Zozobrando
Dientes azules
Marta Bassols 24/03/2020
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Nos tenía todo el día mascando chicles. Le teníamos que entregar al final del día más de diez y menos de veinticinco cada una. Si le dábamos demasiados no tenía tiempo de colocarlos en el mural antes que se pusieran completamente duros y, por supuesto, no tenía dónde conservarlos sin que se pegasen entre ellos.
A mí me había pedido si podía concentrarme sobre todo en los de color azul, porque prácticamente un tercio de la obra iba a ser el mar. Yo no estaba segura de que el color de los chicles que comía le fuera a funcionar como agua porque eran demasiado eléctricos y ella había dicho muchas veces que le repugnaba la cuestión de Yves Klein, que fíjate, no está tan mal, pero ella odiaba incluso a Picasso, aunque era, sobre todo, por lo de ser tan atormentado de mierda y repartir leches a mano abierta a cada amante que se posaba en su taller, y entonces ya no podía ver ni siquiera el mérito de Les femmes d’Alger, que para ser uno de los cuadros más caro del mundo, yo también pienso que hace falta mucho más Orson Welles en el arte, pero bueno, todo bien. Yo me imaginaba, en todo caso, que en los días siguientes me pediría empezar a masticar chicles de color verde junto con los de bolas azules, porque así obtendría el color cian, que es más de mar. Y obviamente me repugnaba la idea, a pesar de que no opondría resistencia como tal, ya que el trabajo era muy fácil y estaba bien pagado.
El miércoles me llamó otra de las chicas que colaboraba en el proyecto para preguntarme si me estaba afectando en algo lo de los chicles azules, porque ella los comía rojos y empezaba a tener los labios siempre en ese tono. Me miré bien. Sí, parecía que mis dientes estaban un poco teñidos, los lavé con bicarbonato. Froté. También en la parte interna de las mejillas tenía restos azules, así que hice un tratamiento blanqueante con unas tiras de plástico que había comprado en la teletienda hacía un mes. Me puse las bandas y las dejé un rato, tal y como indicaban las instrucciones de uso, aunque quizá las dejé más de la cuenta, no sé. El caso es que empecé a sentir calambres y entonces me las quité. El siguiente chicle que comí punzó mis encías, y no solo eso sino que dejó mucha más huella de lo que solía suceder.
Lo saqué inmediatamente de mi boca, y me dispuse a llamar a la artista con la intención de preguntarle si había más mascadoras que hubieran tenido problemas a lo largo del proceso, pero no pude articular palabra. Mi voz no salía por mi garganta, a pesar de que se atropellaba en mi cabeza, y tuve que colgar el teléfono y escribirle por WhatsApp lo que me estaba ocurriendo. Ella me dijo que había cambiado la marca que usaba habitualmente a esta otra porque era la que esponsorizaba el proyecto y que aunque no le gustaban los colores no tenía elección, ya que el material lo proporcionaba el gobierno. Aun así no tenía noticias de que nadie hubiera sufrido esos efectos.
Leí las posibles contraindicaciones de las bandas blanqueantes, pero por supuesto no mencionaba ni los calambres ni el enmudecimiento.
No pude volver a hablar. Ni cuando dejé el trabajo, ni a pesar de alimentarme de limón, jengibre, melón y claras de huevo. Gritaba desesperada, aunque obviamente solo aullaba silencio. Los médicos no encontraron explicación a este misterio, pero con los meses fueron apareciendo más casos de personas que habían perdido el habla. Todas estaban relacionadas con empleos que había subvencionado el gobierno.
Nos tenía todo el día mascando chicles. Le teníamos que entregar al final del día más de diez y menos de veinticinco cada una. Si le dábamos demasiados no tenía tiempo de colocarlos en el mural antes que se pusieran completamente duros y, por supuesto, no tenía dónde conservarlos sin que se pegasen entre...
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Marta Bassols
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