redes reaccionarias
La internacional antigénero (y III): el sistema político internacional y el género como “colonización ideológica”
En esta serie proponemos una investigación sobre los agentes transnacionales que se articulan a partir de las cuestiones de género y sus formas de funcionamiento
Nuria Alabao 21/01/2025
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En el primer artículo de esta serie radiografiábamos a los principales actores que impulsan las guerras de género; en el segundo, sus formas de actuación a la hora de enfrentarse a la adquisición de nuevos derechos para las minorías. En este último, analizaremos su intervención en el sistema internacional de derechos humanos.
La oleada de nuevas extremas derechas, y sus contrapartes religiosas, ha encontrado un contexto favorable para confrontar buena parte de los consensos oficiales en política internacional. Con todas sus diferencias internas, estos actores se han opuesto a la promoción del sistema de derechos humanos –sobre todo de aquellos asociados con las conquistas feministas y las luchas LGTBIQ+– e incluso, a la necesidad de instituciones internacionales –que puedan sancionarlos cuando vulneran derechos–. En el plano económico, muchos de ellos también se oponen a algunos aspectos de la globalización económica, aunque en ocasiones parezca más una mera apuesta retórica. Andrea Pető, historiadora de la Universidad Centroeuropea de Budapest, describe el surgimiento de estos grupos como “una respuesta nacionalista neoconservadora a la crisis del orden mundial neoliberal global”.
La derecha radical ha encontrado otra manera de reforzar sus propuestas asociando la lucha contra “la ideología de género” con la identidad nacional y el soberanismo
La única internacionalización que propugnan es la que puede impulsar su agenda, ya sea política o religiosa. Precisamente, las cuestiones de género pueden serles útiles para el cuestionamiento de algunos de los aspectos positivos de la globalización como la promoción de determinados derechos, por ejemplo los que tienen que ver con la aceptación de las disidencias sexuales y su igualdad legal, el derecho al aborto o la lucha contra las violencias machistas. Aquí tratan de asociar los malestares producidos por las consecuencias de la propia globalización neoliberal –deslocalizaciones, retirada del Estado del bienestar, empobrecimiento, etc.– al avance de estos derechos para provocar rechazo. Así, los movimientos de derecha radical han encontrado otra manera de reforzar sus propuestas nacionalistas y movilizar el descontento social, asociando la lucha contra “la ideología de género” con la identidad nacional y el soberanismo.
En sus discursos, las élites globales que “imponen su agenda de género que atenta contra nuestros valores” son también responsables de la deslocalización de fábricas, de que “nuestros agricultores o pescadores tengan que competir con los trabajadores de otros países”, etc. Esta estrategia es funcional para desviar las ansiedades sociales o el sufriendo provocado por las malas condiciones de vida, de manera que la opresión económica o la situación de subordinación se vincula con una supuesta imposición de valores progresistas. “Las nuevas fuerzas antiliberales unen élites culturales y económicas liberales, con lo que crean la sensación de que esas élites liberales no solo quieren quitarte el sustento en términos económicos, sino que también quieren cambiar tu vida privada y convertir a tu hijo en un chica. Este sentido de victimismo, de cólera justa, tiene un poderoso efecto movilizador”, en palabras de la socióloga polaca Elżbieta Korolczuk.
Se reivindica la capacidad de decisión de los países contra los instrumentos del derecho internacional que se consideran “abusivos”
Cuando las derechas radicales hablan de élites en el poder incluyen a organizaciones internacionales como la ONU y la Unión Europea u otros organismos que dicen velar por el respeto a los Derechos Humanos y que se oponen a la agenda ultraconservadora; pero también a corporaciones globales como Amazon, Google y Microsoft; ricos empresarios como Bill Gates o Georges Soros; y organizaciones no gubernamentales como la Asociación Internacional de Lesbianas y Gais. Se reivindica la capacidad de decisión de los países contra los instrumentos del derecho internacional que se consideran “abusivos” y se acusa a instituciones internacionales o lobbies privados como la Open Society Foundation de tener un papel central a la hora de forzar a los países más pobres a aceptar leyes y regulaciones con contenidos morales contrarios a sus “esencias nacionales” a cambio de apoyo y dinero. Estos argumentos se sostienen, sin embargo, en un hecho cierto, ya que los organismos internacionales como el FMI o el Banco Mundial, efectivamente supeditan el acceso a préstamos al cumplimiento de unos estándares en cuestiones de género, algo que sucede con bastante intensidad en África. Y ya conocemos como estas instituciones internacionales han supeditado estas “ayudas” a la implementación de una agenda neoliberal de privatizaciones, liberación y explotación de recursos de tipo neocolonial que ha dejado un reguero de sufrimiento detrás, lo que pavimenta el camino para el arraigo de estas ideas.
De esta manera, los discursos contra la “ideología de género” pueden presentarse como antielitistas, como defensores de la gente común, que solo quiere sacar adelante a su familia, la gente normal oprimida por una clase dirigente liberal responsable de su falta de expectativas vitales o de su situación económica: los mismos que pagan el precio de la globalización. Esto permite a partidos y políticos –incluso a algunos en el gobierno y tan poco “socialistas” como Trump– conservar un aire de “antisistema” o cierta pretensión de defensores de la gente humilde frente a los peligrosos colectivos feministas/LGTBIQ+, financiados por oscuros intereses globalizadores. Esto ocurre también en lugares como Polonia o América Latina donde el feminismo nunca ha sido demasiado influyente políticamente –donde luego, no ha sido una ideología del poder o de la élite política–. Así, el discurso antigénero se ha convertido en un nuevo lenguaje conservador de resistencia a la globalización neoliberal.
Por supuesto, esta estrategia de poder es funcional para la sujeción del orden y la legitimación de determinadas jerarquías sociales y políticas. Por tanto, tratan de imponer una comprensión alternativa del orden mundial en el que los derechos de ciertos grupos tengan prioridad sobre otros y de intervenir en los organismos internacionales para promover leyes y discursos favorables a esta concepción. Esta propuesta encaja perfectamente en un nuevo orden globalista iliberal integrado por naciones fuertes que necesitan defender su soberanía en cuestiones “culturales” mientras protegen sus raíces rechazando, o tratando de expulsar, a aquellos que no encajan en su visión de lo que debería ser una Europa cristiana, según Dorit Deva y Felipe G. Santos.
La instrumentalización de los Derechos Humanos y la ONU como campo de batalla
Los estrategas de ultraderecha comenzaron a ver a la ONU como un espacio de intervención fundamental a partir de las Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de la ONU en El Cairo (1994) y en Beijing (1995) que fueron determinantes para el avance en cuestiones de justicia reproductiva y se construyeron sobre un discurso de derechos humanos y derechos de las mujeres. Ya en los 2000, también se impulsaron legislaciones en favor de las personas LGTBIQ+, como por ejemplo en los Principios de Yogyakarta –2006–.
A pesar de estos avances en derechos, hay que señalar que después de la victoria de Washington en la Guerra Fría, estas conferencias de la ONU contribuyeron a obtener el consentimiento para una agenda socioliberal sobre la población (El Cairo, 1994) y el género (Pekín, 1995), según Susan Watkins. “Desde un punto de vista discursivo, el enfoque antidiscriminatorio y la ‘incorporación al mainstream’ habían vencido a las propuestas para la emancipación de la mujer mediante un orden socioeconómico más igualitario”, señala Watkins. Aunque los avances en educación superior han sido muy importantes en China, Oriente Próximo y América Latina, los cambios atribuibles a la agenda feminista global se han concentrado en gran medida en los intereses de lo alto de la pirámide social. Así, los derechos humanos y de las mujeres no son instrumentalizados únicamente por las fuerzas neoconservadoras, sino que existe una larga historia en EEUU y Europa de justificaciones que, amparándose en la supuesta defensa o promoción de estos derechos, ha impulsado unos intereses geoestratégicos o económicos propios, tratando de imponer el modo de vida occidental y haciéndolo inseparable del capitalismo.
Los cambios atribuibles a la agenda feminista global se han concentrado en los intereses de lo alto de la pirámide social
Más allá de la ambivalencia de este marco político, en la batalla dentro de los organismos internacionales, históricamente la Santa Sede ha sido un agente fundamental. Acompañada de otros agentes antigénero, comenzaron a intervenir en los organismos internacionales que anteriormente no habían sido considerados un terreno de batalla prioritario. Los conservadores estadounidenses durante mucho tiempo mantuvieron actitudes de recelo o de abierta hostilidad hacia las Naciones Unidas, pero eso empezó a cambiar en la década de 1990.
“Es hora de llevar a las Naciones Unidas y a otros escenarios internacionales la verdad compartida de la Historia... Es hora de trasladar esta visión de la familia como la unidad social fundamental al corazón mismo de las deliberaciones internacionales, para que pueda guiar la creación de leyes y políticas públicas en nuestras respectivas naciones”. Esto dijo Allan Carlson, fundador del Congreso Mundial de la Familia en 1999. Si la ONU había sido un adversario para los fundamentalistas, la nueva estrategia iba a tratar de influir desde dentro. Para ello, se empezó a usar el lenguaje del enemigo, que antes se rechazaba, el de los derechos. La palanca la encontraron en el artículo Artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que declara: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. La lucha fundamental desde entonces ha sido definir qué cabe y que no dentro del concepto de familia, quién puede puede formar una legítimamente y cuál debería ser su relación con el Estado. De hecho, mediante “la defensa de la familia no solo se oponen al matrimonio igualitario o la adopción por parte de parejas del mismo sexo, sino que este marco ha devenido un pivote central para las versiones más ultras que quieren fijar a las mujeres a los roles tradicionales en el hogar y la reproducción social.
Como ejemplo de estas intervenciones, en el 2020, la administración Trump creó una plataforma, el Consenso de Ginebra, donde participaban algunos de los gobiernos ultraconservadores, y que tenía el objetivo de ganar los debates del sistema internacional de derechos humanos sobre estas cuestiones relacionadas con el género y la familia. Sus primeros socios en esta cruzada fueron Polonia, Hungría y Brasil. El documento final, que asevera que “no existe el derecho internacional al aborto” y despliega toda la retórica familiarista ultra, fue firmado por 36 países –de los 193 estados miembros de la ONU–. Con la derrota de Trump, el gobierno de Joe Biden abandonó la plataforma a la que sin embargo, se unió posteriormente Rusia. Hoy, es muy probable que la reconquista trumpiana del gobierno norteamericano lleve esta guerra contra el género en la ONU a nuevas cotas.
En el primer artículo de esta serie radiografiábamos a los principales actores que impulsan las guerras de género;
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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