La Ciutat Comtal aguanta su respiración. Ha conseguido, como los grandes yoguis, controlar su frecuencia cardiaca.

Ayer domingo 23 de marzo debí, contrariando mi voluntad y la consigna, salir de casa.

Cada quien su causa de fuerza mayor... La mía: un estúpido asunto de tarjeta de débito olvidada en mi despacho del Gótico, a cuya puerta eché llave un ya remoto viernes por la noche sin sospechar que no habría de volver. Quedarse uno sin un duro, me dije, es algo con lo que la Guardia Urbana debería poder empatizar –cosa que, de hecho,  hizo.

Vivo donde arranca la zona alta. Llegar al centro supone atravesar media ciudad, sobre el eje montaña-mar. “Certificado autorresponsable de desplazamiento” en el bolsillo, marché, también yo en apnea, del punto A al punto B. En mi hora de marcha documenté, sin mayores pretensiones, cruces de calle casi irreconocibles con la camarita que suelo llevar en el bolsillo. Comparto aquí, en un puñado de fotos, una irreal flânerie primaveral por la tensa quietud de una ciudad fantasma.

[Adenda: Algo –del todo ausente en las fotografías– me hizo volver vapuleado del extraño paseo. En ciertos portales de una Barcelona desierta se arrebujan, promiscuamente, los sin-casa. La frase “distanciamiento social” tiene para ellos muy distinto sentido... Más de una rauca voz me interpeló desde un astroso saco de dormir, desde un nido de bolsas y cartones: “Eh, ¿tienes algo de comer?” La ausencia de pasantes los ha dejado sin limosnas. Son ellos la línea de avanzada. Duele decirlo pero –como en todos lados– se van a liberar plazas de mendigo. Ya serán –¡ay!– prestamente ocupadas.]