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La vastedad de Columbia Británica, provincia canadiense del litoral pacífico, es trabajosa de asir para quien viaja únicamente sobre el mapa. En algo ayuda apelar a las comparaciones. Columbia Británica —B. C. por sus siglas en inglés— abarca un territorio de 944,735 km² cuadrados, que equivalen a las áreas sumadas de Francia y de la Noruega natal de Sølve Sundsbø.
La ya de por sí bajísima densidad poblacional de 5 personas por km² propone, para Columbia Británica, una media de lo más engañosa... Su mayor área urbana, la ciudad costera de Vancouver, concentra 5.500 personas por km². El interior, atravesado longitudinalmente por las montañas Columbia y sus cuatro vigorosas cordilleras, es un inmenso territorio prácticamente inhabitado y, en su mayor parte, intransitable. Un remoto mundo de sierras infranqueables, glaciares y morrenas, infinitos bosques de coníferas, ríos de caudal generosamente alimentado por una precipitación elevadísima. Una naturaleza que parece prístina, intocada —y que, en cierto sentido y medida, lo está.
Fotografiados por Sølve Sundsbø, los paisajes montañosos de Columbia Británica quedan tan alejados de nuestra experiencia cotidiana que transmiten una nítida sensación de irrealidad. Tan sorprendente conjunto de imágenes, de asumida heterogeneidad formal, no precisa de explicación ni pide comentario. Y sin embargo, la extrañeza de los puntos de mira suscita interrogantes sobre su fabricación. ¿Dónde y qué estamos viendo? ¿Qué artilugios dan razón de semejantes vistas?
La alta montaña se visita en breves incursiones. Es —condición que lo preserva puro— un ambiente adverso en el que el hombre no tiene cabida. Para acceder, un hombre necesita ser insertado en el paisaje por mediación de la técnica. Y ha de marcharse pronto, ya que de lo contrario no sobreviviría. El deus ex-machina que torna posible la inserción y la huida es un prodigio de la aeronáutica: el helicóptero.
¿Qué mueve a Sølve Sundsbø para querer estar ahí?
Su razón es a un tiempo ligera y de peso: la nieve.
Esquiar, en Noruega, forma parte del ethos nacional —la etimología misma de la palabra «esquí» tiene un origen noruego. También lo tienen las distintas declinaciones de la disciplina. Sølve Sundsbø nació en Drøbak, pueblo costero en la parte más angosta del Fiordo de Oslo. Ya a los quince meses de edad, Sølve sabía esquiar. Seguiría haciéndolo, competitivamente, hasta los doce o trece años.
Le pregunto, vía telefónica, qué lo llevó a Columbia Británica. Brevemente me relata una historia del añejo verano de 1984.
Tenía entonces catorce años. Consiguió trabajo, durante las vacaciones, en una tienda especializada en artículos de esquí —la más a la moda en todo Oslo. Sería su primera experiencia laboral. En una videocasetera —son los años 80— corría el film promocional de una compañía canadiense que proponía una aventura extrema llamada heli-esquí: un helicóptero deposita a un grupo de esquiadores en la cima de una imponente montaña y éstos se lanzan cuesta abajo por pendientes de ensueño...
La mirada imantada en la pantalla, Sølve asumió como suya la responsabilidad de apretar, en el segundo mismo en que la película concluía, el botón de rebobinado. Tras un exasperante momento de imágenes estriadas y algo de «nieve televisiva», la cinta volvía a desenrollar, en perpetuo presente, su espectacular lote de nevados peñascos de granito, esquiadores helitransportados, y el grácil y ondulante deslizarse, ladera abajo, sobre la nieve virgen.
El gerente no tardó en fruncir el ceño y ponerse estricto: «te pago para que atiendas a los clientes, no para mirar embobado un televisor».
Pero el germen de una pasión vital estaba sembrado. Sølve se prometió, para un vago futuro, ascender en helicóptero hasta aquellas cumbres heladas y bajar esquiando por sus indómitas laderas.
Dos décadas más tarde, ya con una fulgurante trayectoria a cuestas como fotógrafo de modas, aquel oneroso anhelo juvenil se tornó económicamente asequible. Hizo, con un amigo y cómplice de infancia, un primer viaje de heli-esquí a las montañas Columbia. La experiencia lo cautivó, al punto en que ha vuelto año con año durante las últimas trece temporadas.
Convertirse en un punto que, al centro de una espesa esfera de silencio, se desliza con agilidad felina sobre la nieve es su manera de estar con la naturaleza, de estar consigo mismo.
Un Bell 407 abandona en una cima nevada su carga de cuatro o cinco pasajeros, esquiadores todos altamente competentes. Los rotores generan un breve torbellino de nieve, la aeronave levita unos instantes y, a medida que se aleja en el cielo, devuelve la cumbre a su silencio. Los esquiadores se preparan. La nieve fresca —powder snow—, inmaculado objeto del deseo, parece extenderse al infinito.
La cuesta es vertiginosa, harto más pronunciada y abrupta que lo que la mirada —pues ésta sigue el mismo ángulo que la pendiente— parece sugerir. El guía se lanza ladera abajo. Marca, en una línea ininterrumpida, la sinuosa ruta. Uno a uno, los demás se lanzan detrás. Un descenso promedio tiene entre 700 y 1000 metros verticales, es decir, de desnivel entre el punto de partida y el de llegada. Se negocian a salto, sobre los esquís, auténticos despeñaderos. En su descenso cruzan la línea de los árboles, penetran entre abetos dispersos que progresivamente se vuelven bosques nutridos. La calma es absoluta, los sonidos casi no son sonidos, sino sensaciones: sangre que pulsa en las sienes, la propia respiración.
El repertorio alegórico del Zen propone aquella anécdota del discípulo que aspira a vivir en la plenitud del instante presente. Por más que medita, la absoluta alineación de los sentidos lo elude: termina siempre por divagar hacia otra cosa. Frustrado, se queja ante el maestro. El maestro Zen lo escucha y le pregunta: «Si de pronto, a través de aquella ventana, un tigre saltara dentro de la pieza ¿pensarías en la ropa por lavar?».
La alta montaña es posesiva: solicita atenciones extremas. Una línea de descenso fuera de pista exige a cuerpo y consciencia que se acoplen y alineen. El declive es el tigre en la habitación. Se ha de estar de lleno —y plenamente— en el presente; imposible abstraerse o entretener la mente en nada que no sea la abrupta cuesta nevada. Los accidentes del terreno dictan cada inminente reajuste de dirección, que un cálculo instintivo traduce en un delicado juego de tensiones. Los sentidos se aguzan. En la escarpadura, el esquiador se siente vivo, muy vivo. La nieve bajo los esquís permite la comunión perfecta de la musculatura, la conciencia y la pendiente.
La sensación física de esquiar en parajes semejantes —coinciden quienes practican la disciplina— remite al vuelo. Liberado de la inercia de su propio peso, el cuerpo no padece el arrastre de la gravedad: la acompaña a ras de nieve en un movimiento suave y aéreo. Sensaciones tan vívidas, me cuenta Sølve, hienden su huella en la psique: él suele, por la noche, seguir esquiando en sus sueños.
Durante nuestro diálogo telefónico Sølve se pronuncia de manera tajante: las suyas no son expediciones fotográficas; es esquiar lo que lo lleva a las cuestas nevadas de los Selkirk y las imágenes son un mero resultado adventicio de esa aventura vital.
Sorprendido por semejante declaración de principios, le pido me describa su manera de proceder. Responde con la precisión que caracteriza todo lo que acomete.
Un paisaje (o un ensamblaje de formas, un juego de luz y sombra) interpela su mirada. La respuesta es intuitiva e inmediata. Se retira el guante y toma del bolsillo frontal izquierdo una pequeña cámara digital. Aísla, en el campo visual, un encuadre; en el flujo de la experiencia, un instante. Toma una instantánea —algo inusual dentro del género «fotografía de paisaje», cuya ortodoxia suele exigir dispositivos estorbosos y mucha paciencia... Devuelve el aparato al bolsillo. Un zipper o velcro lo ponen a resguardo al lado del corazón. Las cosas retoman su fluir y Sølve se saca de la mente la imagen que, ya codificada, la tarjeta de memoria consigna.
Por más escueta y simple que resulte, la secuencia de gestos que implica el acto fotográfico va en sentido contrario a la «plenitud en el presente» evocada líneas más arriba: quien mira a través de la lente marca distancias con el mundo, se sale del tiempo para detenerlo. El descenso en esquí, intenso y demandante, no da tregua para ello. Las imágenes recogidas provienen de alguno de sus polos, el de partida o el de arribo. Durante el descenso, no existe sino el tigre.
Ya en el valle, el grupo está otra vez reunido. El helicóptero se acerca, maniobra en vertical, despega una vez más en pos de una nueva cresta.
Cada pico, cada cuello de montaña, posee un singular y veleidoso microclima, lo cual torna la previsión meteorológica de lo más azarosa. En las cimas y valles eternos las fuerzas climáticas están en pugna constante y el entorno inmediato muda de apariencia con extrema celeridad. Se puede que el helicóptero vuele por límpidos cielos de intenso color cerúleo y la sucesión de peñas, picachos y glaciares se extienda hasta el serrado horizonte. Se puede que se vuele sobre un mar de nubes y que el piloto aproveche la repentina claraboya abierta por un rayo de sol —abajo, dulces y luminosos médanos de nieve.
Durante el puente aéreo entre un descenso y otro, Sølve saca la pequeña cámara digital y aprovecha para fotografiar, desde el aire, con la misma espontaneidad que sobre los esquís. La niebla esculpe la roca. La escarcha marca lateralmente, con dramatismo, las líneas de falla de un peñasco... El combo parabrisas de la cabina, en policarbonato termoformado, posee tres capas de filtros lumínicos. Estos polarizan la luz y minimizan la refracción. De paso, la colorean con caprichosos tintes, cosa que la aguzada sensibilidad cromática del fotógrafo no deja de aprovechar. Un «aeropaisaje» carece de primeros planos. Aun así, salvo en los casos evidentes, no es fácil intuir si el punto de mira está o no asentado en el terreno. Sin referentes, las escalas resultan arduas de estimar.
En condiciones climáticas ideales, un grupo efectúa media docena de descensos al día. Por poner algunos nombres en la topografía, se trata de las montañas Purcell, las Cariboo, las Selkirk, las Monashee, las Bugaboo... —aunque tampoco es que, en el presente caso, importe mayormente: el área sobrevolada equivale burdamente a la de Suiza y ocurre que se descienda por barrancos sin nombre en los que no ha pasado nunca un ser humano.
Pronto, el viento se encarga de barrer las ondulantes, efímeras estelas en la nieve.
En el comedor de mi casa cuelga una fotografía de Sølve Sundsbø. Una hermosa modelo negra de cabellos al ras —toda ritmo, fuerza, elasticidad, gracia— posa en un corto vestido, amarillo yema, estampado con arcos de círculo. Se diría que el obturador la detuvo en una danza endiablada: su cabeza se ladea sobre el hombro izquierdo casi hasta la horizontal. Una luz diestramente colocada le dibuja las exquisitas facciones. Los esbeltos brazos parten del tronco en ángulo recto y las manos levantan, delicadas, los ribetes de una falda abierta. La lente admira a la joven en contrapicada con acusado y asimétrico dinamismo. Cortado a la rodilla por la esquina del encuadre, un poderoso muslo de ébano soporta la diagonal de la composición. El fondo, como el vestido, también es amarillo. Resulta evidente que se trata de una imagen minuciosamente labrada hasta su perfección. La fotografía —que está sin firmar, así que el prestigio del nombre no sesga nada— jamás deja de suscitar, por parte de las visitas, un comentario admirativo.
Fotos como la que describo, Sølve Sundsbø, osado y versátil artífice de la imagen de moda, las ha realizado por millares. En el estudio fotográfico, Sølve, como un pintor, comienza con un lienzo desnudo sobre el cual va, progresivamente, construyendo una imagen. Nada tan distinto, en tanto método de trabajo, del disparo instintivo, contingente, que capta peñascos en sucesión de planos, oscuras copas de abeto siluetadas por la bruma, nieve y más nieve en sus diversas alternativas y encarnaciones. Y, no obstante su diferencia, ambos registros comparten más de lo que a simple vista parece: en uno y otro Sundsbø se revela como un enamorado de la forma —lo cual hace de él, plenamente, un artista.
Con su libro British Columbia, Sundsbø nos propone su acercamiento formalista al paisaje. Se trata de captura de instantáneas, y de ninguna manera de una exploración movida por la voluntad programática de describir o documentar sistemáticamente un territorio. Las fotografías, de hecho, no retratan el paisaje sino una experiencia del mismo, tan subjetiva como fugitiva. En cada imagen, la naturaleza se pliega a una manera de mirar; se transmuta en forma.
El ojo de Sølve es refractario a la mayor tentación en aquellos parajes, la tentación de la banalidad: la tarjeta postal. Soslaya también, cabalmente, toda la mística de la adrenalina que suele dominar la imaginería de los deportes extremos, y deja fuera la vistosa parafernalia high-tech que envuelve a un esquiador. Ausente el elemento humano, no existe la anécdota. El trabajo nos acerca al combate intemporal entre fuerzas primordiales —agua, viento, sol— que sin cesar modelan el paisaje.
Si, como hemos evocado, in situ el ojo responde y resuelve de manera intuitiva, la escritura fotográfica de British Columbia viene en un tiempo ulterior, pausado y consciente. Al volver sobre las imágenes para editarlas se ponderan decisiones formales dictadas siempre por la materia misma: optar por un encuadre más ceñido; virar al blanco y negro y resaltar así un juego de sombras; inclinar la línea de horizonte en aras de una composición más balanceada; revelar texturas sutiles trabajando el contraste; acusar aún más la dirección cromática con que el parabrisas tiñó la luz de la mañana...
Cada imagen es la formalización visual de una experiencia. Secuenciado y paginado, el conjunto muestra una interpretación, tan íntima y parcial como radical y vigorosa, de una remota zona del planeta. Armar el presente libro dotó de hecho a un archivo con un sentido de proyecto, dio el impulso organizativo para destilar, en una secuencia de 58 imágenes, la esencia de un corpus fotográfico acumulado a lo largo de una docena de viajes.
Quiero que quede claro, me dice Sølve hacia el final de nuestro diálogo, que no pretendo pasar ni por un montañista ni por un explorador polar. Lo que resulta incontestable es que Sølve Sundsbø es muchos fotógrafos, todos de excepción, y que sus paisajes shot from the hip enriquecen todavía más la pasmosa amplitud de sus gamas.
British Columbia rescata, con los medios propios de la fotografía —y más particularmente del libro fotográfico—, el rescoldo subjetivo de una experiencia. Una experiencia trascendente de comunión con la naturaleza salvaje, una experiencia de libertad, ahora compartida.
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British Columbia de Sølve Sundsbø está editado por las ediciones Louis Vuitton en la colección Fashion Eye.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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