POLÍTICAS PÚBLICAS
La encrucijada de la Universidad post-covid
Si como país decidimos combatir las crisis sanitarias, la dependencia energética, las desigualdades y el desastre medioambiental desde la reflexión y el conocimiento científico, debemos apostar por una educación pública fuerte
Isabelle Marc / Juan Varela-Portas 26/05/2020
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En esta profunda crisis sanitaria y económica, el foco político, social y mediático parece haberse olvidado de uno de los sectores esenciales del país: la educación. El Gobierno se ha acordado, y con razón, de los servicios sanitarios, y ahora también de la industria, el comercio y la hostelería. Pero parece haberse olvidado de que los niños y muchos de los jóvenes de este país cursan estudios, primarios, secundarios y universitarios y que se encuentran en un limbo de confinamiento virtual en el que la incertidumbre y el desamparo resultan ser la única constante. Se habla de continuidad pedagógica, de clases online, como si la educación fuese solo la transmisión de unos contenidos más o menos bien enlatados en formato youtube o collaborate, pero se da prioridad a las terrazas o a los restaurantes sobre las aulas o los laboratorios y ni siquiera sabemos en qué condiciones ni cuándo se impartirá la docencia o se reanudará la investigación. Todo se deja para septiembre, como si el buen tiempo y las playas recién abiertas fuesen la solución a las incógnitas que nos depara el futuro, a corto, medio y largo plazo, como si, de facto, la educación fuese una preocupación secundaria y no un pilar fundamental del país. Por ello, es urgente e inexcusable ofrecer respuestas a la ciudadanía y construir ese futuro con medidas que refuercen la educación, en todos los niveles, como derecho y servicio público y prioridad nacional.
La visión de la universidad como nicho de negocio ha promovido un cambio en la concepción de la educación superior, que se ha convertido en una aspiración y un servicio mercantilizado
En el ámbito universitario, que no solo es responsable de la formación superior sino también de la mayor parte de la investigación de este país, desde los rectorados se han tomado medidas de urgencia para intentar salvar el curso, y el conjunto de la comunidad universitaria ha realizado un muy loable esfuerzo en este sentido. Pero más allá de intentar paliar la debacle inmediata, es necesario mirar al problema de frente y realizar un diagnóstico certero de la situación de nuestra universidad, no solo para que sobreviva sino para que se reafirme y se convierta en uno de los motores de la España post-covid.
La crisis actual llega a una universidad pública profundamente maltratada por 20 años de reformas de corte neoliberal (Plan Bolonia), aplicadas a contrapié de Europa y sin fondos, agravadas por diez años de intensos recortes, con la excusa de la crisis iniciada en 2008, y no revertidos en los últimos dos años. Ello ha sido así en toda España, pero especialmente en Madrid y Cataluña, las regiones susceptibles de convertirse en un hub educativo donde se podía abrir –y de hecho se ha abierto– un nicho de negocio a la universidad privada. Esta visión ha promovido un progresivo cambio en la concepción de la educación superior (y de la educación en general), que ha dejado de ser un derecho y un servicio público para convertirse en una aspiración y un servicio mercantilizado. Esta ideología de la educación superior se está imponiendo, no solo por medio de potentísimos aparatos ideológicos, sino por la fuerza de los hechos –que es la mejor forma de imponer una ideología– a través de cuatro mecanismos perversos ejecutados con la excusa de las crisis (en un perfecto ejemplo de “doctrina del shock”). En primer lugar, el encarecimiento exponencial de los precios públicos, que ha conllevado la expulsión de facto de decenas de miles de estudiantes con rentas más bajas y la difusión de la mentalidad cliente-servicio en las relaciones pedagógicas. En segundo lugar, la precarización del profesorado, con la consabida “fuga de cerebros”, la pauperización de los jóvenes investigadores, además de constituir un atentado directo a la libertad de cátedra y la autonomía del saber. En tercer lugar, el estrangulamiento económico, que obliga a las universidades a echarse en manos de agentes privados para su financiación. Por último, la sujeción de la actividad investigadora a financiación por objetivos impuestos desde fuera del mundo académico, relegando así la investigación básica y en artes y humanidades a un papel secundario.
Así las cosas, la universidad pública se encuentra en una encrucijada en la que los gobiernos, los rectorados y la sociedad en su conjunto deben reflexionar y elegir entre dos opciones: por un lado, relanzar y fortalecer la investigación y la educación superior como derecho y servicio públicos y como pilares del país, o por el contrario –de nuevo en aplicación de la “doctrina del shock”–, profundizar las reformas neoliberales de las últimas décadas.
Si decidimos seguir aplicando las recetas del shock y los argumentos de la austeridad –como ya hemos visto este mismo mes en Andalucía–, es muy probable que se vacíen los campus y que el acceso al saber sea cada vez más el privilegio de unos pocos. Volverán a pararse los proyectos de investigación, volverán a tener que emigrar los jóvenes, volverá a instalarse la precariedad. Es más que probable, también, que la ciencia, más esencial que nunca, sin financiación pública, recaiga en manos privadas, convirtiéndose así no en un bien común sino en un producto de mercado.
Si, por el contrario, decidimos no repetir los errores de la crisis del 2008, no expulsar a los estudiantes ni a los investigadores y evitar que caigan en saco roto el esfuerzo y los recursos públicos, podremos proporcionar un horizonte profesional y vital a nuestros jóvenes. Podremos, asimismo, gracias a una investigación pública e independiente de presiones mercantilistas, a la vez que eficiente y dinámica, hacer frente a los cada vez más complejos desafíos sanitarios, medioambientales, sociales y culturales que se nos avecinan, así como contribuir al imprescindible cambio de modelo productivo que España necesita urgentemente.
Concretamente, si elegimos esta segunda opción, es necesario bajar de forma inmediata las tasas y aumentar las becas, garantizar los puestos de trabajo, aumentar la financiación de proyectos de investigación en ciencia básica y aplicada y promover la transferencia del conocimiento. Asimismo, deben aprovecharse las tecnologías para dinamizar la enseñanza en línea, con más inversión, por tanto, pero sin olvidar que la comunidad universitaria es mucho más que una serie de clases presenciales: la universidad son contactos, debates, confrontaciones…; aprendizaje, en suma, que va mucho más allá de las aulas y que lo virtual no puede ni debe pretender suplir. En definitiva, es urgente colocar a la universidad pública en el centro de las políticas públicas, valorando lo que tenemos, mejorándolo, ofreciéndole las condiciones materiales y jurídicas necesarias para cumplir su misión.
Si como país decidimos combatir las crisis sanitarias, la dependencia energética, las desigualdades socioeconómicas y por supuesto el desastre medioambiental, desde la reflexión y el conocimiento científico, por tanto, con ciudadanas formadas, y no con personas simplemente empleables, debemos apostar por una universidad pública fuerte, tratada con seriedad y dignidad por parte de nuestros representantes políticos, como el pilar institucional, científico y social que está destinada a ser.
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Isabelle Marc es profesora de la UCM y vocal del Consejo Social de la URJC.
JuanVarela-Portas es profesor de la UCM y miembro del Consejo Universitario de la Comunidad de Madrid).
En esta profunda crisis sanitaria y económica, el foco político, social y mediático parece haberse olvidado de uno de los sectores esenciales del país: la educación. El Gobierno se ha acordado, y con razón, de los servicios sanitarios, y ahora también de la industria, el comercio y la hostelería. Pero parece...
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