Zozobrando
Derecho al orgasmo
Marta Bassols 20/02/2020
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Llegué tarde (más de dos horas) y además me presenté en el lugar equivocado.
La librería-bar, el bar-librería, siguiendo su curso ajeno a mis expectativas, estaba perezoso, en el crepúsculo de las últimas cañas de tres o cuatro o cinco o seis tías. Allí me encontré a una amiga, y luego llegó otra que tomó un chupito y nos dio un beso, miró un libro y se fue enseguida.
Yo esperaba encontrar la asamblea general feminista.
Esta es la dimensión del disparate de mis cálculos de geometría. No caben en ese garito (tan feminista) tantas feministas. Como el chat me abruma, (casi todos los chats me abruman) leí lo de ayer hoy y confundí mi barrio por el todo. Que ojalá lo fuera.
Pero me dejé tirada a mí misma y defraudé mis expectativas. Yo esperaba haber llegado al espacio adecuado, en pleno bullicio de uno de los puntos del día: la propuesta de las abolicionistas.
También me interesaba mucho ver cómo están las cosas en la institución oficial. Aunque tal vez allí nadie pertenecía oficialmente a la institución, pero como si lo hicieran. Yo he ido algunas veces a esas asambleas y lo que ha pasado es que se dice muchas veces binarismo, emancipación, mujer racializada, CIS hetero, transfeminismo, compañeras, heteronorma, trabajadoras sexuales, profesionales de los cuidados, y la lucha es transversal. Pero si no estás en las comisiones (y llegas en tacones) hay muchos sectores que te hacen sentir una cosa muy parecida a un primer día de instituto en el extrarradio en los noventa. Los ojos se entornan al mirarte y se tuercen hacia el hombro las cabezas. Ese ambiente luego no se respira ni en el barrio, ni en los grupos de trabajo y mucho menos en las manis, donde todo es acogida y celebración y anchura de corazón y miras. Pero en las reuniones grandes, cuando los colectivos reunidas van a organizar cosas importantes con repercusión mediática, hay que ser mucho activista, mucho académica (o mucho punk) y mucho leída. Les costará reconocerlo a las que les apela, pero a las vecinas perdidas, y a las jóvenes recepcionistas o peluqueras o encargadas de tienda con sus novios y sus tuppers y las cejas hechas, que vienen ahí a curarse de patriarcado interiorizado pero aún no tienen tesis y dicen cosas de no tener estudiado primero de feminismo, se las mira con mucho desprecio si toman la palabra. Irritan a los poderes fácticos, grupos de influencia, y voluntades terroristas.
Quizá es normal, porque no hay tiempo, hay una agenda estrecha, no podemos atender ahí todas las dudas o quejas, pero es muy especial que se luche por ellas, para despertarles y no nos mires, únete, sin dejarlas ocupar un sitio en lo de organizar la revuelta que las salvará de la depilación, la existencia normativa y la sobrecarga de tareas.
Hablando con putas, de putas y de trabajo, el suyo y el mío, o los míos, me doy cuenta de que no puedo salvar de la explotación a nadie, a no ser que ofrezca pisito en un planeta libre de neoliberalismo.
Eso es un poco lo que pasa con el abolicionismo, al menos en la blanca academia, y por eso yo quería ir a la casa buena.
Me encantaría saber si soy abolicionista.
Sospecho que no. Aunque la verdad es que me chirría a lo loco esta industria global (la segunda más grande del mundo) que utiliza fundamentalmente el cuerpo de las mujeres y trans más pobres, como producto barato, y que además tiene esa función tan exótica que es asumir de base que los hombres tienen derecho a tener orgasmos acompañados para no ponerse nerviosos y volverse violentos. La hostia, ¿no? El derecho universal al orgasmo. Estaría bien que existiera, todas y todos con nuestras corridas de ley, sin embargo los orgasmos, como la tierra, son para quien los trabaja (esto lo dice muy bien Mireia Sallarés, una artista muy lista).
Pero luego, hablando con putas, de putas y de trabajo, el suyo y el mío, o los míos, me doy cuenta de que no puedo salvar de la explotación a nadie, a no ser que ofrezca pisito en un planeta libre de neoliberalismo. También que su chumino no está siempre (aunque mucho) manipulado por un señor que le manda, ni tampoco su cabeza. También que si es duro vender tu cuerpo por dinero, tampoco es tan mucho peor que lo que hace una camarera ganándose una propina que también tiene que degradarse en simpatía, servidumbres y cortejos aunque no le apetezca, o vender tu integridad moral e intelectual a según qué empresas.
No es el trabajo sexual sino el capitalismo lo que nos quita el poder de elegir en qué emplearnos y ser libres de violencias. Y es muy especial que se luche por los derechos de las putas, para despertarlas, sin dejarles ocupar un sitio en lo de organizar una revuelta que les salvará de este trabajo para meterles en otro en el que cobrarán menos y trabajarán más horas, haciendo seguramente cosas que tampoco pueden calificarse (por moralista que seas) como dignidad o respetuosas con su cuerpo y carga mental. Nos follan a todas, amiguis, no sólo a ellas.
Aunque a mí no me tenéis que hacer caso alguno, de verdad, porque yo me perdí la asamblea y en su lugar bebí cervezas.
Llegué tarde (más de dos horas) y además me presenté en el lugar equivocado.
La librería-bar, el bar-librería, siguiendo su curso ajeno a mis expectativas, estaba perezoso, en el crepúsculo de las últimas cañas de tres o cuatro o cinco o seis tías. Allí me encontré a una amiga, y luego llegó otra que tomó...
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Marta Bassols
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