Debate histórico
Democratizar las empresas, un viejo proyecto del Ministerio de Trabajo
En 1977, Manuel Jiménez de Parga, titular de la cartera con Adolfo Suárez, planteó la necesidad de profundizar los mecanismos de participación de los trabajadores y de la sociedad. La propuesta nunca salió adelante
Guillermo García Crespo 20/05/2020
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La ministra Yolanda Díaz se mostró convencida en una reciente entrevista concedida a este medio de que la actual crisis del coronavirus debía servir para “reforzar la democracia, en el trabajo y fuera de él” y caminar hacia unas relaciones laborales “decentes”. Casi de manera automática acudieron a mi memoria las palabras que pronunció su predecesor en el Ministerio de Trabajo, Manuel Jiménez de Parga, a finales de julio de 1977. El segundo gabinete de Adolfo Suárez, ahora con el refrendo de las urnas, afrontaba también por entonces una recesión económica de alcance mundial que amenazaba con tumbar nuestro recién inaugurado régimen de libertades. Jiménez de Parga declaró que el gobierno estaba decidido a “caminar hacia la democracia en profundidad”, aquella que nos haría “pasar de la condición de súbditos de las empresas a la categoría de ciudadanos en ellas, como lo somos ya en la vida política”. Comenzaba así uno de los episodios más polémicos de la etapa constituyente de la Transición, el de la tramitación del proyecto de Ley de Acción Sindical de 1978, el primero de una larga serie de desencuentros entre los gobiernos ucedistas y la patronal española, la CEOE.
Si bien no conocemos aún las líneas maestras del plan que prepara la ministra de Trabajo, es significativo que este no se mencione de forma expresa en el acuerdo de legislatura de PSOE y Unidas Podemos firmado el pasado mes de diciembre, aunque sí es uno de los puntos del programa de la formación morada en las últimas elecciones. Dentro del epígrafe “Democratizar las empresas” (punto 135) se recoge la necesidad de “actualizar” la forma de dirigirlas, propósito para el que se impulsaría “la participación de los trabajadores en la dirección y en el accionariado de las empresas, como ya ocurre en Alemania y en Francia”.
Cuatro décadas antes, el modelo de democracia industrial de Jiménez de Parga contemplaba también una profundización de los mecanismos de información y participación de los trabajadores y del conjunto de la sociedad en las empresas, “eligiendo y controlando a quienes asumen las tareas de dirección y administración del patrimonio que es, debe ser, común”. El ilustre jurista parecía abrir así la puerta a la autogestión, idea que atrajo las iras de un empresariado que había vivido cómodamente instalado en el modelo paternalista de relaciones laborales del franquismo, al menos mientras este fue capaz de asegurar la “paz social” y unas retribuciones salariales inferiores a los márgenes de beneficio del capital.
Los dirigentes patronales advirtieron al ministro de que el estatus que quería para los trabajadores ocultaba un planteamiento socialista solo aplicable en países como Yugoslavia
El destino quiso que al día siguiente de las explosivas declaraciones estuviera programada una reunión del ministro con una delegación de la CEOE (Carlos Ferrer Salat, Félix Mansilla, Agustín Rodríguez Sahagún y José A. Segurado), que atravesaba aquel verano su propia fase constituyente. La tensión del encuentro queda reflejada en el informe de la reunión, a la que también asistieron varios altos cargos de los departamentos de Hacienda y Comercio, y donde se negociaron algunos aspectos de los futuros Pactos de la Moncloa, como la política de rentas y la reforma fiscal. Los dirigentes patronales advirtieron al ministro que el nuevo estatus que pretendía otorgar a los trabajadores ocultaba un planteamiento socialista solo aplicable en países como Yugoslavia (hagan ahora el ejercicio de sustituir este país por Venezuela o Corea del Norte y ya tienen el argumento puesto al día). Jiménez de Parga, en un giro rooseveltiano, adujo que gracias a la política del New Deal – un modelo de respuesta a la actual crisis, como ha recordado estos días el vicepresidente Pablo Iglesias– el capitalismo había adquirido en Estados Unidos un rostro humano y, con ello, se había asegurado su supervivencia. Frente a esta realidad, ¿qué ejemplo había dado el capitalismo español?, preguntaba a sus interlocutores Jiménez de Parga, que insistía en las prácticas corruptas y las graves deficiencias que presentaban buena parte de las empresas en nuestro país. Si esta reforma no salía adelante, “¿qué les podía decir él, en conciencia, a los trabajadores?”
Con la mirada en el presente, puede ser útil recordar algunos de los argumentos expuestos entonces por el mundo empresarial en contra de aquella norma que pretendía “colectivizar las empresas”. En primer lugar, a juicio del patronato no se podía establecer un paralelismo automático entre el sistema político y el sistema empresarial, en la medida que se trataba de dos realidades sociológicas y jurídicas distintas (aunque este axioma puede contradecirse con la teoría que defiende la relación orgánica existente entre democracia liberal y economía de libre mercado). Además, los intentos de democracia industrial que se habían dado fundamentalmente en los países del norte de Europa (cuyo alto sentido de responsabilidad cívica es notorio, como recordaron los dirigentes de la CEOE a Jiménez de Parga), más que de disposiciones legales, eran el fruto de las concesiones de las empresas, que buscaban de este modo aumentar la motivación de los empleados (se entiende que en términos de productividad) y dentro de unos límites que las propias empresas controlaban. No existían, sentenciaba la CEOE, experiencias semejantes en los países mediterráneos.
Los empleadores españoles tenían motivos para la preocupación. En los años setenta, el debate sobre la democracia industrial y la participación de los trabajadores en los órganos de decisión de las empresas crecía en las sociedades capitalistas avanzadas sacudidas por la crisis del petróleo, aunque hallamos su primera formulación en la obra de 1897 de los célebres miembros de la Sociedad Fabiana y precursores del Estado de Bienestar inglés, Beatrice y Sidney Webb, Industrial democracy. En 1975, un estudio sobre la reforma de la empresa encargado por Valéry Giscard d’Estaing a una comisión presidida por el antiguo ministro gaullista Pierre Sudreau tropezó con la resistencia del patronato galo, inicialmente favorable, pero que aún trataba de reponerse de la onda expansiva del Mayo francés, que había producido el mayor avance de los derechos sociales en este país desde 1945. Convertido en inesperado best-seller, el Informe Sudreau, que contenía propuestas de fuerte progresividad social, terminó languideciendo en los meses siguientes, aunque eso no impidió la transmisión de su legado en la legislación laboral posterior. En todo caso, un destino menos amargo del que aguardaba a la Ley de Acción Sindical de Jiménez de Parga, tras ser objeto de una accidentada tramitación parlamentaria.
En el imaginario colectivo de los empresarios, el mundo del trabajo alemán representa un modelo de consenso y responsabilidad frente al sindicalismo francés
El anteproyecto que se envió a la Cortes en enero de 1978, descafeinado con respecto a los planteamientos iniciales, fue modificado severamente por las enmiendas del PSOE y el Partido Comunista, que reforzaban las atribuciones de los órganos representativos del personal, en vista de lo cual el gobierno decidió la retirada del texto. La tramitación parlamentaria, que tuvo la virtud de unir en su contra a la práctica totalidad del movimiento empresarial, bastante dividido en otras cuestiones, estuvo rodeada de fuertes presiones externas. Estas llegaron a su punto álgido en el mes abril, cuando se conocieron las enmiendas al texto original y circularon informes subvencionados por las confederaciones empresariales que avanzaban una teórica anticonstitucionalidad avant la lettre de la futura ley, pero sobre todo tras unas célebres declaraciones en Nueva York de Carlos Ferrer Salat, ya como presidente de la CEOE, donde señaló que se trataba del “más duro ataque sufrido por la economía de mercado libre en Europa occidental”.
La mención en el citado programa electoral de Podemos de los modelos alemán y francés no es baladí, como a buen seguro no lo será para los expertos en derecho laboral de los gabinetes empresariales. En Alemania es donde se ha desarrollado de manera más amplia la idea de “cogestión”, aunque asociada en este país al perfeccionamiento de la economía social de mercado y al encauzamiento de la reivindicación obrera dentro de unos márgenes asumibles. Por este motivo, para el empresariado español, que ha preferido que la participación de los trabajadores se vehicule a través de los comités y los delegados de empresa, con un acceso limitado a la información y sin competencias en las decisiones estratégicas, no son lo mismo un modelo y otro. En el imaginario colectivo de nuestros hombres de negocios, el mundo del trabajo alemán representa un modelo de consenso y compromiso frente al sindicalismo francés, que rechaza asumir su responsabilidad en la buena marcha de las empresas y opta frecuentemente por el conflicto.
Un último apunte para la reflexión. Jiménez de Parga asistió al naufragio definitivo de su proyecto desde Ginebra, una ciudad a la que había llegado como embajador de España ante la Organización Internacional del Trabajo, después de ser cesado en la remodelación del gobierno decidida por Suárez en febrero. En su libro de memorias, quien años más tarde sería presidente del Tribunal Constitucional señaló que detrás de su salida del Ejecutivo se escondía un “complejo de intereses y conexiones inconfesables heredados del régimen anterior”, que no le perdonó el desmontaje de la estructura de privilegios de los sindicatos verticales. La prensa de aquellos días habló de presiones de la oligarquía económica, y hubo periodistas como Fernando Jáuregui que vieron la sombra de Felipe González, preocupado por la buena sintonía del ministro con Comisiones Obreras, inquietud que al parecer compartía el embajador estadounidense Wells Stabler, como ha explicado Mariano Guindal. No obstante, Diario 16 informó en diciembre de que el vicepresidente económico, Enrique Fuentes Quintana, había pedido al presidente el relevo de varios ministros que parecían ir por libre: Jiménez de Parga (Trabajo), Martínez Genique (Agricultura), Oliart (Industria y Energía) y Lladó (Transportes y Comunicaciones). Aunque este extremo fue desmentido, el relevo ministerial alcanzó justamente a las cuatro carteras, una crisis de gobierno que se saldó también con la salida del propio Fuentes Quintana. La inesperada dimisión del artífice de los Pactos de la Moncloa, cuestionado por sectores dentro de la UCD y exhausto tras la última refriega con Oliart relacionada con la reforma del sector eléctrico, pudo sorprender a muchos, pero no tenía secretos para el líder de la CEOE, Ferrer Salat: “el señor Fuentes tiene más vocación de profesor que de político y no había que negarle el derecho a ejercer su vocación”.
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Guillermo García Crespo es historiador y autor de El Precio de Europa. Estrategias empresariales ante el Mercado Común y la Transición a la democracia en España, 1957-1986 (Comares, 2019).
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Guillermo García Crespo
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