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Fue una vez más el don de gente de Carlos Torres, gran amigo pintor –un chihuahuense de París a quien debo encuentros capitales–, lo que me llevó a pasar en el hogar parisino de ‘los Mora’ una velada de resultados electorales.
Llegaba con retraso. Así que, asumiendo ya a Carlos arriba, compuse el sésamo digital que me permitió granjear la puerta, subí en ascensor, toqué el timbre.
—¿Sí? –abrió una mujer singularmente guapa, de cabello castaño y corto, ante quien vagamente me identifiqué. Me hizo pasar y me tomó de las manos una mediocre botella de vino, al tiempo que me comentaba que Miguel estaba descansando porque esa noche tenía que trabajar. Pero que me pusiera cómodo: no tardaría en salir. Me condujo al salón y, acto seguido, se excusó y se perdió por un pasillo.
Era, constaté con rubor, el primero en llegar –y no precisamente un invitado– en casa de perfectos desconocidos. En una mesa ya dispuesta había champán y algunas bandejas de sofisticados entremeses. “Mi tinto de seis euros va a desentonar”, me dije maldiciendo al amigo ausente. Pero ya ni manera de emprender la retirada.
Efectivamente, Mora no demoró. Entró a la estancia un hombrón apuesto, vital y franco, con la camisa blanca abierta tres botones. Me estrechó la mano con vigor. Me perdía yo ya en burdas justificaciones pero él supo ponerme cómodo a golpe de cordialidad y desenfado.
Yo había tenido tiempo, estando solo, de examinar la estancia y leer algunos de sus signos. Así que, bueno, como entrada en diálogo, elogié sincera e inocentemente un cuadro de pequeño formato que colgaba en la pared: una calle vacía, tejados de aleros contrapuestos. Luego resultó que aquella escena, por razones ajenas al estricto mérito artístico, era un punto nodal en aquel doble salón del 7ème Arrondissement...
Al poco sonó el timbre y entró, junta, la comitiva de invitados. Carlos, airado, me increpó:
—¡Si estás aquí, cabrón! ¡Llevo veinte minutos esperando en la acera!
(Carlos era, todavía en el 2012, refractario a los teléfonos móviles.)
Se conversó, se rio, y a mi vinito bon marché no se le puso reparo. Se descorchó champán –¡pop!– en la ventana.
Había un televisor encendido. Cerraba, lo he mencionado ya, la jornada electoral en Francia y de Miguel Mora, el corresponsal estrella, se esperaba el reporte, el dispatch, el análisis. En cuanto el conteo de votos pintó incontrovertible, Mora se retiró.
Detrás de la puerta-cancel de vidrios biselados que cortaba en dos la estancia Miguel tecleaba con celeridad, fumaba con ahínco. Dando por sentada su noche en vela, lo compadecí. La velada prosiguió sin él, grata y jovial: el abyecto y aborrecido sarkozismo se largaba al fin.
Cosa de una hora más tarde, la puerta-cancel se abrió y entró un tufo a tabaco. Ya estaba: Mora había enviado su despacho desde el frente.
¿Ya? Quedé atónito –¡a mí me toma media jornada atar dos tristes frases!
Miguel volvió a convivir y, con absoluta naturalidad, organizó la conversación, le forjó un cauce. (Al día siguiente, leí en internet la pieza en cuestión y quedé todavía más azorado. Y conquistado por la pertinencia, la precisión de análisis, el posicionamiento moral: su prosa clara y comprometida esclarecía mis propias, confusas intuiciones, les otorgaba contorno...).
Pocos días más tarde, Carlos me preguntaría si me quedaban ejemplares de mis libros. Mora le había escrito para decirle “tu amigo es un lindo y es un placer oírlo. Mándame sus escritos, que me apetece mucho leerlo”.
¿Un lindo? Sospecho que mi sentida apreciación del modesto lienzo mucho tuvo que ver en su temprana simpatía. Algo puse en un sobre y se lo hice llegar.
Corrió un par de años. Yo había trocado París por Barcelona, terminaba una primera novela, y acompañaba a mi mujer en la gestación de nuestro primer hijo. Me llegó un correo electrónico. Miguel me contaba que había trocado la Ciudad de la Luz por los Madriles, y que contaba jugarse la indemnización de dos décadas de servicio en la fundación de un nuevo medio digital. Estaba aliando sus tropas. Me invitaba a colaborar.
Me pareció, en tanto apuesta, quijotesca. Y así me gustan. (Padezco, como Augie March, el síndrome del perfecto recluta: ¿que hay que ir al círculo polar y nadie se apunta? ¡Sí, sí, vamos, vamos!; dicen que allá los cielos son la mar de bonitos...).
Al acuerdo de principio siguió una serie de fintas y tanteos, buscando definir qué podría yo hacer. Estábamos en el último trimestre del 2014 y el olfato de Miguel le permitía intuir en el tema catalán tiempos moviditos...
— Eres, en Barcelona, un recién llegado, completamente ajeno e imparcial ante todo el delirio catalanista. ¡Eres casi como un extraterrestre, vaya! ¡Mándanos cartas en las que te interrogues sobre lo que va sucediendo!
Respondí, como el célebre escribiente de Melville, I would prefer not to. ¿Con qué legitimidad meterme en la boca de lobo de un pleito del que nada sabía y cuyos códigos desconocía?
(Los correos de Mora me llegaban de una sospechosa dirección electrónica terminada en .to. También en .to terminaba el futuro nombre de dominio... –Se me dijo, nunca supe si en chanza o con verdad, que los servidores estaban albergados en el remotísimo reino polinesio de Tonga.)
En su retórica, Mora incluso mencionó, por espolearme, por soliviantarme, las Cartas persas del barón de Montesquieu.
No soy ni un periodista ni un intelectual. Soy escritor; artista si se quiere: todo lo que hago va, indefectiblemente, filtrado por el Yo. Terminamos por entendernos sobre una columna quincenal “de cosas del mundo”, formulación suficientemente trapichera como para soportarlo todo.
Así, para mediados de enero de 2015 se lanzó al ruedo el nuevo medio: CTXT. En éste, mis EVIDENCIAS comenzaron a buscar simetrías, a escudriñar los roces entre el Yo y el mundo, a volver con noticias de lugares remotos, siempre un texto acompañado de una imagen. A finales del mismo mes, con 3,6 kg. y 52 cm., nació en la Maternidad de Barcelona, mi primer hijo. En respuesta al faire-part de naissance, Miguel me envió su enhorabuena y me escribió, textualmente, “¡Larga vida al hermoso Darío! –Es el primer bebé CTXT ”.
Pese a las noches de insomnio y a los mil desatinos de un padre novato, conseguí ocuparme quincenalmente de, entre otras cosas, caricias a cóndores, del síndrome de Diógenes, de etnología aplicada, de la familia de los Tetraodontidae, de sierras japonesas, del arte cinético de Ernesto Mallard, de epifanías africanas, de la impresión 3D de un fósil de homínido, de negros en pateras, de besos a jirafas, de la narco-violencia mexicana, de todo lo que supone en Jerusalén amar, de los usos y abusos del machete, de la cajita de música XXL del hombre más rico de su tiempo, de Hervé Villechaize y su gemelo, de un brutal despojo boliviano del que fui partícipe, del curioso binomio erotomanía/caudillismo....
Poco a poco fui tejiendo en EVIDENCIAS el jardín de un librepensador. Lo cual no es otra cosa que aceptar que voy por libre y que esa libertad de temáticas, de tonos y de formas me la tolera y fomenta CTXT. [Agradezco aquí primero a Gloria, luego a Vanesa, y hoy a Amanda por la atención en el vertido de mis textos].
De improviso, algo funesto ocurrió: al filo de su primer cumpleaños, nuestro pequeñito fue diagnosticado con un raro y pérfido cáncer en los ojos. El torbellino de la clínica oncológica nos engulló, a mi niño, mi mujer y a mí, y el mundo se borró de mi horizonte. Absolutamente todo, en nuestras vidas, se detuvo. Vivimos día a día, acompañando a Darío en el más incierto presente. Lo más preciado que hubiera yo tenido jamás estaba –¡ay!– en juego.
Cuando en el túnel, tras meses de negrura, despuntaron tenues resplandores, recibí un mensaje de Miguel Mora. Miguel, sabiendo cuándo hacerse notar, había seguido el relato de nuestra vida en vilo gracias al puñado de cartas que escribí –con una honestidad que no me conocía– para tener al tanto del combate de Darío a nuestros seres más allegados. Mi columna en CTXT, claro, la había soltado –como lo había soltado todo. Miguel me instaba a hacer mis cartas públicas arguyendo, rotunda e inobjetablemente, que esos partes de vida eran “documento de utilidad pública” y debían ser publicados. Matiana –mi compañera– y yo lo debatimos. Nuestra historia, acaso, podría servir a otros. Partidarios de una economía del don, accedimos. Bajo el título RETINOBLASTOMA, Partes de vida, las cartas aparecieron seriadas en la revista. [Las preparó Vanesa Jiménez –beso su mano– con un tacto exquisito].
Su recepción por parte de la comunidad lectora de CTXT resultó conmovedora: se enamoraron de un valiente niño de palabras, de “un titán en pijama de barquitos”, y su amor nos ayudó, a nosotros, a sanar. Un titular, en portada, anunció: Parte de vida 12, y último. ¡Darío está curado! Mi gratitud hacia los lectores que se asomaron a nuestra alma más deshilachada y nos manifestaron su empatía es simple y llanamente inconmensurable.
Salir del aislamiento, volver a echar a andar los motores de la vida activa no resultó sencillo. Al seguimiento terapéutico se sumó un nuevo embarazo, un nuevo parto, un bebé delicioso llamado Diego (9-10-10 en el test de Apgar). Un solecito que ensanchó sanamente, de triángulo a cuadrado, la figura geométrica de nuestra pequeña familia.
Muy de cuando en cuando, llegaba un mensaje de Miguel – “¿Ya? ¿Vuelves?”–, que yo dejaba pasar sans suite, extenuado e incapaz de reconciliarme con mi credo, el mandato panteísta de Spinoza: ¡Contempla el mundo!
Sólo recientemente conseguí hacerlo. A lo largo del verano pasado, CTXT publicó el que es, sin duda, uno de mis trabajos más ambiciosos, la largamente pospuesta CRÓNICA DE LA GRAN DEGOLLINA: La Tabaski en Guet N'Dar, un canto de amor (visual/textual) por cierta África negra, en el que ensayo una nueva manera de narrar. No escatimé ni vísceras, ni sangre. Tampoco moscas. Ya después, me he podido ocupar, pêle-mêle, de la incidencia de la crisis política catalana en los grafitis de mingitorio, de pillaje y nostalgia (y del cráneo de un okapi), de mi pánico a la mendicidad, de las visiones de un esquiador-fotógrafo, de un sismo siciliano y su corolario en el land art del siglo XX...
Al elaborar este rápido inventario de las obsesiones que me dibujan, me salta a los ojos que mi espíritu es el de un comparatista. Creo, como afirma Leonard Bernstein en el arranque de sus Charles Eliot Norton Poetry Lectures (1973), que “la mejor manera de llegar a conocer algo es en el contexto de otra disciplina” y no puedo sino agradecer a CTXT que me arrope en mi cacareante singularidad de rara avis, mi revoltijo de entusiasmos...
No voy a tratar de definir el espíritu contextatario –si están aquí es porque lo conocen y suscriben– pero sí quiero hacer constar, aunque huelgue decirlo, que CTXT es también un medio que me encanta leer –¡Ángeles Caballero!, ¡Ignacio Sánchez-Cuenca!, ¡Nuria Alabao!, ¡los editoriales!, ¡Guillem Martínez!, ¡Gerardo Tecé! Y que si CTXT hace un lema de su orgullo de llegar tarde a las últimas noticias, yo, por mi parte, me ufano de haber estado aquí, en posición de firmes, desde el número 0.
Antes de despedirme y de brindar, les comparto que, inquisitivo y rebosante de inteligencia, también Darío cumple 5 años en cosa de días. Goza, ¡como CTXT !, de estupenda salud.
Na zdrovye!
Fue una vez más el don de gente de Carlos Torres, gran amigo pintor –un chihuahuense de París a quien debo encuentros capitales–, lo que me llevó a pasar en el hogar parisino de ‘los Mora’ una velada de resultados electorales.
Llegaba con retraso. Así que, asumiendo ya a Carlos arriba, compuse el sésamo...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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