema es que todas estas preguntas, todas ellas de carácter político, sólo pueden ser respondidas si investigamos y esclarecemos los gravísimos hechos de corrupción, evasión fiscal y extorsiones que se le imputan, y el Tribunal Constitucional, el pasado octubre, y la Mesa del Congreso de los Diputados, esta misma semana, no han permitido a nuestras cámaras representativas abrir una comisión de investigación parlamentaria, que es como deberían hacerse las cosas para hacerlas bien.
Supongamos, por un momento, que, como algunos sostienen, Juan Carlos de Borbón no es responsable jurídicamente por los hechos que le imputan pues fueron cometidos mientras era rey y actuaba bajo la protección de la inviolabilidad –luego mostraré que no es así. Es crucial tener bien claro que una cuestión es la jurídica, y otra muy distinta la política. La sociedad española, la ciudadanía en su conjunto, y sus representantes, los partidos políticos presentes en las cámaras parlamentarias, tienen el derecho –yo diría que la obligación– a saber si su exjefe del Estado es realmente culpable de los gravísimos hechos que le imputan, y más aún si fueron cometidos supuestamente mientras todavía detentaba tan alta responsabilidad para el Estado. ¿Cómo, si no, íbamos a saber si Juan Carlos merece reconocimiento, homenajes y gratitud políticos?
En sociedades democráticas la prensa juega un rol esencial a la hora de investigar hechos así, incluso en aquellos casos en los que los hechos sí constituyan delitos que generen responsabilidad penal. Vale decir que la prensa española, en general, y especialmente mientras Juan Carlos ocupaba todavía la Zarzuela, ha sido más bien pasiva o reacia a cumplir con dicho rol esencial. Con honrosas excepciones, y por suerte cada vez más habituales, la realidad es que ha existido generalmente una cortina de tolerancia y opacidad sobre las acciones del exmonarca, y todos éramos más o menos conscientes de ello. La prensa, por tanto, tiene el derecho de investigar lo que quiera, y dados lo indicios de que disponemos en estos momentos, yo diría que la obligación de hacerlo.
La sociedad española tiene el derecho a saber si su exjefe del Estado es realmente culpable de los gravísimos hechos que le imputan
Pero sí puede investigarlo la prensa, aún con mayor razón puede y debe hacerlo nuestro Congreso de los Diputados. Es cierto, como dice el Tribunal Constitucional en la Sentencia 111/2019, de 2 de octubre, que “la creación de una comisión parlamentaria (…) es en sí misma un efecto jurídico” y que “tiene capacidad para producir efectos jurídicos” (FJ2a). Correcto. Y eso lo diferencia de la investigación periodística, que en su caso podría llegar a producir efectos jurídicos únicamente de forma indirecta. Pero una cosa es que se produzca un efecto jurídico, y otra muy distinta que se produzca algún efecto judicial, o que el congreso le reclame alguna responsabilidad legal al exmonarca, cosa que por supuesto excedería las competencias constitucionalmente atribuidas al Congreso.
Además, olvida el Tribunal, que el hecho de que tenga algún efecto jurídico no le resta ni un ápice a la naturaleza inherentemente política de una comisión parlamentaria de investigación. Todo acto de legislación de un parlamento es en sí mismo un efecto jurídico con la capacidad de producir efectos jurídicos, y es simultáneamente un acto de naturaleza política inherente y esencial a la función legislativa de un Parlamento. ¿Cómo no iba a poder investigar un parlamento las acciones de su Jefe de Estado, aunque eso pudiera tener algún efecto jurídico? Pues alucinen: según nuestro más importante tribunal, no puede hacerlo. La sentencia mencionada, intentando desligar la falta de responsabilidad legal de la inviolabilidad, llega a decir el siguiente disparate, citando una sentencia previa, la STC 98/2019, de 17 de julio: “la inviolabilidad preserva al rey de cualquier tipo de censura o control de sus actos” (FJ5b). ¡Increíble! ¿Se le han puesto al lector los ojos como platos, como a mí? O sea que, según el TC, los actos del rey no solamente son impunes jurídicamente, sino que ni siquiera pueden ser censurados o controlados políticamente. Pero esto resulta directamente intolerable desde cualquier punto de vista democrático y contrario, por cierto, a la jurisprudencia de todos los tribunales de derechos humanos internacionales.
Según el TC, los actos del rey no solamente son impunes jurídicamente, sino que ni siquiera pueden ser censurados o controlados políticamente
Pongámoslo en estos otros términos, a ver si se ve más claro. Imaginemos que un grupo parlamentario propone la aprobación de una proposición no de ley para declarar determinados reconocimientos y homenajes a Juan Carlos de Borbón, algo que entra perfectamente dentro de las competencias de la cámara. Como es obvio, antes de votar dicha moción, el pleno del Congreso debería discutir si el exjefe del Estado ha acumulado méritos suficientes como para recibir dichos honores. ¿Cómo no iba a ser relevante entonces averiguar si el rey ha cobrado comisiones ilegales en Arabia Saudí a cambio de negocios sucios, utilizando sus contactos acumulados en tanto que jefe del Estado español, llevando el dinero cobrado a un paraíso fiscal, y extorsionando a una examante para que guarde silencio sobre una donación multimillonaria que le hizo, tal vez incluso utilizando a determinados agentes del servicio de inteligencia de nuestro país? No puede haber ninguna duda de que la cámara debería discutir sobre esta cuestión. Y, para hacerlo, ¿no tendría la competencia necesaria para hacer sus propias investigaciones? ¿Debe decidir sólo sobre la base de lo que publique la prensa, o peor, solo cierta prensa extranjera? Esto carece de sentido.
Seamos claros en esto: es inconcebible que en una democracia sus ciudadanos no puedan investigar a través de sus representantes legítimos la actuación de los poderes del Estado. Es en el Parlamento donde reside la auténtica soberanía popular –atribuir el nombre de soberano a un rey constitucionalmente limitado como el nuestro no es más que una rémora histórica–, y los ciudadanos poseen un derecho básico e inalienable, probablemente el derecho más importante de todos los derechos democráticos, a controlar lo que hacen sus representantes y las instituciones del Estado, incluidas la de aquellos representantes que no han sido democráticamente elegidos, como es el caso del rey. Como nos recuerdan los mejores teóricos de la democracia contemporáneos, como Philip Pettit, incluso el derecho a elegir libremente a tus representantes en unas elecciones libres, en una especie de delegación de poder ex-ante, es menos básico que el derecho de control último y efectivo sobre todas las instituciones del Estado que nos gobiernan, pues es ese control último ex-post la única garantía de que disponemos de que no vamos a terminar dominados verticalmente por nuestras propias instituciones. Y ello por no hablar del derecho a la crítica y la censura, amparado justamente con respecto al rey Juan Carlos por nada menos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. ¡Así que no nos cuenten más rollos! Si esto es una democracia, vamos a investigar las acciones de Juan Carlos de una vez, esclarezcamos los hechos, y sólo así podremos ajustar las cuentas –políticas– con él.
Los ciudadanos poseen un derecho básico e inalienable a controlar lo que hacen sus representantes, incluidos aquellos que no han sido democráticamente elegidos
Pero vamos, ahora sí, al lío jurídico. Le denegación de la Mesa del Congreso a la solicitud de creación de una comisión de investigación venía motivada por un argumento fundamentalmente jurídico: la supuesta inviolabilidad de Juan Carlos de Borbón en virtud del artículo 56.3 de la Constitución española. Este es uno de los tres argumentos utilizados también por la STC 111/2019 antes mencionada, de hecho el argumento crucial, en la que el Constitucional declaraba inconstitucional el intento de creación de una comisión parlamentaria similar por parte del Parlament de Cataluña. Sobre el resto de consideraciones realizadas en esa infausta sentencia no voy a detenerme aquí, salvo para recalcar que una de ellas, tal vez la más preocupante, es aquella en la que el Constitucional alude al carácter “no absoluto o ilimitado” de la libertad de deliberación o discusión parlamentaria.
Se equivoca el tribunal aquí de pleno, otra vez (de hecho, se lleva equivocando mucho tiempo al respecto en su jurisprudencia reiterada). Los parlamentos, como los ciudadanos en general, pueden discutir sobre lo que quieran, sobre el tema que estimen conveniente. Y esa libertad deliberativa debería ser total. Lo que no pueden hacer los parlamentos es legislar sobre materias para las que no disponen de competencias. Pero deliberar pueden hacerlo sobre lo que quieran, como de hecho hacen habitualmente los parlamentos de muchas democracias avanzadas de nuestro entorno (comenzando por el propio Parlamento Europeo). Pero dejemos todo eso a un lado y vayamos al núcleo de la cuestión. Por cierto, y dicho sea esto de pasada, el TC alega también que no le corresponde al Parlament crear una comisión de investigación sobre la Familia Real, porque en todo caso el Parlament solo debe controlar a las instituciones autonómicas catalanas. De ahí parecería inferirse que entonces a quien le corresponde investigar a la Corona es precisamente al Congreso de los Diputados.
¿Es Juan Carlos de Borbón inviolable? Esta pregunta es compleja y debemos analizarla con esmero y rigor. En primer lugar, el artículo 56.3 CE establece, sin lugar a dudas, que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Así que, ciertamente, hay algo indiscutible, nos guste más o menos, pero es lo que establece nuestra Constitución mientras no la reformemos: el rey en ejercicio es inviolable, eso quiere decir que no es responsable legalmente, y que no puede ser juzgado. Pero esto deja todavía algunos interrogantes abiertos. Por ejemplo, ¿qué ocurre con el rey que ya no está en ejercicio, el que ha abdicado por la razón que sea, como el caso de Juan Carlos? Pues, dicho con total rotundidad, que esa persona ya no es inviolable desde el momento en que deja de ser rey, por lo menos respecto a sus actos posteriores a la abdicación (que, recordemos, se produjo el 19 de junio de 2014). Por era razón, y no otra, el Congreso de los Diputados se aprestó en el momento de la abdicación a aprobar la Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio, por medio de la cual, entre otras cosas, se reformaba la Ley Orgánica del Poder Judicial para conceder aforo judicial al “Rey o Reina que hubiera abdicado y su consorte”. En virtud de dicho aforamiento, Juan Carlos solo puede ser juzgado por las Salas Civil o Penal del Tribunal Supremo, según sea la naturaleza del asunto que podría llevarle a tal situación. Lo que nos indica claramente que ya no es inviolable, por lo menos respecto a los actos cometidos después de su abdicación. Cabe decir, con respecto a esto, que si las acusaciones del diario suizo y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein fueran ciertas, tal vez Juan Carlos podría incurrir en responsabilidades penales por posible delito de amenazas o extorsiones, o por un posible delito fiscal continuado, al no regularizar fiscalmente su situación respecto el supuesto dinero negro que tendría depositado en Suiza.
Según la Constitución, el rey en ejercicio es inviolable, eso quiere decir que no es responsable legalmente, y que no puede ser juzgado. Pero esto deja algunos interrogantes abiertos
Por otra parte, ¿quiere esto decir que la inviolabilidad del rey era absoluta al menos respecto a las acciones cometidas durante su reinado? Tampoco eso es nada claro. Comencemos por la cuestión de fondo, y la más importante sin duda desde un punto de vista democrático. ¿Puede siquiera pensarse en la posibilidad de una inviolabilidad absoluta en un Estado de derecho y democrático? Mi respuesta es no. El principio de Estado de derecho presupone los principios sagrados de imperio de la ley y de igualdad ante la ley. Tal y como explicamos a nuestros estudiantes de primer curso de Derecho, la diferencia clave entre un Estado de derecho y democrático y uno que no lo es reside en que en el primero no hay nadie que pueda situarse por encima de la ley. Todos los ciudadanos, y en particular todos los poderes públicos, nos hallamos sometidos a la ley. Esto es compatible con determinados derechos y prerrogativas, por supuesto. Concedemos inmunidad parlamentaria a nuestros diputados y senadores, y reconocemos el aforo judicial a determinados altos cargos. Estas son pequeñas “desigualdades” ante la ley que encuentran su justificación en la protección de las propias reglas del juego democrático. Pero lo que no puede suceder en ningún caso es que alguien pueda situarse completamente al margen de la ley. Todos los derechos y prerrogativas se encuentran limitados. Ninguna de ellas es absoluta. Y no impiden que nadie sea juzgado y responsable legalmente de sus actos, únicamente determinan determinados pre-requisitos o caminos especiales.
Si alguien, en cambio, sea el rey o quien sea, es inviolable de forma absoluta y es completamente irresponsable de sus actos desde un punto de vista legal, entonces es que esa persona está simple y llanamente por encima de ley. Significa reconocer que hay personas con absoluta impunidad, que pueden cometer los delitos que quieran, y que nadie será responsable de ello. Lo cual es directamente incompatible con la idea de democracia y con los principios antes mencionados de Estado de derecho e imperio de la ley, y es además inconstitucional, pues se estarían violando los artículos 1.1 y 14 CE, que establecen tales principios. Así que la interpretación de que la inviolabilidad del 56.3 CE es absoluta no resulta aceptable en términos democráticos ni propiamente constitucionales. Debe ser interpretada de una manera limitada. Y hay dos formas de hacerlo que resultan perfectamente admisibles desde un punto de vista constitucional.
La primera consiste en limitar la inviolabilidad del rey a los actos que realiza en ejercicio de sus funciones, algo que me parece muy plausible, especialmente si hacemos una lectura conjunta de todo el Título II. Por ejemplo, si leemos el propio artículo 56.3 CE completo veremos que dice: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2.”. El hecho que estas dos frases estén en el mismo apartado del mismo artículo da a entender que están refiriéndose a lo mismo. Es decir, que el rey no es legalmente responsable de sus actos porque de hecho dichos actos, se entiende aquellos que realiza en el ejercicio de sus funciones, “estarán siempre refrendados” por otra autoridad. Y, de hecho, si nos vamos ahora al artículo 64.2 CE, encontramos lo siguiente: “De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”. Parece claro lo que nos quiere decir aquí el legislador constitucional. El rey es inviolable porque en realidad no manda. Sus actos serán o bien privados o bien vendrán refrendados por otras autoridades (más concretamente, por el Presidente del Gobierno). De los actos privados, él sigue siendo responsable –¿cómo no iba a ser así? ¿o es que acaso el rey puede robar, violar, secuestrar, asesinar o torturar impunemente? La responsabilidad por el segundo tipo de actos la tienen justamente aquellos que los refrenden. Vale la pena añadir que, como diré más adelante, esta diferenciación entre actos públicos y actos privados encuentra sustento también en el derecho internacional.
Nadie puede situarse completamente al margen de la ley. Todos los derechos y prerrogativas se encuentran limitados. Ninguna de ellas es absoluta
Pero si alguno no está convencido por esta primera posibilidad, aquí tiene una segunda. Uno puede pensar que la inviolabilidad implica la imposibilidad de juzgar al rey por ninguno de sus actos mientras ocupa el trono, y por lo tanto le protege de forma cuasi-absoluta. Pero, haciendo una semejanza con lo que sucede en otros países con el procedimiento, por ejemplo, del impeachment presidencial, reconocer que el Congreso de los Diputados tiene la potestad de destituir al rey si cree que en algún momento ha realizado actos impropios e inaceptables, como serían los presentes si fueran ciertos. Y una vez destituido, el rey dejaría de ser inviolable y podría ser juzgado retroactivamente por sus supuestos delitos. Esta segunda posibilidad tiene el inconveniente de que parece contradictorio decir que la inviolabilidad es absoluta, aunque sea limitada en el tiempo, pero que en cambio el rey puede ser hecho retroactivamente responsable. Además, aunque es cierto que la Constitución establece claramente que el rey es ”proclamado” por las Cortes (art. 61.1 CE), de lo que podría inferirse que las mismas Cortes tienen la potestad de destituirle, lo cierto es que ese supuesto no está explícitamente previsto en la norma, ni hay un procedimiento especial regulado para ello. El único caso previsto es aquel en que “se inhabilitare para el ejercicio de la actividad” (art. 59.1 CE), pero que parece ser más bien aplicable a casos de pérdida de capacidad física o intelectual para el ejercicio del cargo.
No se me ocurre una tercera posibilidad de conciliar la prerrogativa de la inviolabilidad del rey con la democracia, el Estado de derecho y el imperio de la ley. Y, en cualquiera de las dos mencionadas aquí, la conclusión que extraigo es que el rey puede ser ahora mismo juzgado en España por los hechos privados que se le imputan, aunque sea, eso sí, por el Tribunal Supremo. Lo interesante, además, es que en el primer caso, la posible responsabilidad penal por sus actos y su hipotético enjuiciamiento no excluye para nada la creación de una comisión parlamentaria de investigación. Y en el segundo de los casos todavía menos, pues aunque el rey ya ha abdicado, parecería que las Cortes podrían tener algo que decir sobre la posibilidad de que el rey fuera juzgado retroactivamente por actos cometidos durante su reinado. Lo que está claro, en todo caso, es que sea cuál sea la conclusión jurídica que extraigamos, incluso si, contra todo criterio mínimamente plausible basado en la democracia y el Estado de derecho, sostenemos que su inviolabilidad era absoluta y que ninguna de estas dos posibilidades es válida, es que la razón para bloquear la creación de una comisión parlamentaria de investigación no puede estar basada en el argumento de la inviolabilidad del 56.3, ya que dicho artículo sólo protegería al rey frente a un intento de exigirle responsabilidades jurídicas, nunca políticas.
Y antes de llegar a la dimensión ética de todo este asunto, permítanme un breve añadido jurídico. Lo que he examinado aquí es el argumento dado por el TC para impedir la creación de la comisión de investigación por parte del Parlament de Catalunya, que es el mismo usado ahora por la Mesa del Congreso para impedirla en dicha cámara. Pero los hechos que le imputan a Juan Carlos de Borbón al parecer han ocurrido todos fuera de la jurisdicción española, donde lo que diga nuestra Constitución y cómo se interprete resulta irrelevante. ¿Puede ser Juan Carlos enjuiciado por un tribunal de otro país, por ejemplo suizo, alemán o británico, dependiendo de dónde hayan ocurrido los hechos concretos que vayan a ser enjuiciados?
En mi opinión, sí. Es cierto que históricamente se ha entendido la inmunidad de los jefes de Estado como un principio absoluto, pero hace ya muchas décadas que esto no es así. En primer lugar, porque en época tan temprana como 1812, la Corte Suprema estadounidense en la famosa sentencia The Schooner Exchange v. McFaddon ya sentó las bases para la distinción entre los actos públicos de los jefes de Estado (actos ius imperii) y sus actos privados (actos ius gestioni), restringiendo la inmunidad solo a los primeros. Y esa distinción tan temprana ha tenido desarrollo reciente en importantes decisiones relativas al Caso Pinochet y al Caso Fujimori.
Es cierto que la inmunidad internacional ha pasado a verse como limitada especialmente en casos de violaciones de derechos humanos, y no digamos ya de cualquiera de los delitos internacionales recogidos por el Estatuto de Roma y que son juzgados por el Tribunal Penal Internacional. Y es obvio que en el caso de Juan Carlos de Borbón no estaríamos hablando de nada parecido. Pero también es verdad que con motivo de algunos de los casos mencionados se ha puesto otra consideración muy relevante sobre la mesa, y es que si la inmunidad de los jefes de Estado en ejercicio o actividad es claramente limitada porque no les ampara para cometer violaciones de derechos humanos o delitos internacionales, todo parecería indicar que la inmunidad se pierde, o quedaría mucho más limitada aún, en el caso de exjefes de Estado que ya no ejercen tales funciones. La razón es clara: la inmunidad de los jefes de Estado nació para proteger las actividades de dichos jefes de Estado, no todas las acciones que las personas que han ocupado ese cargo quieran seguir cometiendo una vez han dejado sus funciones. En este sentido, y por lo menos en lo que respecta a las posibles amenazas o extorsiones a Corinna por parte de Juan Carlos, parecería no haber ninguna duda sobre la posibilidad de que un tribunal, supongamos, británico acabe pidiendo la extradición del exmonarca para que sea juzgado.
Y vamos, ahora sí, a la dimensión ética de todo este asunto, que va a ser muy breve. ¿Qué opinión ética nos merecen las actuaciones del rey? ¿Pues qué quieren que les diga? A juzgar por muchas cosas que sabemos con certeza de sus actuaciones pasadas, de su falta de transparencia, de sus maniobras manipuladoras, de sus mentiras a la sociedad española, muchas de ellas demostradas, cuando no directamente confesadas por él, creo que cuanto menos podríamos afirmar que sobre el reinado de Juan Carlos han pendido sombras éticas muy graves. Claro que nada se compararía al juicio que merecerían las acciones de las que ahora le acusan. De ser ciertas todas ellas, o siquiera una parte de ellas, nos hablarían de un sujeto sin escrúpulos de ningún tipo, casi un mafioso y abusador. Alguien así merecería toda nuestra repulsa. Pero ¿saben qué? Antes de hacer ningún juicio de este tipo necesitamos saber si las acusaciones que penden sobre él son ciertas. Y para ello necesitamos primero investigar. Así que volvemos al punto de partida. ¿Deberíamos organizar grandes actos de Estado en homenaje a Juan Carlos de Borbón o repudiarle y condenarle al ostracismo social? Tenemos derecho a formularnos esta pregunta, y por lo tanto tenemos derecho a acceder a la información relevante para poder responderla con conocimiento de causa.
Sé que andamos todos muy preocupados, y con razón, con la emergencia sanitaria que ha cambiado –¿para siempre?– nuestras vidas. Pero no vayamos a olvidarnos del resto de temas importantes, como este del rey emérito. Debemos seguir protegiendo nuestra democracia. Ahora tal vez más que nunca. Y tal vez...
Autor >
José Luis Martí
Es profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra.
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