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Mientras en Corea del Sur, China o Japón el uso de mascarillas es completamente generalizado, en Occidente las autoridades sanitarias han relegado hasta hace poco su uso a un segundo y tercer plano. Sin saber nada o casi nada de ciencia, resulta bastante evidente que taparse la boca y la nariz permite a los portadores del virus no expandirlo y a los que no se han infectado no recibirlo. Sin embargo, los médicos de Occidente han pensado hasta poco que el uso de las mascarillas podía inspirar en sus usuarios un falso de sentimiento de seguridad que a su vez podía atrasar las medidas de distanciamiento social y cuarentena que han sido su verdadera obsesión. Ni siquiera los resultados alentadores conseguidos por Corea del Sur, que generalizó el uso de las mascarillas y el testeo masivo, hizo retroceder a los expertos de la OMS. Tampoco los hicieron dudar los resultados más bien mixtos que la cuarentena sin plazo ni límites, desnuda de mascarillas y con test restringidos, han conseguido en los países que han seguido al pie de la letra sus recomendaciones.
No ser nadie es imposible hoy en día, aunque ser alguien entre tantos que también lo son tampoco resulta fácil
Esa distancia cultural es lo primero que en un confuso ensayo señaló el pensador coreano-alemán Byung-Chul Han. Hay en esa diferencia cultural quizás algo que el propio filósofo hubiera podido ver si la alarma no lo hubiese movido a preocuparse tanto del fin o la permanencia del capitalismo. Este ha sido, por encima de cualquier otro, el siglo de las máscaras y de los velos. Lo ha sido porque también ha sido el siglo de los rostros. Facebook se llama la red social matriz. Como su nombre indica, Facebook es un ‘libro de rostros’. O es más bien un anuario escolar sin escuelas, donde nos mostramos, sonrientes o no, las más veces felices, otras preocupados. Este es también el siglo selfie, el autorretrato liberado de cualquier traba, en que uno no necesita que nadie te saque la foto frente a las pirámides o la Gioconda. Precisamente los asiáticos, en las ciudades de la Europa hoy en cuarentena, parecían ejercer en multitud ese cuestionable arte. Parecían no cansarse nunca de fotografiarse a sí mismos.
No ser nadie es imposible hoy en día, aunque ser alguien entre tantos que también lo son tampoco resulta fácil. Si todo el mundo tiene una cara que mostrar al mismo tiempo, ¿dónde queda la tuya en la multitud? Los rostros son iguales entre sí, pero hay algunos más iguales que otros. Esto lleva a los colectivos más olvidados, más reprimidos, a rebelarse contra el mundo del rostro fácil y cubrir el suyo de un velo, una capucha, un pasamontaña o una máscara como la de Guy Fawkes, el líder espiritual del movimiento Anonymous que conmovió las redes a principio de este mismo siglo reivindicando el anonimato como un arma de combate. El siglo XXI empezó en Francia justamente con una polémica nunca del todo resuelta en torno al derecho de las mujeres islámicas a llevar velo. Aunque luego la tiñó la histeria mediática, no era una polémica del todo vana. Tener o no tener un rostro propio que mostrar es quizás una de las ideas fundacionales del liberalismo moderno. La Revolución francesa, que sin embargo cortaba alegremente cabezas, se felicitaba por darle cara a los que hasta ayer no tenían rostro. El feminismo clásico siguió esa senda y quiso liberar a las mujeres de ser sólo un cuerpo que engendra deseo e hijos. Una generación, o varias, dieron la cara por sus hermanas y madres y abuelas escondidas tras todo tipo de velos, sombreros o pañuelos. Que unas muchachas jóvenes, nacidas y criadas en el país de la Revolución francesa, quisieran cubrirse por mandato de su religión (una religión que venía de Oriente), resultó para la sociedad francesa una ofensa sin límite. En el país de la libertad, la libertad misma, alegaron ellas, no podía impedirles la libertad de cubrirse si querían. El país de la libertad determinó que se puede ser libre de ser lo que uno quiera mientras los rastros faciales queden expuestos. El pudor debía invertir las reglas que lo cobijaban en el mundo antiguo: tu fe debía esconderse y tu cuerpo debía mostrarse.
Un adagio dice que sólo se cubre la cara el que tiene alguna vergüenza que esconder. Pero los legisladores olvidaron que el velo no es en el islam señal de vergüenza sino de orgullo. En consecuencia, no sólo ellas taparon sus rostros, también lo hicieron los perpetradores de los más distintos atentados en Europa. Ellos y también su ejército en Oriente Medio, ISIS o DAESH, cientos y miles de hombres que se reconocen entre ellos justamente porque han prescindido de la cara que los diferenciaba y separaba en el Occidente infiel. Los iconoclastas fundamentalistas intentaron con violencia y descaro que las imágenes, los espejos, los retratos fueran considerados una de las monstruosidades más demoníacas del paganismo. Al permitirlos, Occidente había cedido a la influencia de esos paganos que no merecía en sus cabezas ni respeto ni perdón.
Tener o no tener un rostro propio que mostrar es quizás una de las ideas fundacionales del liberalismo moderno
Por razones distintas pero complementarias, las capuchas, los pasamontañas de colores cada vez más vivos, fueron la marca de fábrica del octubre chileno. El feminismo de la cuarta ola reinterpretó ahí su propio velo como una liberación del rostro que el heteropatriarcado ha llenado de marcas de sumisión y deseo. Sin cara y con los senos al aire, no tenían las mujeres que responder a las viejas reglas del pudor. Tampoco tenían que responder ante el código penal que se basa justamente en la idea de que cada hombre es un rostro, un nombre, un número de identificación. Encapucharse es rebelarse contra ese código penal impidiendo que éste pueda diferenciarte del colectivo. Así el derecho a no ser identificado es quizás una de las luchas más comunes y profundas de una juventud que creció vigilada por las más distintas cámaras. Los estudiantes en Chile cubren con cintas adhesivas negras la cámaras de sus computadores para no ser vigilados. Nada se saca con explicar que las aplicaciones que usan, sin necesidad de sus rostros, ya tienen toda la información que necesitan. El rostro y su anulación sigue siendo la gran frontera de Occidente.
En Oriente, en cambio, el rostro no es sinónimo de individuo. O más bien el individuo no es sinónimo, como en Occidente, de derechos ni de obligación. O más bien sus obligaciones son con el colectivo que tiene el derecho supremo a exigirle todo a cambio de sólo pertenecer a él. En China o en las dos Coreas, nadie parece querer o necesitar ser único. O, como sugiere Byung-Chul Han, los coreanos han aprendido con la máscara a reconocerse con pocas señales. Después de todo —y esto ya es también cierto para Occidente—, en esta plaga los individuos importan sólo como estadística: número de muertos, de contagiados, de recuperados. Números y más números que aplanan o no la curva. Es esa curva el único rostro de la pandemia. Los que mueren lo hacen en silencio y soledad, sin fotos ni testigos, lejos de toda imagen o ritual. La naturaleza misma de la pandemia de la covid-19 hacía que la OMS estuviera llamada a perder la batalla de la mascarilla que testarudamente emprendió, quizás porque lo que perdía era mucho más que una simple medida sanitaria más. El rostro como señal de humanidad en que nos encontramos con el otro se convierte, como en el Irán del Ayatollah Khomeini, en algo perfectamente privado que compartimos sólo con los seres queridos a través del internet. En público nos obligaremos cada vez más a cubrir esa vergüenza que son nuestros labios y nuestras narices. Narices y bocas que son los órganos principales del placer humano. Taparrabo del verdadero rabo que no es otro que olor y el sabor por los que empezamos a pecar mucho antes que cualquier otro pecado.
Es más o menos seguro que no nos uniremos en comunas utópicas sino en utópicos satélites perfectamente separados los unos de los otros
Por motivos de salud perfectamente razonables, el pudor oriental vencerá al impudor de Occidente. Los ojos y sólo los ojos podrán decir todo lo que el resto de la cara se verá forzado a callar. Quizás el capitalismo no muera, como afirma el filósofo coreano, quizás sólo acentué su depredadora carrera liberándose de los obreros y trabajadores que le molestaban, manteniendo a teledistancia sus necesidades y demandas. Pero el culto del individuo que era su motor ha quedado severamente averiado por la plaga. Es más o menos seguro que no nos uniremos en comunas utópicas sino en utópicos satélites perfectamente separados los unos de los otros, en los que nuestras bocas no se mantendrán del todo cerradas pero sí cubiertas, o veladas al menos, y no se oiría tan fuerte. El dinero no tendrá olor, como no lo tiene hoy (non olet), pero tampoco lo tendrán sus consecuencias. Sin boca que besar, el deseo promete –en una nueva era austera y pobre– ser otra cosa de lo que fue cuando a cara descubierta éramos tan perfectamente descarados. El capitalismo, que ha apostado su todopoderosa fuerza en todas las posibilidades del deseo, tendrá que mutar en otro que se base en la única parte del rostro que quedará libre: los ojos. Esto ya es un hecho cierto, los restaurantes quebrarán en masa a la salida de la cuarentena y las perfumerías poco sentido tendrán cuando trabajamos a una distancia que no nos obliga a oler al otro. Sólo lo visual aún puede comprarse o venderse. La revolución de la que esta interminable enfermedad es sólo el detonador logrará que Occidente renuncie a su bien más preciado, que es la posibilidad de desnudar el rostro, que es la primera parte de desnudar el cuerpo. En poco tiempo más, las estatuas de las diosas y los dioses griegos en los parques nos parecerán poderosamente inútiles. Seremos otros hombres y otras mujeres debajo de la mascarilla que nos proteja del peligro infinito que el otro representa. El pudor habrá dejado de ser un sentimiento para volver a ser lo que fue en los tiempos remotos: una obligación religiosa. Una obligación que nos liga y religa a los demás. Entonces la lejana ciudad de Whuan no habrá sólo transmitido un virus que tarde o temprano sabremos domesticar, sino una forma de domesticar esas pasiones que nos hacían ser lo que éramos cuando nuestros labios cometían en público la imprudencia de mezclar lengua y saliva con otra boca.
Mientras en Corea del Sur, China o Japón el uso de mascarillas es completamente generalizado, en Occidente las autoridades sanitarias han relegado hasta hace poco su uso a un segundo y tercer plano. Sin saber nada o casi nada de ciencia, resulta bastante evidente que taparse la boca y la nariz permite a los...
Autor >
Rafael Gumucio
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