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Sobre literatura y ‘raza’ (III)

Entre García Lorca y el orientalismo doméstico

El poeta se sumergió en el imaginario andaluz y sacó de él una abstracción elitista, etérea de la imagen ‘gitana’

Helios F. Garcés 29/05/2020

<p>Federico García Lorca en un patio de la Alhambra. Circa 1922.</p>

Federico García Lorca en un patio de la Alhambra. Circa 1922.

Colección Fundación Federico García Lorca

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Había mil Federicos Garcías Lorcas, tendidos para siempre en el desván del tiempo[1]... García Lorca es una de esas figuras de la literatura clásica occidental del siglo XX que ocupan ya el lugar del icono y han dejado atrás el rol del mero autor. Admirado por muchos, mitificado y percibido como escritor–cliché por determinados sectores de la crítica, podemos decir que su sola silueta sigue despertando, aún décadas después de su brutal asesinato, la fascinación de siempre. Su fotogénica imagen, convertida en símbolo poético y, al mismo tiempo, en producto de consumo, descansa en el santuario de la cultura popular mediterránea, ocupando un lugar muy especial en la Andalucía romántica. Pero no solo eso. Federico García Lorca –o, mejor dicho, su envolvente aura– nunca pasa de moda y, aunque moleste, siempre está ahí, solícito, como parte ineludible del propio paisaje.

No hace mucho, parte significativa de la realidad a la que me refiero se dejaba intuir en la pequeña pantalla a través de la serie televisiva El Ministerio del Tiempo. En el capítulo de marras –cuya resonancia mediática provocó un aluvión de artículos sobre el escritor–, el protagonista de la trama acompaña a García Lorca al año 1979. Allí, en el marco de un escenario un tanto acartonado que emula un tablao flamenco, le muestra como Camarón de la Isla canta en directo su poema La leyenda del tiempo, single de un disco histórico, no solo para el flamenco sino para la historia de la música en castellano. “Entonces, he ganado yo, no ellos”, exclama coronando la escena. Y lo hace conmovido, como si se tratase de un poético ajuste de cuentas con la espantosa realidad que acabaría con su vida en el contexto de la sublevación militar fascista. Tristemente, esa imagen onírica de Lorca, emblema de un mundo cultural y vital arrasado por la sangrienta dictadura franquista reaparece durante un momento histórico difícil. Un momento que, asolado por la pandemia, mueve hacia la superficie del presente no ya los fantasmas, sino las sombras reales de la barbarie de 1936.

Al margen de la desfachatez mostrada por los nostálgicos del franquismo que han intentado instrumentalizar y seguir maltratando su memoria, con Federico García Lorca ocurre lo que con cualquier otro autor que pasa a formar parte del canon y del imaginario colectivo: su influencia, constatable más allá del tiempo y el lugar en los que le tocó vivir, rebasa lo previsible en términos no solo de estilo, sino de sentido. Asomarnos a facetas poco atendidas de un autor como García Lorca, a pesar de los riesgos imaginables, significa zambullirnos en una narrativa que trasciende al individuo de carne y hueso. Empero, Lorca es, subsumiendo lo anterior, síntoma legible de un tiempo, de una cultura y de una irremediable posición social. Su obra, su actitud e incluso su terrible asesinato, hacen de su memoria el símbolo de una sensibilidad. Y es en los claroscuros de esa sensibilidad preñada de alusiones al Otro en la que nos proponemos indagar –desde el respeto y el cariño sinceros por su obra– de manera tan solo introductoria.

Lo que Lorca llevaba dentro

“Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos: del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro…”, declaraba Lorca ante otra interesante personalidad de la Andalucía icónica, Rodolfo Gil Benumeya, en el año 1931. Ya había visitado Nueva York y El Romancero Gitano había sido publicado tan solo dos años antes provocando múltiples reacciones en la crítica. Una de las más persistentes, lo que le incomodaba profundamente, fue la de ser etiquetado como ‘gitano’ o como representante de cierto ‘gitanismo’. Todo lo cual no era más que una estrategia de desprestigio para presentarlo como poeta folklórico y provinciano. El también poeta y dramaturgo José Heredia Maya lo describiría de forma acertada: “A Lorca, en la comunidad literaria de entonces y, dado su éxito y su capacidad excepcional, los compañeros quisieron neutralizarlo de alguna manera poniéndole la etiqueta de gitano”.

En 1928, recién publicada la mítica obra, el escritor dejaría para la posteridad una de sus frases más célebres sobre el Romancero: “El libro en conjunto, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía, y lo llamo gitano, porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo, más aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza universal”. Más allá de discusiones ulteriores, es necesario aceptar que Lorca supo reconocer con una sensibilidad inusual en su tiempo el carácter central que la imagen gitana cumplía en la conformación identitaria de lo andaluz. Ahora bien, tras décadas de celebración machacona en torno a estas preciosas palabras que se han convertido en eslogan de las instituciones, nos aventuramos a insinuar que nuestro genial creador no hablaba tanto de un pueblo, sino de algo más abstracto, más ideal, menos real. Sin saberlo, y quizás movido por una reacción a la defensiva ante los intentos de presentarlo como poeta de lo pintoresco, Lorca se sumerge en el imaginario andaluz y saca de él esta abstracción elitista, etérea de la imagen ‘gitana’. Y esta imagen enaltecedora hecha a medida del deseo dominante es, sin embargo, la dimensión exótica de una ideología de la que él mismo, como andaluz, también fue víctima; una ideología que estaba y está en el ambiente: el llamado “gitanismo”.

Lorca supo reconocer con una sensibilidad inusual en su tiempo el carácter central que la imagen gitana cumplía en la conformación identitaria de lo andaluz

Según Miguel Ángel Vargas Rubio, el gitanismo podría definirse como una “compleja ideología que aparece en Europa bajo la forma de una moda cultural a ‘lo gitano’ a finales del siglo XVII cumpliendo un papel político fundamental en España y arraigando con especial fuerza en Andalucía. […] El gitanismo impone una visión sobre los gitanos, impone una imagen ‘gitana’ completamente alejada de la vida real de los gitanos a los que sin embargo influyó indeleblemente. Por un lado, la imagen de los gitanos como sumun de la picaresca y la indolencia, caricaturas esencialistas de la marginalidad. Por otra, la idea romántica, idealizada de esos gitanos de la verde luna, personajes casi fantasmales que han permeado el mundo del flamenco, del teatro y la literatura; todo ello ha terminado por imponerse como una realidad incontestable”.

Y he aquí lo interesante. Al ser preguntado, Federico advirtió, confirmando nuestra apreciación, que no se refería de ningún modo a “los gitanos sucios y harapientos, ni a esas gentes que van por los pueblos y roban”. Sorpresa. Probablemente estas duras afirmaciones no resultan tan enaltecedoras. Los gitanos que, con desdén elitista, nuestro autor llama ‘sucios y harapientos’ no son el ascua, ni guardan el alfabeto de nada. Y ‘esas gentes que van por los pueblos y roban’ cuya representación encaja en el mismo imaginario del que provienen los ‘morenos de la verde luna’ no son lo más elevado ni lo más aristocrático de Andalucía. No es necesario denostar a Lorca ni negar la belleza estética de su reivindicación –que gracias al hermoso Romance de la Guardia Civil le valió la animadversión visceral del cuerpo e incluso una amenaza latente de querella formal– para entender lo que realmente está en juego aquí. ¿Qué imagen ‘gitana’ sobrevuela la idealización romántica lorquiana?

¿Quiénes son esos estandartes de la verdad andaluza universal? ¿Son de carne y hueso? Responde Lorca: “Diez familias desde Jerez a Cádiz”. Es en esas diez familias selectas de un lugar aún más selecto del bajo Guadalquivir donde encontramos a la aristocracia poética andaluza. De nuevo es Heredia Maya quien da en la clave: “Él se acerca a lo gitano como elemento no marginal, sino como elemento folklórico, exótico”. Y es cierto que no quiso ser folklórico ni pintoresco. Pero también es cierto que el suyo no pudo dejar de ser un acercamiento exótico a la diferencia. Así lo confirman los relatos de sus viajes al Harlem neoyorkino, a Cuba, y así lo demuestra su precioso poemario filo-andalusí El Diván del Tamarit, cuestiones que quedan pendientes de análisis.

La retórica del mestizaje en el imaginario andaluz

Tal y como indicábamos, Lorca, tan solo fue preso de una forma de percibir el mundo cultural andaluz que era consustancial a su/nuestro ambiente, un ambiente que han respirado perfiles tan dispares y sugerentes como el de Pedro Antonio de Alarcón, el del mismo Rodolfo Gil Benumeya o el del enorme Blas Infante. Así, cuando Federico hablaba “del gitano, del negro, del judío, del morisco” que todo granadino lleva dentro, no inventaba nada, sino que se inscribía en una antigua narrativa sobre el ‘mestizaje’ que, de alguna forma, nos remite a parte del imaginario orientalista construido sobre Al Andalus. Y en torno a esta narrativa hay una tarea pendiente. Eric Calderwood demuestra en su imponente ensayo Colonial Al Andalus (2019), a través de una investigación fundamentalmente literaria, que la dimensión colonial del relato contemporáneo sobre Al Andalus se encuentra también en el legado intelectual del republicanismo español y del andalucismo histórico. Descolonizar un imaginario es, en primer término, no seguir fortaleciendo un discurso abstracto que tan solo potencia las ensoñaciones de quienes ocupan un lugar de poder. Y esa es, al mismo tiempo, una batalla cultural por la construcción crítica de imaginarios más rebeldes.

Descolonizar un imaginario es, en primer término, no seguir fortaleciendo un discurso abstracto que tan solo potencia las ensoñaciones de quienes ocupan un lugar de poder

La narrativa sobre el ‘mestizaje’ que se sigue desarrollando desde determinada literatura y desde ciertos productos culturales contemporáneos se ha convertido en una estrategia para encubrir jerarquías actuales de orden racial y diluir cualquier alusión a la diferencia: un clásico de manual presente en toda propaganda colonial. La idea del ‘morisco’ como algo diferente, más ‘nuestro’ y, por lo tanto, más elevado que el incómodo migrante magrebí que nos conecta con el colonialismo español en el Norte de África. La exaltación hipócrita de ‘el negro’ y ‘el judío’ como elementos netamente históricos que añaden colorido a nuestras ensoñaciones banales sobre el territorio que quisiéramos ser y no sobre el territorio de trabajo semi esclavo para africanos de nuestras excolonias que seguimos siendo. ‘El gitano’, como una sombra romántica que nos inquieta, repulsa y atrae y que, recluido en la periferia urbana, se yergue como un interrogante de nuestra relación con el pasado y su perduración en el presente. En todo caso, nos encontramos con abstracciones muy atractivas para quienes hacen de las identidades subalternas nichos de mercado artístico, pero desligadas por completo de las poblaciones a las que hacen referencia. De hecho, este discurso sobre el ‘mestizaje’ no cierra la puerta a la utilización de la diferencia por parte del liberalismo o del neoconservadurismo castizo.

Y a pesar de todo lo dicho, no concibo a García Lorca como alguien insensible a estos hechos. Todo lo contrario. Cierta voluntad de desprestigiarlo como si se tratara de un mero fraude me parece tanto o más perjudicial que aquella que consiste en mostrarlo como un militante comunista y anticolonial. La respuesta entonces puede estar en reconocer al Otro real y no negarlo imponiendo al Otro imaginado. Porque, ¿quién puede transformar su imaginario en norma, sino quien precisamente puede desmontar y crear al Otro a su imagen y semejanza? Este artículo se atascó en el texto hace ya un tiempo, por respeto a la memoria de Federico García Lorca. No por miedo a disgustar a sus fans, sino por temor real a ser injusto con un creador sensible y extraordinario cuyo cuerpo sigue desaparecido en las cunetas de Granada. Pues bien. Va en honor suyo. Porque lo cortés no quita lo valiente. Aunque esto no sea ni siquiera una cuestión de valentía, sino de pura y sana autocrítica.


[1] Federico García Lorca. Carta a Regino Sainz de la Maza.

Había mil Federicos Garcías Lorcas, tendidos para siempre en el desván del tiempo[1]... García Lorca es una de esas figuras de la literatura clásica...

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Autor >

Helios F. Garcés

Nacido en Cádiz (1984), es aprendiz de escribano.

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