Señales de humo
El delator
Ana Sharife 3/04/2020
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Delatar al prójimo es de los actos más abyectos que puede cometer el ser humano. Con frecuencia, una acción ejecutada por la mano de quien menos se espera, alguien que ejerce el papel de víctima, aliado e incluso negociador. Hombres que se convierten en jueces y verdugos de sus vecinos, en murallas para otros hombres, o que venden a sus países y a sus compatriotas para enriquecerse o perpetuarse en el poder.
Para Dante, el delator era merecedor del último círculo del infierno, para Cicerón “una nación puede sobrevivir a sus locos y hasta a sus ambiciosos; pero no puede sobrevivir a la traición desde dentro. Un enemigo que se presente frente a sus muros lleva sus estandartes en alto; pero el traidor se mueve libremente dentro de los muros, habla con un acento familiar”.
Cuando la peste llegó a Francia, cuya población pasó de diecisiete a ocho millones, antes de morir los cristianos asesinaron a millares de judíos a quienes hacían responsable del mal
El delator contempla apaciblemente cómo devoran al prójimo y todavía acude hasta el sacrificio con el goce de la curiosidad. Cuando Jean Marteilhe llega a Marsella, después de haber atravesado toda Francia encadenado, dice: “Era el final de la ruta lo que me había hecho sufrir más que durante los doce años procedentes en la prisión y durante los años siguientes en las galeras” (Mémoires d'un galérien du Roi-Soleil). Era un gran criminal. Su culpa: no estar de acuerdo con la Iglesia sobre la exégesis de la epístola a los romanos y de la epístola a los gálatas.
Durante la Inquisición española las listas de herejes se colgaban en las puertas de las iglesias, al tiempo que se solicitaba a la “gente de bien” que delatara a sus vecinos. La mayoría de las víctimas eran mujeres de bajos recursos, solas o viudas acusadas de herejía, homosexuales y falsos conversos (judíos y musulmanes que fingieron hacerse católicos, pero mantuvieron sus ritos a escondidas).
Cuando en 1300 la peste llegó a Francia, cuya población pasó de diecisiete a ocho millones de habitantes, antes de morir los cristianos asesinaron a millares de judíos a quienes hacían responsable del mal. De nuevo, la religión como proyección de los fantasmas humanos y el hombre como juez de todas las cosas y depositario de la verdad.
Lo sabía Cervantes. Después de que Don Quijote librara a los condenados que iban a galeras de manos de sus guardianes, los presos se volvieron contra él, le apalearon y le despojaron de lo poco que poseía. “Siempre he oído decir, Sancho, que hacer bien a villanos es arrojar agua al mar”, le dijo apenado el hidalgo caballero.
En 1766, el Parlamento de París condenó al caballero de la Barre, un muchacho de 19 años, por blasfemo y le impuso pena de tortura, muerte por decapitación y quema en la hoguera junto con un ejemplar del Diccionario filosófico de Voltaire. Tras asistir al suplicio de la Barre, Voltaire, que tuvo conocimiento el mismo día de la ejecución, confiesa que esa barbarie le obsesiona día y noche. “¿Cómo es posible que el pueblo la haya soportado?”, se pregunta.
El delator es una figura mediocre que cobra protagonismo bajo los estados totalitarios
Lo sufrió Napoleón cuando escribe en sus memorias “si la historia tiene un traidor, este sin duda es Fouché”. El político francés se hizo amigo de los amigos y de los enemigos de Bonaparte. No tuvo inconveniente en cambiar de opinión y defender causas opuestas y contradictorias. Cuando Napoleón es derrotado en la batalla de Waterloo, Fouché, el genio tenebroso (Stefan Zweig) le ofrece el trono a Luis XVIII a cambio de un puesto en su reino como ministro de la policía. Para el escritor austriaco “es el ejemplar perfecto del político, es decir, un hombre absolutamente inmoral”.
El delator es una figura mediocre que cobra protagonismo bajo los estados totalitarios. La Gestapo animaba a los vecinos a delatar a los críticos con el régimen nazi. Judíos, extranjeros, gitanos, homosexuales, comunistas, marginados sociales, cristianos e intelectuales de izquierda fueron los principales objetivos.
En 1939, en el contexto de los meses inmediatamente posteriores a la ocupación franquista, el régimen sumó a la población civil a su aparato represor a través de un edicto que ordenaba delatar a contrarios a la dictadura, sobre todo si tenían propiedades a su nombre. La represión que se llevó a cabo fue muchas veces por cuestiones personales. Vecinos que, movidos por la envidia o la venganza, señalaban al vecino.
Todos los imperios han recurrido a la figura del delator para construirse o mantenerse. En 480 a.C. los persas únicamente pudieron superar a los espartanos valiéndose de un traidor
Todos los imperios de la historia han recurrido a la figura del delator para construirse o mantenerse. En 480 a.C. los persas únicamente pudieron superar a los espartanos valiéndose de un traidor: Efialtes, un pastor griego que traicionó al rey Leónidas ayudando a Jerjes I a encontrar otra ruta alternativa al paso de Termópilas. Y Brutus traicionó a su protector. Tras apoyar a Pompeyo en la guerra civil que sostenía en su guerra por el poder de Roma, no sólo obtuvo el perdón del Julio César, sino que le adjudicó el gobierno de la Galia Cisalpina y lo propuso como pretor de Roma. De ahí, su tristeza al verle envuelto en los idus de marzo. “¿Tú también, Brutus?”.
Roma sí paga traidores
"El soborno cierra los ojos de los sabios y corrompe las palabras de los justos", dice el Antiguo Testamento. Sin embargo, Roma recurrió al soborno para ganar sus batallas, también para que las tribus árabes abandonaran a Zenobia (268 - 272), reina del Imperio de Palmira, y acabar así con su rebelión.
Zenobia se convirtió en una extraordinaria estadista. Sus campañas militares le permitieron crear un imperio que abarcaba todo el Asia Menor e incluso Egipto, del que se proclamó reina acuñando monedas con su nombre. Embelleció Palmira con una avenida custodiada por grandes columnas corintias, la llenó de hermosos templos, monumentos, jardines y edificios públicos. Las murallas que rodeaban la ciudad tenían 21 kilómetros de circunferencia adornada de cientos de estatuas de héroes y benefactores. La población llegó a superar los 150.000 habitantes.
Zenobia fomentó las artes y la filosofía. Entre sus colaboradores destacaban Apolonio de Tiana y el célebre filósofo neoplatónico Casio Longino, entre otros, pero su protegido fue Pablo de Samosata, uno de los más importantes teólogos de la época, cuya escuela fue desarrollada por su discípulo Arrio, fundador del Arrianismo.
Aureliano, subido al trono en el año 270, decidió emprender una campaña militar contra ella. Conquistó Egipto y lanzó sus fuerzas hacia Siria. Tras varias batallas fue derrotada en Emesa (actual Homs) y sitiada en Palmira, de donde escapó en camello con la ayuda de los sasánidas, hasta que fueron derrotados en el río Éufrates por los jinetes de Aureliano.
Cuenta la historia que ya sin soldados, Zenobia siguió cabalgando y sólo fue abatida cuando lograron cortarle la última pata a su camello. Y cuenta también que el emperador Aureliano admirado por su valentía se acercó hasta ella, la recogió del suelo y se la llevó presa junto a él, permitiéndole llevar su diadema imperial y sus joya. También ató sus manos a unas cadenas de oro y diamante que dos esclavos le ayudarían a sostener. Una vez en Italia la liberó, otorgándole una villa en Tibur (actual Tívoli), donde Zenobia se convirtió en una filósofa destacada de la alta sociedad, viviendo como una romana más.
Zenobia, la estadista que puso contra las cuerdas al imperio persa y romano sólo fue vencida tras una traición.
Delatar al prójimo es de los actos más abyectos que puede cometer el ser humano. Con frecuencia, una acción ejecutada por la mano de quien menos se espera, alguien que ejerce el papel de víctima, aliado e incluso negociador. Hombres que se convierten en jueces y verdugos de sus vecinos, en murallas para otros...
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Ana Sharife
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