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1. HERRAMIENTAS DEL OFICIO
El hedor precede, entre salado y rancio, al rasposo plañido.
—Porcaridadidios dioslobindicca paracomerporcaridá dioslobindicca...
Un sonsonete maquinal, la voz de un ventrílocuo de lata.
Pasó la hora punta, pero hay bastante pasajero de pie: cabezas gachas, consuetudinarias, la mirada imantada en el allá y entonces de sus diminutas pantallas; turistas variopintos, muy pendientes de dónde toca bajar.
—Pracomerporcaridá. Dioslobindicca. Unamunedapurfavor. Promet usar prabocadiyo. Unamuneda.
Cuesta hallarle palabras a la implorante ristra de fonemas; cuesta quebrarla en frases.
Espesa barba negra de lana sin cardar, harapos con neuróticos remiendos. Todo él una costra de negrura. La pinta, involuntaria, vacila entre lo prehistórico, lo medieval, lo post-apocalíptico —épocas todas más rudas que la actual.
Temerosos del roce, los cuerpos se apartan uno a uno, sin alzar la vista.
Avanza encorvado, los pies torcidos hacia adentro. Una maltrecha muleta le torna estorbosa y disimétrica la marcha. Trabaja la inmisericorde Línea 3 —la verde, que entre Lesseps y Liceu, es la mía—, una línea curtida en los códigos de la mendicidad.
—Porcaridadidios dioslobindicca paracomerporcaridá dioslobindicca —plañe. Y sonajea sin ritmo sus limosnas en un recipiente verde.
Debe ser más joven que yo, pero también más viejo. Dado lo que arrastra, tendrá sin duda el alma más robusta. En alguna otra ocasión he hecho lo posible por evitar su afgana, suplicante mirada.
No hoy. Hoy voy sentado y no lo logro escabullirme. Me reta el tremendo espejo de sus ojos.
Atrapado, hurgo —afinando el tacto para evitar la moneda de dos euros— entre la calderilla del bolsillo y deposito dos menudas munedas en...
Vértigo.
Algunas semanas atrás. En la residencia, la Yaya saca para entretener al bisnieto putativo algunos juguetillos. Uno, sin duda el favorito, resulta ser un volquete de plástico, chino, comprado en el bazar Todo x 1€ . Camiones idénticos, es de suponerse, inundan el planeta... El eje trasero de éste se rompió: no puede ya rodar por el linóleo. De común acuerdo, el niño y yo decidimos llevárnoslo a la casa y repararlo con dos gotas de pegamento. Nuestra empresa fracasa. Nada puede hacer el potente cianacrilato ante tan magra superficie de contacto. Pasadas las congojas infantiles, el ocioso juguete se va a la basura —el resto de su ruta hacia la nada, un enigma pasado de soslayo.
Un enigma hasta que, acorralado, deposito mis dos munedas en —dios mi bindiqqe— la verde cajita de un volquete chino.
2. LUNA LLENA
Los andenes nocturnos, casi vacíos, de la parisina estación Château Rouge.
Ya a estas horas el metro aminora su frecuencia. Me entretengo mirando al cauto ratoncillo que se atreve y no con los aceitosos despojos de un kebab.
En mi andén, un par de metros más adelante, una madre espera con su niña tomada de la mano. La niña —se cae de sueño— es pequeña: acaso cuatro años, incongruentes en tal hora y lugar. Sus razones tendrán.
Al otro lado de las vías, un bulto corpulento se incorpora torpemente de la cama de cartones. Vocifera y gesticula. Un hirsuto clochard, envuelto en una parka de aquel sórdido tono cafesoso que va ganando a todo quien duerme en la calle. Colérico y trastabillante, ruge embebido en vinaza. Con un par de manotazos al aire castiga enemigos incorpóreos.
La nena inquiere, aterrada:
—Mamá, mamá, ¿es el hombre-lobo, mamá?
—No, mi amor. No es el hombre-lobo, es un señor que grita.
3. VAYA TÍO...
Metro Montparnasse. El eterno transbordo subterráneo entre varios ramales.
Un interminable corredor abovedado, largas bandas mecánicas que vienen y van. El tránsito, más bien moderado. Mi amiga Dorothée no lleva prisa. Tampoco yo. Así que, cargados parisinamente a la derecha para no entorpecer el flujo de apurados, nos instalamos en la banda y miramos distraídos, en moroso travelling lateral, los carteles publicitarios. (Hace dos décadas de esto y no recuerdo qué fruslerías podríamos ir intercambiando.)
De súbito, el semblante de Dorothée de desencaja. Cubre instintivamente su boca con la mano.
Sigo su mirada.
Despatarrado en el piso del pasillo, un negro malenvuelto en una cobija.
Es un SDF —acrónimo en francés de 'Sin Domicilio Fijo'; un indigente negro, imponente, descalzo. Mira hacia un punto inmóvil del vacío.
Ya alguna vez lo he visto —¡cómo olvidarlo!: echado en su lecho de cartones, se masturbaba bajo la astrosa cobija gris que lleva, ahora, echada en hombros...
La cinta, de velocidad constante, nos aleja de ahí. El negro nos va quedando atrás, como sentado en la ribera de un río.
Mi amiga parece singularmente descompuesta.
—¿Qué pasa?
—No sé, no sé... Creo que... Creo que es mi tío.
Dorothée es lyonnaise, blanca, de look muy apprêté: peinado años 20, pintalabios carmín. ¿Tío suyo? No parece cuadrar...
Me pregunta, visiblemente alterada, si la acompañaría de vuelta; quisiera mirarle bien el rostro, cerciorarse de que no sea él.
Mientras volvemos por la banda, Dorothée me pone en antecedentes. Que aquí van, en un par de pinceladas:
Se trataría de un tío político, martiniqués, casado con una prima de su madre. ¡Se lo había traído de unas vacaciones en la Martinica! Muchas cejas se alzaron en la familia. Luego, mal que bien, todos se acomodaron a la idea: el martiniqués se los ganó, a fuerza de martiniquesa simpatía. Sin embargo, al cabo de un año de casados, el tío comenzó a mostrar comportamientos absolutamente impredecibles. Todos estaban alarmadísimos: el tiempo les daba razón; se reiteraban los enfáticos «te lo dije» por el cableado telefónico de los suburbios de Lyon. Un buen día, el tío abandonó a la tía. Salió por la puerta y se fue. Se dio parte a la policía y no se supo más de él. Tras un tenso periodo de acritud y confusión, la familia —hay que decirlo— respiró aliviada. El relato aceptado es que el tío «se psicotizó». Los hechos venían de diez años atrás. La tía volvió a casarse. Era un capítulo cerrado.
—Pero tú, ¿lo trataste mucho? ¿Lo querías?
—Sí, sí, yo lo quería, sí. Era un tipo de lo más divertido.
Dorothée había convivido bastante con su tío, durante la adolescencia, ya que madre y prima eran cercanas.
Con un creciente sentido de inminencia, la cinta nos arrastra nuevamente hacia adelante. Ahí está, sentado en el piso. Lo miramos crecer, Dorothée un poco escudada tras de mí, impacientes ambos por escrutarle el rostro desde la impune platea que nos ofrece la cinta rodante.
¡Al fin estamos enfrente!
En el preciso momento decide él cubrirse con la manta la cabeza y ofrecernos apenas el brutal entrecejo.
Y ya la banda nos arrastra y aleja...
—¿Entonces?
—No lo sé...
Le sugiero que volvamos. A abordarlo. A ver si efectivamente es él.
—No, no, ¡por nada del mundo! —me replica Dorothée horrorizada— ¿Qué estás loco o qué? ¿¿¿Te imaginas el brete en que me meto si sí es???
No, no lo había contemplado.
Hay ahí una novela, de esas que laceran.
Nos separamos donde el pasillo se bifurca. Yo sigo en la 6, hasta Saint Jacques. Dorothée toma la 4, rumbo a su nido, cálido y coqueto, de Mouton-Duvernet.
4. INTIMIDAD
Henchido de turbios bultos su carrito de la compra, arrastra, lerdo, sus pertenencias barrio arriba y barrio abajo.
A veces se le ve dormitar en el poyo de una entrada de parking, en la galería techada de un edificio de oficinas, (aovillado y con la astrosa chaqueta cerrada sobre el rostro) en el ángulo entre dos jardineras —cualquiera de esos intersticios protectores que un indigente sabe detectar y reclamar, al menos provisionalmente, como propio. Otras está nada más sentado en un banco, en la parada de un autobús que no piensa tomar (los bancos de la plaza los evita —acaso considere que le están vedados.) Desde ahí mira el transcurrir del día. Aunque no parece mirar nada. Su estar es un estar introspectivo. Masculla cosas; se fuma una colilla recuperada del arroyo.
De noche, lo he visto dormir dentro del cajero automático en la sucursal bancaria de la calle Guillermo Tell —sí, sí, el mismo: aquél de infaustísima memoria donde, hace casi tres lustros, tres asesinos adolescentes quemaron viva a María Rosario Endrinal, «Charo», colega indigente. Ignoro si está él al tanto.
Es un hombre mayor, muy vapuleado por la calle. Suele ostentar, su rostro, negruzcos raspones: evidencia de recientes y reiterados descalabros.
Una tarde, sorprendo de reojo un extraño ritual. Está él de espaldas al arroyo, en la entrada del garaje de un local clausurado. Del carrito han brotado bolsas y más bolsas con sus pardas pertenencias. En una cornisa se alinea, en batería, una colección de flamantes cochecitos. Unos siete u ocho, más réplicas a escala que juguetes, cada uno con su base y cajita. Los contempla ajeno al mundo, una cajita todavía entre manos...
Es un ritual privado; la rara intimidad de quien vive en plena calle.
Sintiéndome mirón, paso de largo. Casi que huyo, turbado.
¿Qué se juega en esa modesta ceremonia? ¿Qué retazo de vida anterior a la caída se está evocando? Mi indiscreta ojeada me brinda materia para una sesión entera en el diván —en la que salió a luz un pavor latente de derivar hacia la mendicidad, que ata bajo la superficie, supongo, estas viñetas.
Un par de días más tarde me lo vuelvo a topar. Ya es para mí «el hombre de los cochecitos». Se ha bebido un café.
El bar tiene sus mesas de terraza en la acera junto a una diminuta área vallada de juegos infantiles —donde estoy de pie, pendiente de mi pequeño. Los padres de niños algo mayores suelen socializar con una caña, y vigilar a sus hijos con el rabillo del ojo.
Se ha bebido un café. Regadas sobre la mesa de aluminio, monedillas cobrizas y doradas: él paga su consumo; ha comprado su derecho a estar ahí, sentado como un parroquiano más.
Una joven se acerca y, con una sonrisa genuina, pone en la mesa, delante de él, un bocadillo.
—¡Que no quiero nada! —escupe él, furibundo —¡Que me dejen en paz! Si mandé a la mierda a mi madre, ¡¡¡no te voy a mandar a ti!!!
Todo en la terraza se detiene. Menos él. En mitad del exabrupto, se pone de pie y, hablando solo de un modo enérgico, echa a andar calle arriba. Varias veces repite, en su lerdo alejarse, un vehemente ademán. Arroja hacia atrás algo invisible, por encima del hombro. Algo avienta con rabia hacia el pasado.
Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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