NORMALIDAD EDITORIAL
La virtud del entusiasmo
¿Cómo se pasa de una esperada promoción y del inminente ruido mediático al forzado silencio de estar confinado?
Elizabeth Duval 8/05/2020
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¿No deberíamos los escritores movernos bajo estrictas máximas de racionalidad, criterios tecnocráticos, leyes de un gobierno hipotético de los mejores, consignas suministradas por las máximas autoridades competentes de la República de las Letras? Recurrimos, quienes recurrimos a algo como último recurso (por culpa del silencio, por culpa del desgobierno), a los agentes, las editoriales, el mercado, las llamadas, las previsiones y los planes quinquenales: ¡qué sería de nosotros sin lo real! Así, puede un día mi agente llamarme para sugerir que retrase la publicación del ensayo que preparo a 2021, porque ni el mercado ni los lectores son capaces de absorber tres libros en un año (¿acaso son esos tres libros siquiera meritorios del papel requerido para imprimirlos?), y yo estar completa y absolutamente de acuerdo; consciente, qué remedio, de que en 2021 estaré pensando en todo salvo en los libros que saldrán ese año, obsesiones que ya me habré sacado de la cabeza una vez plasmadas en el papel y a las cuales, en el mejor de los casos, no querré añadir ni una coma, pero convencida de que las minutas, las fajas y las liquidaciones del futuro serán mejores; y la hierba más verde, y los pájaros piarán más y más felices en Twitter punto-com. Vence el mercado. Los (mis) libros de este año ya me aburren: ¿qué clase de persona querría pasarse días enteros de su glorioso 2020 respondiendo a entrevistas sobre lo que escribió entre 2018 y 2019, sobre su vida entonces (si es que ambas instancias temporales comparten algo más allá del nombre, la biografía, si no son naves de Teseo), sobre sus intenciones? ¿De dónde sacar un poquito de entusiasmo?
Del confinamiento no, desde luego. Las llamadas por teléfono con el periodista de turno son tediosas y el teletrabajo es un instrumento de tortura virtual consistente en tres estacas; aquello de David Graeber sobre los bullshit jobs revive bajo el barniz de las “actividades no esenciales”. Responder a las mismas preguntas una y otra vez –“Oye, ¿cómo te atreves a meterte con Paul B. Preciado?”, “¿Qué interés tiene la autoficción hoy en día” (poco, ya lo se digo yo), “¿Cómo convives con los trolls de Twitter?”– se parece –atención, lugar común– a la gota china. Distan enormemente las aspiraciones de las estrellas del reggaetón (por revitalizar el ya envejecido sintagma “las estrellas del rock”; yo aquí pienso en Bad Bunny) de las pasiones que puedan poseer a cualquier presunto literato –o literata, porque en estas líneas hablo de mí–: no quiero un baño de aplausos, un masaje de la crítica, unos vitoreos en la plaza pública, pensar que a mí se dirige la vigésimo tercera reedición de aquel single del Dúo Dinámico retransmitido día tras día por los balcones patrios. Abrir una novela ambientada entre 2018 y 2019 es abrir una ventana al pasado inmediato, a lo ajeno; ¿qué clase de día es ese en el que se podía aún salir a tomar unas cañas, fumar en las calles de París, estar triste y deprimirse por las relaciones humanas? Un retrato de época que ha envejecido muy rápido y del cual poco puedo decir desde mi cuarto.
Podemos pensar felices que, después de esto, recuperaremos una cierta normalidad –la crisis es el nuevo modus vivendi de los países del sur, ¡a ver si aprendemos de una vez las lecciones de Alemania y los Países Bajos!–; alternativamente, como plantean algunas bellísimas plumas de nuestro panorama nacional, que dicen no atreverse a describir un futuro posible y anuncian a la vez que “esto marcará un antes y un después” (gracias, Capitán Obvio), creer que tras esto llegará algo radicalmente distinto, como cuando después de años de miopía no diagnosticada te colocan por primera vez unas gafas que le ponen un filtro HD a la vida. Ni una cosa ni la otra, no será para tanto.
Abrir una novela ambientada entre 2018 y 2019 es abrir una ventana al pasado inmediato, a lo ajeno. Un retrato de época que ha envejecido muy rápido y del cual poco puedo decir desde mi cuarto
Tendríamos que empezar a pensar en 2020 como un año cancelado. Hoy recibo un correo de un congreso de filosofía que pospone mi debate con otra relevante figura de la intelectualidad en la veintena a la última quincena de junio. ¡La última quincena de junio! ¿Y qué saben ustedes, ilustrísimos organizadores, de las medidas de distanciamiento social que habrán de sostenerse hasta entonces? ¿Creen de verdad que podrán llenar, una vez entrado el veranito, una sala de jóvenes preparados para ver en vivo lo mismo que podrían ver por YouTube, o es esto poco más que pensamiento mágico? Tengo la agenda de septiembre, octubre y noviembre llena, ya no hablemos de ferias del libro ni de presentaciones ni de las fiestas ni de lecturas ni de festivales de poesía: me agobio preventivamente. Firmaría el primer manifiesto que se me presentase con la intención de tachar este año de nuestro calendario y empezar el auténtico 2020, el verdadero 2020, el majestuoso 2020 en 2021, como un segundo intento, ¡una oportunidad de hacer las cosas mejor! Vamos a darnos todos un respiro.
Se abrirán los almacenes y llegarán a las librerías todas las novedades acumuladas, poco a poco; cambiará inevitablemente la imagen y existencia de la industria editorial, de cómo se fabrica la cultura; cambiarán las universidades arrastradas por su fracasado coqueteo con la educación a distancia, virtual, aquellos sueños del neoliberalismo salvaje para los cuales ni sus propios amos son capaces de asentar la primera piedra.
Firmaría el primer manifiesto que se me presentase con la intención de tachar este año de nuestro calendario y empezar el auténtico 2020, el verdadero 2020, el majestuoso 2020 en 2021
¿Qué edificar de todo esto? Está claro que Reina no tiene vocación de best-seller, no se preocupen sus majestades de las grandes superficies. ¿Habré perdido dinero? Sí, claro, dinero hipotético, dinero imaginario, moneda ficticia: pero este intercambio (el de la intimidad por valor económico, por liquidaciones) ya es algo criticado dentro del libro. Si los escritores debiéramos movernos por estrictas máximas de racionalidad, permítanme proponer esta: el goce al fabricar la obra propia, el esmero y el cuidado en nuestras producciones, la difusión de los textos por el valor en sí mismo de escuchar lo que otros tengan que decir, lo que se quiera discutir, los caminos que aparezcan, las palabras propias y ajenas.
Ahora que no se puede hablar de nada más que de la pandemia, qué alegría que algunos hablen de mis textos. Significa que tienen un interés, que pueden tenerlo sin ocupar el foco, sin ser víctimas del espectáculo. Yo quiero hablar sobre Reina con gente que se lo haya leído. De la nula capacidad para encadenar reimpresiones, capacidad que por diversos factores el texto podría haber tenido bajo otras circunstancias, decido que no he de preocuparme: llegará a las manos de aquellos a quienes tenga que llegar.
Si nos disfrutamos, disfrutémonos genuinamente, leamos genuinamente y no por obligación, no por querer consumir un texto para tener algo que opinar, no porque no se esté hablando de otra cosa
Y algunos lo disfrutarán, otros llegarán a detestarlo (al libro, a mí, a todo lo que representa). Todo forma parte de un mismo juego. Esta es la virtud del entusiasmo: reírnos entre nosotros, leer, releer los libros que se nos habían acumulado —al menos quienes, desde una posición de privilegio, podemos hacerlo—, jugar a lo mejor al Animal Crossing y reunirnos, cuando se abran los primeros bares, para hablar. De libros, también. De alguna novela que ni siquiera será la mía: qué vergüenza obligar a los amigos al espectáculo poco honroso de los aplausos o, si se me permite, de la masturbación grupal. Si nos disfrutamos, disfrutémonos genuinamente, leamos genuinamente y no por obligación, no por querer consumir un texto para tener algo que opinar, no porque no se esté hablando de otra cosa.
Yo ahora estoy leyendo, sí, pero para compensar por lo poco que voy a leer nada más recuperemos algo de libertad. Querré salir, querré beber, querré abrazar y besar a mis amigos –aunque sea en sus pisos–, compartir ratitos de intimidad, querernos, celebrarnos. No por el valor de la productividad o por aquello que podamos aportar como mercancía. No hay que ser productivos en medio de todo esto. Me gustaría arrancarle el prefijo “auto” a la palabra “promoción”; me gustaría, de hecho, sustituir la palabra “promoción”: vamos a hablar, como en una enorme tertulia, de una comunidad de intereses compartidos. ¿Para qué sirve todo esto si no es para recordarnos que hay ciertas cosas de las cuales no podemos prescindir, ciertas formas de comunicarnos, ciertas tradiciones en disputa, que han vivido peores circunstancias y seguirán ahí cuando nosotros no estemos?
Pues brindo con entusiasmo por mis pérdidas de ventas, por las devoluciones, por lo que se quede en el tintero: lo importante será cuidarnos después de esta. Preparémonos para celebrar, a pesar de todo lo que vayamos a perder por el camino. Salgamos a querernos ocho veces más de lo habitual, démonos al otro hasta acabar exhaustos: que le jodan al ego; a mí de lo que me entran ganas, confinamiento mediante, es de disolverme en todos vosotros. Un abrazo enorme, lector virtuoso.
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Elizabeth Duval es escritora y activista trans.
¿No deberíamos los escritores movernos bajo estrictas máximas de racionalidad, criterios tecnocráticos, leyes de un gobierno hipotético de los mejores, consignas suministradas por las máximas autoridades competentes de la República de las Letras? Recurrimos, quienes recurrimos a algo como último...
Autora >
Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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