EL TERROR DEL VACÍO
Aprende a tener miedo
Tenemos miedo. Sabemos que algunos miedos son inducidos por las representaciones artísticas. Proponemos un repaso por cómo se ha construido el miedo en los videojuegos
Miquel Bonet 25/06/2020
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¿El miedo nace o se hace? ¿Es un fenómeno natural –biológico– o un constructo de la mente, si es que se puede discernir lo uno de lo otro? No hay respuesta, y eso que hace siglos que nos lo preguntamos. Se rumorea que Jacques Necker, el ministro de Finanzas de Luis XVI, y uno de los fundadores del tinglado económico que ahora parece –he leído– dar sus últimos coletazos, dijo que la moral está dentro de la naturaleza de las cosas. Visto así, el miedo, como instinto o como resorte, tiene mucho menos interés que el miedo como herramienta ideológica o como conjura. Sigo pensando en ello. Lo que parece claro es que cada época codifica sus propios temores en el arte y en el folklore, o en lo que en la era digital se conoce como relato, que sería la mezcla de ambas cosas con algunos aderezos simpáticos y virales.
A veces nuestra imaginación proyecta horrores que aún no hemos experimentado. El enjambre humano diseña nuevos mundos con sus nuevos miedos; nos prepara, nos enseña. A poco que uno observe se encuentra con indicios y señuelos que conforman un clima cultural que nos inclina al terror. Una serie de manifestaciones narrativas que nos entrenan para algo que viene. Y a tenor de la cultura del miedo que transmitimos, parece que va a ser algo gordo. Con el universo deconstruyéndose y volviéndose a montar con bits delante de nuestros ojos, y sin tiempo de haber consolidado una religión sustitutiva del cristianismo que lo contrapese, el miedo –su gestión– va a ser pieza clave de los nuevos equilibrios de poder, en lo económico y en lo político. Y será mejor que empecemos a asumir otro poder que tenemos, más íntimo: el de autocumplir nuestras profecías: todo lo que la mente pueda concebir va a ser vivido.
El miedo –su gestión– va a ser pieza clave de los nuevos equilibrios de poder, en lo económico y en lo político
No es tan abstracto como parece, ni tan místico. Ejemplo básico y campechano: antes de que Spielberg nos metiera en la cabeza que había tiburones sanguinarios en las playas, metíamos los pies en el agua con mayor confianza y seguridad. Alguien objetará que el instinto, el miedo cerval a las criaturas del mar u otros medios hostiles, era preexistente, y que la efectividad del mito de Jaws se rinde a la identificación certera de dicha conexión entre narración e instinto. Es verdad, pero eso no quita que dos o tres generaciones de humanos hayan adquirido, si no un trauma, sí la leve prevención estival de echar un ojo al horizonte en busca de aletas sospechosas. Aun cuando en el Mediterráneo lo más terrorífico que te pueda pasar en la playa sea pincharte con un erizo o que se te enrede un pulpo en el tobillo. La historia de esas conexiones artísticas, que se establecen arbitrariamente en momentos puntuales por obra y gracia de genios individuales es la historia del miedo colectivo, de su relato. Visto así, desde la potencia de la ficción performativa, los nuevos o renovados miedos que nos acechan –como el miedo a la infección, al estado policial o a la soledad del confinamiento– podrían no estar a la espera de una manifestación artística que los fijase y les diese significado, como he oído en algún sitio. Podría ser peor. Podríamos haber creado el marco cultural que los haya generado. Podríamos haber invocado la pandemia. Incluso podríamos asistir, por primera vez en la Historia, a la creación del miedo en tiempo real.
Corre por las redes una digamos parodia de Los pajáros. Son treinta segundos de trailer en los que, manteniendo los planos de una Tippi Hedren horrorizada, se ha suprimido digitalmente toda presencia avícola, de modo que el origen del miedo queda elidido y solo aparece la emoción humana sin su justificación. La voz en off dice: “Pero qué pasaría si nada pasara? Y qué pasaría si siguiera pasando nada? Nunca mirarás igual a nada en particular. Alfred Hitchcock presenta: La Nada Absoluta”. Te tienes que reír, porque es realmente gracioso y pocas cosas nos gustan más que reírnos de alguien que está poseído por un miedo que nosotros no sentimos o que hemos superado. Pero el gag plantea el núcleo de la cuestión: cuánto de ficción cocinada hay en el temor, cuánto de justificada realidad, cuánto de calculada manipulación previa. ¿Estaremos teniendo miedo de lo que los urdidores del relato quieren que tengamos miedo?
Entre la cultura más o menos de masas, que es la que me interesa hoy, The Leftovers, la serie de Damon Lindelof basada en la novela de Tom Perrotta, también juega con este espejo del miedo y el vacío. En principio, una historia que gira alrededor de la desaparición repentina y simultánea del 2% de la población mundial, dejando atrás la estupefacción y la psicosis en sus seres queridos, tendría que ser una tragedia mayúscula. Y lo es. Sin embargo, a medida que avanzan sus capítulos, los devenires de unos personajes que no se enfrentan a la muerte sino a su ausencia, a la nada y a la imposibilidad de la despedida, convierte el drama en un absurdo delirante que, como sucedía con la parodia de Los Pájaros, también convoca la hilaridad. Encontramos en el género de la distopía y el postapocalipsis, el estilo del terror más acorde con nuestra época, una clara colindancia con lo humorístico. O al menos así me lo parece a mí, que me hacen bastante gracia la grandilocuencia del Cormac McCarthy de La carretera o la taradura suprema de los escenarios de J.G. Ballard. Aunque –y esto es otro tema– sospecho que, si bien en el primero se trata de un humor negro colateral e indeseado, en el segundo se convierte en el objetivo último de la narración.
Las menciones precedentes no son gratuitas. Todas conectan de un modo u otro con el objeto primero de este artículo, que era hablar de The Last of Us, un videojuego peculiar cuya segunda parte está a punto de “publicarse”, en medio de una gran expectación. Se me ha ido la mano con la previa, pero vamos allá. La dicotomía simplona entre luz y oscuridad que sustenta los productos culturales de terror más básicos (como las pelis de sustos o las novelas de Javier Cercas) no sirve para explicar The Last of Us. Ya no le sirve a nadie, sospecho. Estamos inmunizados ante los resortes básicos del género del terror –al miedo sin moral– y, para que un relato nos atemorice, tiene que incluir, entre el bien y el mal, otro eje. Precisamente el del vacío: la ausencia, la nada, imágenes sublimadas de la muerte. Este mecanismo para mantener nuestra seguridad en vilo no es, evidentemente, nuevo. Sigue la estela de Henry James en The turn of the screw, y es el miedo que más miedo nos da. En realidad lo otro, el susto y el sobresalto, no es miedo, es una apelación al acto reflejo y a lo extático, de manera que se aproxima más a la pornografía. O para decirlo de manera más prosaica: ofrece la misma relación entre la tensión –y jiñe– acumulada en la cola de espera de una montaña rusa y la liberación de esa misma tensión una vez montados en la atracción.
Ya no eran tan importantes los ataques de las hordas de zombies sino los largos pasajes de juego donde se ausentaban: atravesar las ruinas de una civilización desolada
En los videojuegos, un lenguaje aún en fase muy prematura de desarrollo narrativo y al que le cuesta mucho avanzar –a menudo plagiando argumentos de la literatura, de las series o del cine–, se aprecia muy claramente cómo evoluciona el miedo y cómo “se coloca” el terror. Los mecanismos más empleados tienen un aire adolescente: el zombie tras la puerta, los seres oscuros que encarnan un Mal nada complejo... se trata de una forma de entretenimiento y cultura popular muy proclive al maniqueísmo. Pero como cantaban Peter, Paul and Mary los dragones viven para siempre mientras que los niños crecen. Si nos centramos en el mainstream, el género de terror ha tenido una presencia permanente en la historia del entretenimiento digital, y desde siempre ha intentado elevar sus referentes. A principios de los noventa, por ejemplo, Alone in the Dark recurría sin apenas disimulo a los recursos de Lovecraft. Con los juegos interactivos se inauguró una manera especial de tratar el miedo –con elementos de acción, supervivencia, sangre y armas de fuego– que se bautizó como Survival Horror y que tuvo su mayor impacto en la cultura popular con la saga Resident Evil, Parasite Eve o Silent Hill, quizás el intento más sólido de la industria de acercarse al terror adulto. Prueba de ello es que Hideo Kojima, uno de los creadores más singulares de videojuegos –autor de la saga Metal Gear o del extraño Death Stranding–, ideó junto a Guillermo del Toro una revisión de Silent Hill que debía superar todos los tópicos y todos los sustos, y dar miedo ‘de verdad’. El proyecto se quedó en una demo jugable de media hora, y se desestimó.
Como el gamer empedernido que admito ser, nunca me interesó el survival horror. Hasta jugar a The Last of Us, en el que entré con reticencias y salí con entusiasmo. El juego de Neil Druckmann y Naughty Dog, de 2014, sin dejar de servir a la estructura clàsica del género, invirtió los términos. Ya no eran tan importantes los ataques de las hordas de zombies sino los largos pasajes de juego donde se ausentaban: horas de silencio, de soledad, de atravesar las ruinas de una civilización desolada por una pandemia. Un viaje a través de la nada –otra vez– en búsqueda de sentido, que bebe en gran medida de La carretera de McCarthy, con la misma exploración de un conflicto paternofilial, con una mirada postapocalíptica semejante, entre complaciente y admonitoria, sobre la misma América destruida y con sus pertinentes guiños al canibalismo. The Last of Us plantea un mundo devastado por una infección contagiosa. Un hongo llamado Cordyceps ataca por esporas el cerebro humano y transforma las personas en monstruos en tres fases: primero ‘corredores’ que persiguen los no infectados para morderlos y contagiarlos, luego ‘chasqueadores’, ciegos y ya con la cabeza deformada por el hongo, para acabar transformándose en ‘hinchados’, seres acorazados de pústulas que actúan como bosses de nivel. Sus apariciones, sin embargo, son contadas. Su amenaza se intuye más de lo que se manifiesta. Los esperamos cada vez que nos adentramos en un edificio oscuro, que se escudriña mediante el uso compulsivo de una linterna, un recurso ya explotado en Alone in the Dark. No siempre aparecen.
El grueso del juego lo protagoniza el viaje –en las coordenadas conocidas del western: de Boston a Salt Lake City– de Joel, un hombre que perdió a su hija, asesinada por la policía en los primeros tumultos sociales originados por la enfermedad; y Ellie, una preadolescente que es el primer humano al que se le conoce inmunidad al Cordyceps. La ironía, y lo que convierte The Last of Us en una narración adulta y compleja, es que en ningún momento los personajes saben muy bien cómo usar el poder de la inmunidad; las relaciones personales viciadas contaminan el horizonte del bien común, y el desarrollo de una hipotética vacuna resulta imposible con el tejido social y la confianza mutua arrasados por la violencia. El resultado es una guerra de todos contra todos: el gobierno que impone zonas de cuarentena y la ley marcial, la resistencia organizada que se le opone desde la clandestinidad, el resto de supervivientes que se precipitan hacia la deshumanización, eremitas que se toman la ley por su cuenta o grupos de nostálgicos de la civilización que se autoorganizan en pequeñas comunidades fortificadas para defenderse del resto. En este contexto, los terribles zombies mordedores son casi lo que menos miedo da, incluso generan buenas dosis de conmiseración por lo que son al fin y al cabo: enfermos. El triunfador de todo el cóctel resulta ser una mentira. Una mentira gorda que salva la vida de Ellie pero condena a la humanidad y que debería ser el motor de la segunda parte que se “publica” el 19 de junio.
The Last of Us no da sustos –o da muy pocos– y, si no fuera por las apariciones esporádicas de los infectados, que nos recuerdan por qué el mundo ha acabado así de desquiciado, podría incluso no ser un videojuego de survival horror; sino otra entrega de la saga de aventuras Uncharted de la misma compañía Naughty Dog. En muchos momentos, su fascinación por la vacuidad conmueve, en otros deriva hacia el absurdo. Cabe destacar, además, que contra la tendencia actual de la industria del videojuego a crear mundos abiertos y dispersos que favorecen la multiplicidad de la experiencia de los usuarios, The Last of Us es un mundo cerrado, lineal; y casi se regocija en ello. Más que un mundo, un camino narrativo del que no podemos escapar y que linda con lo profético. Cuando lo jugué en su día me pareció un entretenimiento de calidad, frío y alejado de mi mundo. Pero al revisarlo mientras las noticias hablan de rebrotes infecciosos, catástrofes económicas y altercados armados entre policía y civiles, me he cagado de miedo. Sin necesidad de llegar a ver ningún zombie.
Quizás entonces, como escribió Gabriel Ferrater, “olíamos el miedo que era el aroma de aquel otoño, pero nos parecía bueno. Era un miedo de los mayores”. Visto lo visto, ya somos mayores y quizás no estemos tan lejos de un escenario que nunca debió dejar de ser una distopía y un cuento sobre un futuro improbable. Algo habremos aprendido. Por lo que parece: todo lo que la mente puede concebir corre el riesgo de ser vivido.
¿El miedo nace o se hace? ¿Es un fenómeno natural –biológico– o un constructo de la mente, si es que se puede discernir lo uno de lo otro? No hay respuesta, y eso que hace siglos que nos lo preguntamos. Se rumorea que Jacques Necker, el ministro de Finanzas de Luis XVI, y uno de los fundadores del tinglado...
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Miquel Bonet
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