El salón eléctrico
Testas coronadas: manual de uso y desuso
Quizá en el futuro a alguna de las teles patrias se le ocurra producir una serie llamada La Corona, no fantasiosa, sino un drama que desgrane toda la historia de nuestra monarquía desde la verdad inapelable de la ficción
Pilar Ruiz 10/06/2020
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El día 2 de mayo de este año de la plaga, el director de CTXT preguntó al presidente del Gobierno sobre los polémicos negocios suizo-árabes del rey emérito publicados por varios medios de comunicación extranjeros.
La última y más reciente noticia al respecto es que la Fiscalía del Tribunal Supremo asume la investigación contra Juan Carlos I por ser sospechoso de haberse lucrado ilícitamente con comisiones derivadas de la adjudicación de las obras del AVE a la Meca. Como ya hizo el fiscal del cantón de Ginebra, quien sigue investigando la supuesta evasión de capitales relacionada con Corinna Larsen –amiga “entrañable”, el adjetivo borbónico por antonomasia– y otros testaferros.
En plena y terrible pandemia mundial, resulta difícil informar sobre cuestiones menores como la posible corrupción de la Jefatura del Estado, pero en la “antigua normalidad” tal asunto hubiera abierto sumarios y portadas de prensa, radio y televisión generando una enorme polémica. O… no. En tal caso, esta omisión representaría una gran pérdida no solo para la credibilidad del periodismo sino para solaz del público en general. Porque, ¿quién se resiste al nada discreto encanto de la monarquía? ¿Quién es capaz de ignorar esas vidas lujosas pero pobladas de vaivenes y sobresaltos? Si la monarquía no existiera tendrían que inventarla y no solo por el ABC, el Hola! y los especialistas en outfits reales sino para la supervivencia del negocio audiovisual; dame un rey –o una reina– y te devolveré público entregado.
Y eso que los escándalos ya no son lo que eran. El encaste mayestático ha desaparecido por culpa del anticuerpo plebeyo recientemente insuflado en las familias reales, aunque sea algo aceptado solo a regañadientes por los seguidores más extremistas. Esta mutación genética inmunizará a las estirpes reales no solo de enfermedades hereditarias, producto de las consanguinidades, sino de otros muchos males, que se lo digan a los obligados a abdicar por un quítame allá este Mayerling y los damnificados de los casamientos forzosos, Pont de l’Alma mediante, aunque sea en detrimento del periodismo, la literatura y el cine. Mientras en pleno siglo XXI está por determinar la pertinencia democrática de acceder a la más alta de las instituciones del Estado y sus privilegios mediante coyunda, podemos disfrutar de conspiraciones, amores rebeldes, decapitaciones, locuras, exilios y demencias de los royal de toda la vida en películas de postín como La locura del rey Jorge (Hytner, 1994) –que en realidad sufría las consecuencias de una porfiria– o el también locatis Luis II de Baviera, contado en biopic de lujo por el maestro Visconti (1972). Ludwig –posiblemente asesinado por su propia familia– siempre tendrá la cara de Helmut Berger. Y su prima Sissi la de Romy Schneider: años le costó a la actriz quitarse el peso de esa corona.
Pero es que a la gente le gustan los reyes, por muy dementes o asesinos que sean. Ahí está el pesadísimo –en todos los sentidos– Enrique VIII, visto mil veces en centenares de rostros, épocas y fórmulas narrativas, desde la archifamosa versión de Alexander Korda (1933) pasando por bodrios indigestos como Las hermanas Bolena (Chadwick, 2008) hasta la serie Los Tudor (2007).
En el cine troceado y servido en plataformas, o sea, las series, podemos encontrar otro figurón de los que no se olvidan: Luis XIV, el protagonista absoluto en Versalles (2015), divertidas intrigas con profusión de lazos, puntillas y un antagonista que bien merecía una serie para él solo: su hermano Felipe de Orleáns, verdadero superhéroe queer.
En términos cinematográficos las reinonas dan mucho más de sí: pocas mujeres del pasado fueron protagonistas y ellas son la excepción narrable. Véase si no el éxito de La Favorita (2018) del siempre interesante Lanthimos con Oscar para Olivia Colman (Isabel II en la tercera temporada de The Crown): interpretar a una reina y que te den una figurita es cosa segura, como a Katherine Hepburn por su Leonor de Aquitania en El león en invierno (Harvey, 1968) y mucho más injustamente a Judi Dench por su cameo en Shakespeare in love (Madden, 1998) el pucherazo de Weinstein. Isabel I sí que es un souvenir típico de la pérfida Albión e incontables actrices de todas las generaciones la han interpretado: Bette Davis, Glenda Jackson, Cate Blanchett… Igual que su rival María Estuardo, a la que hemos visto hasta en algo mucho más excepcional: una película mala de John Ford (1936). La reina Victoria, la matriarca del clan actual, también se ha puesto de moda en series y películas que blanquean la represión de la larga era victoriana y la hemos visto joven, madura y anciana para que también la pueda interpretar Judi Dench (Victoria y Abdul, Frears, 2017) En Francia son más republicanos y de reinas desaforadas como Isabelle Adjani en La reina Margot (Chèreau, 1994) con premio en Cannes, el Oscar fino. Cristina de Suecia sí que fue un personajazo aunque no lo parezca en la desmayada versión de Mika Kaurismäki (2015), la Cristina icónica siempre será la de Garbo (Mamoulian,1933).
Nadie se exilia mejor que la Garbo
Mucho más oscura fue Lady Jane; la película de Nunn (1986) sobre la que fuera reina inglesa durante 9 días hasta su decapitación representa una brillante reflexión sobre la barbarie con que las familias reinantes suelen tratar a sus vástagos. Pero la testa rodante más famosa es la de Maria Antonieta: la prueba de ello son sus infinitas apariciones cinematográficas. En la más reciente, la reina de Francia es la influencer pija a decir de Sofía Coppola (2006). Quizá involuntario alegato republicano, consigue que deseemos ver llegar a Monsieur Guillotin cuanto antes y ponga fin a tanta tontería.
¿Y nuestras coronas? Somos poco dados a ajusticiar monarcas pero sí a ponerlos pies en polvorosa, aún así la monarquía tienen hueco en la pantalla hispana más allá de las glorias grises de Cifesa, leonas de castillas y jeromines. En la versión rosa del franquismo brilla con cursilería propia ¿Dónde vas Alfonso XII? (Amadori, 1959) y su secuela ¿Dónde vas triste de ti? (Balcázar, 1960) Los falangistas se indignaron con la visión edulcorada de una monarquía a la que detestaban, pero como ya estaban de capa caída no pudieron impedir que arrasara las taquillas incluso con su moderada crítica a Isabel II, esa reina de farsa y licencia arrojada al exilio. Como su nieto Alfonso XIII, también llamado El Pornógrafo, de reinado tan poco ejemplar que ha merecido pocos retratos cinéfilos. De momento. Puede que aparezca en algún episodio de El Ministerio del Tiempo (TVE) esa comedia fantástica e irónica que provoca resquemores nacionalcatólicos. Para crítica de la España trabucaire –nunca muere– la que hizo Josefina Molina en Esquilache (1989) donde Adolfo Marsillach clavaba a un equidistante Carlos III. Y poco después Imanol Uribe mostraba en El rey Pasmado (1991) a un Gabino Diego indistinguible de Felipe IV y una brillante visión de la monarquía Austria, la más certera del cine patrio gracias a un guión basado en la preciosa novela de Torrente Ballester y un reparto de esos que no se olvidan, como el adorable demonio tentador encarnado por Eusebio Poncela. La ficción puede contar de forma más elocuente que un montón de ensayos históricos… Quizá el retrato más extraño y nostálgico de un rey de España es el que hace Luis Miñarro a Amadeo de Saboya en Stella Cadente (2014). Moderno, culto, vegetariano, némesis de los reaccionarios, masón y constitucionalista de los de antes, podemos fantasear sobre lo que hubiera sido España si el ala reaccionaria –la del motín de Esquilache– que ha machacado siempre cualquier intento de modernizar de este país, hubiera dejado reinar al italiano.
De sutil perfección formal y narrativa aunque con evidentes blanqueamientos de la más que siniestra familia real británica –¿cuándo se denunciará que criar reyes y reinas como ganado de alcurnia provoca graves patologías mentales?– The Crown (Netflix) cuenta las intimidades personales, familiares y políticas de unos personajes históricos que en gran parte siguen vivos sin que ello suponga un cuestionamiento alguno de su razón de ser; de hecho, una serie como esta les afianza en el trono. Y lo saben. Es decir, que la crítica amparada por la libertad de expresión –intocable en el mundo anglosajón– les hace más fuertes. Justo lo contrario de lo que ocurre con nuestra monarquía, necesitada de leyes mordazas y blindajes jurídicos para sobrevivir. ¿Alguien imagina aquí una serie del mismo tenor sobre el emérito y su familia? Solo se ha acercado, desde una apuesta teatral e independiente, El Rey (Alberto San Juan y Valentín Álvarez, 2018, en Filmin).
La diferencia sustancial entre Windsors y Borbones –y Grecias, primos todos– es el pecado o gracia originales: la actuación de las dos Casas durante la Segunda Guerra Mundial y su relación con los buenos –aliados– frente a los malos –nazis–. Porque el papá de Isabel II, aunque tartamudeando (El discurso del Rey, Hopper, 2010) se puso del lado de la democracia, mientras que Alfonso XIII siempre apoyó el golpe de Estado, primero el de Primo de Rivera, después el del 36 y más tarde declaró su admiración por el régimen fascista de Mussolini. No solo él: en 1941 su hijo Juan de Borbón pidió a Hitler que presionara a Franco para que le devolviera el trono, cosa que el gallego nunca olvidó. Más tarde, en 1968 nombró a su hijo heredero de su régimen, lo que creó un cisma entre padre e hijo –esto lo cogen los guionistas de The Crown y lo convierten en oro puro–. Estos pecadillos cometidos por nuestra casa reinante hubieran acabado con los Windsor y hoy estarían todos en el exilio; menos mal que se deshicieron de Eduardo VIII y de Wallis y su baile con Von Ribbentrop, acallando las simpatías pronazis de la familia del consorte Edimburgo. Jugada maestra, como cambiar durante la Primera Guerra Mundial su nombre germano de Sajonia-Coburgo a Windsor.
Puede que en el brillante futuro de la “nueva normalidad” –caídas ya las leyes amordazantes– a alguna de las teles patrias se le ocurra producir una serie llamada La Corona, no fantasiosa ni hagiográfica ni paródica sino un drama que desgrane toda la historia de nuestra monarquía desde la verdad inapelable de la ficción. Desde luego sería un grandísimo éxito de público, y en el mundo audiovisual, igual que en cualquier otro negocio, el beneficio es el que manda, así que no perdamos la esperanza.
El día 2 de mayo de este año de la plaga, el director de CTXT preguntó al presidente del Gobierno sobre los polémicos negocios suizo-árabes del rey emérito publicados por varios medios de comunicación extranjeros.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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