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Tribuna

Pandemia securitaria

Es posible que nuestra relación con la crisis sanitaria tenga menos que ver con la solidaridad que con los mandatos de una moral de excepción basada en el miedo, la sumisión a la autoridad y la construcción del otro como amenaza

Pablo Pérez Navarro 4/05/2020

<p>La Guardia Nacional de Maryland (EE.UU.) dirige un vehículo hacia un control de Covid-19.</p>

La Guardia Nacional de Maryland (EE.UU.) dirige un vehículo hacia un control de Covid-19.

Sgt. 1st Class Michael Davis

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Como en las grandes revoluciones, la pandemia impone su propio calendario. De ahí que parezcan tan lejanas las protestas que, desde Hong Kong hasta Chile, pasando por Irán, Italia, Francia, Ecuador, Líbano o Haití, entre otros lugares, atravesaron el globo en 2019, exigiendo democracia, justicia distributiva o ambas cosas a la vez. El contraste entre las multitudes y las calles vacías se extiende como un velo vintage sobre el recuerdo de los levantamientos populares y, también, sobre los estados de excepción declarados para hacerles frente. Torciendo la balanza del lado de los segundos, los estados de emergencia, alarma, calamidad, catástrofe, de sitio y de excepción propiamente dichos han acallado las calles con unos niveles de apoyo social que resultaban impensables, por motivos obvios, hace tan solo unos meses.

La inflación securitaria de la respuesta sanitaria parece estar lejos de haber sido improvisada

Al mismo tiempo, la ubicua presencia de las fuerzas de seguridad nos resulta demasiado familiar, como si no mediaran apenas distancias entre el presente escenario y el de la represión del desorden público. Pensando en esta disonancia, y tomando en serio la tradición de la teoría crítica que, desde Walter Benjamin hasta Jasbir Puar, nos advierte de la vocación de todo estado de excepción por convertirse en norma, cabe preguntar, ¿en qué estado se encuentra la normalización de esta ola global de estados de excepción?  Que la crisis sanitaria ha producido un cambio en la percepción social de la labor de las fuerzas de seguridad en los más variados extremos del espectro político parece evidente, pero ¿queda algún espacio de legitimidad para la pregunta por las relaciones entre la represión de la protesta urbana y la securitización de la salud pública? ¿Son los virus, acaso, contrarrevolucionarios?

Securitización global de la salud

Como primera aproximación, cabe señalar que la inflación securitaria de la respuesta sanitaria parece estar lejos de haber sido improvisada. Así lo sugiere el hecho de que en septiembre de septiembre de 2019 se divulgaran a bombo y platillo las directrices de la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación ante el riesgo de que la liberación por causas naturales, accidentales o deliberadas de un virus respiratorio letal con alta transmisibilidad pudiese segar millones de vidas y frenar la economía mundial hasta en un 5%. Dos meses después, los diferentes gobiernos iniciaban una suerte de competición a la hora de implementar todo tipo de toques de queda, confinamientos obligatorios, y otras respuestas autoritarias a la crisis de la Covid-19. Vaya por delante, en este punto, que hago mía la reflexión de Eve Kosofsky Sedgwick sobre las epistemologías conspiranoicas cuando señalaba la irrelevancia del origen del sida para la crítica de una política institucional que resultaba, por sí misma, inequívocamente genocida. Aunque en este caso, más que la desidia, llame la atención la amplitud de un enfoque punitivista, ampliamente militarizado y refrendado por los mismos gobiernos para los que (dicho sea de paso) la muerte de cerca de un millón de personas al año por el VIH continúa siendo poco menos que irrelevante.

Por supuesto, es posible que la influencia del citado organismo sea secundaria y que se limite a reflejar algo así como un estado general de la respuesta a las crisis sanitarias. Lo que parece innegable es que sus preocupaciones se corresponden bastante bien con un escenario en el que, mientras el ejército estadounidense despliega sus tropas por toda Europa en coordinación con la OMS, la movilidad de pacientes entre países vecinos enfrenta serias limitaciones por falta tanto de recursos materiales como de acuerdos, según los casos. Los diferentes gobiernos, por su parte, parecen haber tenido pocas dificultades en sumarse a un paradigma securitario en el que encuentran una estrategia de compensación, tanto material como simbólica, a las deficiencias de la respuesta sanitaria propiamente dicha. Lo tardío de las medidas implementadas, en particular, parece uno de los principales motores del grado de autoritarismo dirigido contra la población, que contrasta además vivamente con la timidez demostrada a la hora de poner al sector privado al servicio de la salud pública.

Sobre esas premisas, el estado de excepción ha demostrado su capacidad para extender su inhóspita lógica a la relación social, traduciendo las divisiones sociales en diferentes grados de aislamiento, de exposición al riesgo del contagio u otras violencias implícitas en la dimensión territorial de las cuarentenas. No es un problema limitado a regímenes de trayectoria autoritaria como Hungría o Turquía, donde la extensión del estado de alarma se usa ya como arma para limitar a libertad de expresión y perseguir la disidencia política. Tampoco de aquellos que han decidido traspasar los límites de acción de las fuerzas de seguridad, como Filipinas o El Salvador, donde masificar las prisiones o autorizar a las fuerzas de seguridad a disparar a matar forma parte del menú para proteger a la población de los efectos de la pandemia. Por el contrario, las mutaciones del estado de excepción se amoldan con facilidad al paisaje global de las democracias, resituando a los cuerpos en las intersecciones de diferentes regímenes de excepcionalidad racial, de clase, genérica y sexual. Los días alternos en que hombres y mujeres pueden pisar las calles en Perú o Panamá proporcionan un ejemplo gráfico, entre otras cosas, por su manera de poner en riesgo a una parte de la población trans. Resulta igualmente ilustrativa, en este sentido, la situación de los pueblos indígenas y afrodescendientes de América Latina, que hacen frente a la Covid-19 en condiciones de vulnerabilidad que se ven seriamente agravadas por el despliegue de las fuerzas armadas en sus territorios, como han denunciado ya más de cien organizaciones de Ecuador, Colombia, Brasil, Argentina, Chile, Venezuela, México, Uruguay, Guatemala, Paraguay, Haití y Bolivia.

En el caso de España, convertida en uno de los centros de la tormenta sanitaria y, también, de la securitaria, la cuarentena con gastos pagados de las turistas del hotel en Tenerife y el hostigamiento policial y las amenazas de desproporcionadas multas a las familias gitanas en la Rioja marcó el tempode una cuarentena en la que las variables raciales y de clase se adaptan con facilidad a las nuevas coordenadas biopolíticas. Pensemos si no en el contraste entre los vuelos de repatriaciones y las deportaciones tras el cierre de fronteras, así como en las denuncias del incremento de la presión policial en barrios migrantes y periféricos. 

Todo ello a la par que el imperio de la ley mordaza ha encontrado una renovación inesperada de su papel en el ordenamiento del espacio público cuyos efectos, como bien sabemos por años de lucha en las calles, distan de distribuirse homogéneamente en el conjunto de la población. Así, en un contexto de restricciones a la circulación sin parangón en el contexto de las cuarentenas europeas –por cuantía de las sanciones y porque hasta los confinamientos más duros contemplaron siempre alguna posibilidad de desplazamiento en las inmediaciones del domicilio– el Ministerio del Interior ha llegado al límite de recomendar la gradación de las sanciones en función de la actitud más o menos resignada de quien recibe la multas, en una insólita celebración del punitivismo moral de la ley mordaza. Sin olvidar, por último, las inéditas fracturas abiertas durante la escalada entre quienes teletrabajan y quienes lo hicieron fuera de casa y también, en la desescalada, según la posición que ocupen en unos cálculos de distribución de riesgos no exentos de grandes dosis de paternalismo estatal.

Los días alternos en que hombres y mujeres pueden pisar las calles en Perú o Panamá proporcionan un ejemplo gráfico, entre otras cosas, por su manera de poner en riesgo a una parte de la población trans

La lógica belicista ha venido a dotar de un aura de civismo a la estigmatización de diversos colectivos que sufrió en primer lugar la población de origen asiático y de la que el panóptico vecinal para el escrutinio de desplazamientos y actitudes constituye ahora su expresión más sofisticada. A nadie escandaliza ya, como consecuencia, que la policía pueda irrumpir en un domicilio privado donde un grupo de personas se habría reunido para tener sexo mientras que se considera perfectamente legal abandonar el domicilio para congregarse en misa. La ausencia de medidas para mitigar los efectos del arresto domiciliario de la infancia parece igualmente difícil de entender, por su parte, sin tener en cuenta su generalizada percepción como amenaza de transmisión asintomática. Incluso la preocupación por la protección de la tercera edad se ha visto algo más que empañada por la desidia letal de las residencias privadas o las piedras lanzadas contra un autobús que transportaba ancianos a una residencia en La Línea. Poco sorprende, en ese contexto, que se redacten protocolos señalando el valor social de la persona enferma  como criterio de admisión en las unidades de cuidados intensivos, invitando al equipo médico a sumarse a la moral de excepción propia de los estados totalitarios. Si algo define al estado de excepción es, precisamente, la quiebra del principio democrático según el cual todas tenemos el mismo valor social o el derecho, al menos, a ser tratadas como si lo tuviéramos.

El espacio de la protesta

Sería un error ignorar las formas en que el espíritu de cooperación se abre paso, contra viento y marea, en el contexto de crisis. Su rastro resulta evidente en la disposición del personal sanitario a trabajar en condiciones penosas y de riesgo por la falta de recursos, en la producción en red de material sanitario o en la organización vecinal para suplir a unos servicios sociales diezmados por los recortes, por citar solo algunos ejemplos. No obstante, es posible que nuestra relación general con la pandemia tenga mucho menos que ver con la solidaridad que con los mandatos de una moral de excepción basada ante todo en el miedo, la sumisión a la autoridad y la construcción del otro como amenaza. Pensemos si no, para ilustrar este extremo, que la cifra de migrantes muertos en el Mediterráneo desde 2014 supera a la de muertes combinadas por Covid-19 entre España e Italia a finales del mes de marzo, sin que ello pareciera quitarnos demasiado el sueño. El contraste entre nuestra tolerancia ante una respuesta institucional que, en un caso, criminaliza los rescates y, en el otro, extrema las precauciones, no habla demasiado bien de nuestra empatía con la población más vulnerable. Lo hace bien alto, más bien, del imperio de una moral de excepción llamada racismo.

Este último contraste guarda relación, en mi opinión, con una dimensión metafórica de la enfermedad y la muerte que, como explica Susan Sontag al respecto del sida, sobrepasa con creces el campo de lo estrictamente sanitario. En el caso de la Covid-19, la amenaza pandémica se presenta como una guerra contra un mal absoluto, divorciada de cualquier punto de referencia por comparación con otras enfermedades, otras pandemias, otros factores de riesgo y otras tragedias humanitarias. La pedagogía epidemiológica brilla por su ausencia en el discurso mediático, contribuyendo a crear una pura y simple sensación de pánico poco dada al pensamiento crítico y muy favorable al refugio autoritario. Como resultado, lo ominoso de la pandemia cercena nuestra capacidad de pensar que las alternativas sean siquiera posibles, compensando así con creces la pérdida de confianza en las instituciones señalada en las directrices de la referida Junta como obstáculo a superar en periodos de alerta sanitaria.

Sin lugar a dudas la desconfianza existe, hunde sus raíces en el ciclo iniciado por la Primavera Árabe y se extiende hasta levantamientos mucho más recientes. Y parece estar, además, de sobra justificada teniendo en cuenta que la violencia estatal desplegada como respuesta a dichas protestas ha venido a respaldar la multitud de procesos de ajustes, recortes y privatizaciones que conducen al estrecho margen de maniobra con que enfrentamos la presente crisis. En ese sentido, el avance de la agenda neoliberal es el telón de fondo que explica la prolongación de la primacía de lo securitario desde los escenarios de protesta hasta los de pandemia. Dicho de otro modo, el autoritarismo desplegado en la defensa del orden público y la securitización de la salud global forman parte de uno y el mismo estado de excepción, que además se extenderá, previsiblemente, durante un austericidio pos-Covid-19 en el que perderemos, literalmente, la cuenta de las bajas. Mientras dure, discutiremos sobre los medios y las estrategias, sobre la mejor forma de protegernos a nosotras mismas y a las más vulnerables de entre nosotras, sobre cómo articular la condena de la violencia con la urgencia de responder ante ella. La batalla decisiva será, sin embargo, la que libremos para recuperar el espacio de la protesta. 

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Pablo Pérez Navarro es filósofo, investigador del Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad de Coímbra (Portugal) y profesor visitante de Estudios Queer/LGTBI - Género y Sexualidades en la Universidad Federal de Minas Gerais.

Como en las grandes revoluciones, la pandemia impone su propio calendario. De ahí que parezcan tan lejanas las protestas que, desde Hong Kong hasta Chile, pasando por Irán, Italia, Francia, Ecuador, Líbano o Haití, entre otros lugares, atravesaron el globo en 2019, exigiendo democracia, justicia distributiva o...

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Pablo Pérez Navarro

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