En torno a los videojuegos y su papel en la industria cultural
Si usted no encuentra el precio de un producto digital por ningún lado, entonces el precio es usted
Marcos Pereda 5/06/2019
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Cuando yo era un chaval, entre los despiadados ochenta y los pesarosos noventa, existían unas cosas que se llamaban “salas de máquinas”. No piensen en los sacacuartos de apuestas deportivas que crecen como setas a la entrada de cada instituto (sobre todo si hablamos de barrios con rentas bajas), no. Era otro asunto. Allí, rodeado de un montón de tipos que parecían extras de Yo, El Vaquilla, lo mismo podías jugar al billar que echar un futbolín, probar con los videojuegos o ver lo poco que te duraban tres bolitas (una, dos y tres) en esas pendientes del diablo que eran los petacos. Ahhh, los petacos. El millón. Pinball, si son ustedes lectores millennials. Yo tenía un amigo (lo sigo teniendo, vamos) que era un crack, sabía mover la estructura con un certero golpe de cadera (así, como un cantante de trap) y la esfera de metal (pero qué metal pulido, qué brillante, qué de luces) obedecía sin rechistar. Y de esa forma se pasaba la tarde, con una moneda de veinticinco pesetas (moneda enorme, plateada, con la cara de Franco en el reverso, que pesaba en el bolsillo como la promesa de un pecado) estirada horas y horas…
Quiere esto decir que cuando acudo al Congreso de Periodismo Cultural que organizó la Fundación Santillana en Santander hace unos días, y que este año estaba dedicado a la industria del videojuego, me siento un poco raro. Como nadando entre dos aguas. Porque sé de qué va el asunto (el Snow Bros, el Street Fighter II, una frikada muy adictiva que mi cuadrilla llamábamos el de los patos) pero a la vez soy consciente de estar totalmente desconectado de lo que es una industria pujante y, por su propia naturaleza, extraordinariamente dinámica. Vamos, que se me escapa la actualidad del mundillo, y llevó cargando sobre la espalda mi habitual saco de prejuicios. El mismo que paseo, ufano, por conciertos, exposiciones de arte contemporáneo, programas de la tele, salas de cine, campos de fútbol y cuanta manifestación cultural se le ocurra a usted, buen hombre). El que me dice que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque en los tiempos pasados yo era más joven (más niño, más adolescente, más yogurín, menos gordo) y mis recuerdos no me pueden engañar hasta ese punto. Solo que lo hacen, los puñeteros.
Pero esa es otra historia.
¿Conclusiones? Qué pereza… ¿pero a usted le gustan las conclusiones? Yo es que prefiero las preguntas, los indicios, las premisas. Y de esas me llevé un montón. Algunas picotearon mi curiosidad. Otras atacaron las ideas que traía preparadas de casa (no sé para qué las traigo, si luego no me sirven para nada). Veamos. Que la industria del videojuego factura más de 100.000 millones de euros. Anualmente. Nada menos. Que unos 2.300 millones de personas juegan a videojuegos, lo que equivale a un tercio de todos los que pisamos este planeta. Que en el desarrollo de los grandes títulos participan cientos de manos, desde diseñadores de personajes hasta escritores, programadores, compositores y casi cualquier miembro de la panoplia cultural que a usted le venga en mente. Y que la mayoría de entre los juegos más populares son gratuitos, y le asoman a los ojos por este aparatito que usted ahora (quizá) sostiene entre las manos. Asuntos todos ellos que encierran más sustancia de la que pudiésemos esperar a simple vista…
unos 2.300 millones de personas juegan a videojuegos, un tercio de todos los que pisamos este planeta
Dijo Gottfried Wilhelm von Leibniz (si uno tiene un nombre tan eufónico hay que decirlo completo) que quien meditase sobre los juegos hallaría en ellos materia para importantes consideraciones. No se refería a los juegos que aparecen en pantallas, pero la reflexión nos sigue valiendo. Antaño la actividad lúdica proporcionaba elementos de aprendizaje, de educación, a los chicos en pueblos y aldeas. Juegos con los que agudizar su puntería, sus reflejos, su capacidad para estar concentrados. En Cantabria se llamaban “a cusquiar”, “la gallibarda”, “la raposa”, “el celemín”. Espacios de escuela cuando en la escuela no había espacio, vicisitudes de sarrujanes en mitad de las brañas, con el sonido metálico del campano al fondo y la amenaza del lobo siempre presente. Juegos en los que el ganador recibe un premio y el perdedor un castigo, porque la vida es así de cabrona y en el monte los errores tienen, las más de las veces, pocas posibilidades de corrección.
Ahora los tiempos son otros, y se teme por defecto más que por exceso. Alienados de la sangre y la muerte presente en el día a día del medio rural hasta no hace tanto, los críticos con los videojuegos repudian la sangre, virtual, que salta hasta las pantallas en ejercicios muchas veces llenos de exageración e ironía. ¿Existen, con todo, peligros? Los hay, sin duda. La Organización Mundial de la Salud acaba de incorporar el trastorno con videojuegos como una enfermedad, una que además trasciende el cliché casi tópico del jugador eterno, y se detiene en otros aspectos, como la priorización del juego sobre todas las cosas, la afección a un correcto desarrollo de la vida en el día a día o los cambios de humor. Cabe señalar, con todo, que el porcentaje de quienes pueden padecer este trastorno oscila “solo” entre el tres y el cinco por ciento, según lo comentado en el Congreso por José Luis Ayuso Mateo, miembro del Comité de la OMS.
Pensaba, travieso, que quizá eso no sea sino una sensación de falsa seguridad. Y que la cuña nos las están metiendo por otro lado. Por el de siempre, añado. Con el tema del juego, no del videojuego. Lo explicaba Miguel Sicart cuando, hablando del muy exitoso “Fortnite” (ese entretenimiento que tiene sorbido el seso a muchos jóvenes), señalaba que algunas de las recompensas que se pueden adquirir en el juego no son sino bailes pensados para que los haga el avatar después de algún éxito. Sí, los mismos que luego reproducen en el córner futbolistas como Griezmann tras anotar un gol. Y que esos pasos están sacados (secuestrados) de la América afroamericana más suburbial. O, dicho de otra forma, apropiación cultural de primer orden, ríanse ustedes de lo que dicen de Rosalía…
A mí lo de la apropiación cultural me parece muy feo, pero empiezo a estar casi acostumbrado en este mundo lleno de pantallas donde los espacios en blanco de los mapas ya apenas existen. Así que, como buen cínico, me quedé con la segunda parte de la afirmación. Porque, aunque el “Fortnite” es gratuito las mejoras a nuestro personaje (como los bailes) no lo son. Y aquí empieza el negocio. O una parte de él. Partamos de la base de que si usted no encuentra el precio de un producto digital por ningún lado entonces el precio es usted. Sus datos, sus intereses, su perfil. Absolutamente todo es monetizado por estas empresas, bien para un uso directo o para reorientarlo a terceros. Tampoco se lleve las manos a la cabeza, que seguro que maneja alguna red social y la idea es exactamente la misma.
Pero lo otro ya no. Muchos de estos juegos aparentemente gratuitos esconden tesoros de todo tipo que son de pago. A veces resultan intercambios seguros, compraventas sin más. Yo te doy esta cantidad, tú me das este bonito sombrero para poder lucir más cool en pantalla. Pero otras no. Sistemas aleatorios. Cromos que esconden a estrellas en juegos de fútbol. Superpoderes en ese bonito entretenimiento que usted utiliza cuando está en el servicio (no lo niegue ahora, truhán). Ventajas que harían las delicias incluso de, por poner ejemplo aleatorio, una presidenta del Congreso de los Diputados. O, dicho de otra forma, el caballo de Troya de las apuestas (pues eso son, y no otra cosa) colándose hasta su mismísimo salón a través del ocio más aparentemente inocuo. Es a través de este agujero como se está introduciendo el “gusto por el azar” en segmentos poblacionales aparentemente ajenos a las apuestas fundamentalmente deportivas. Y a mí esto me molesta (y me preocupa) mucho más que las vísceras y ese comportamiento inhumano que ya exhibían, tiempo ha, los Tántalo o Zeus…
Las vidas, que cambian. Si alguno de los asistentes al Congreso me hubiese pedido que le llevase a la “Sala de Máquinas” de mi infancia, la de mi barrio, no hubiese podido ir.
Hoy, allí, hay una casa de apuestas…
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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