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El pasado mes de octubre Aurora Fernández Polanco presentaba en el Taller de CTXT, acompañada por Isabel de Naverán, su último libro, Crítica visual del saber solitario (consonni, 2019). Profesora de Teoría e Historia del Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense, crítica, curadora y editora de la revista Re-visiones, Fernández Polanco (León, 1954) plantea en esta obra una relectura de la estética como saber del cuerpo, sin dejar de comprenderla al mismo tiempo como una construcción ideológica burguesa, propia de “la clase ociosa”. Esta historiografía de la modernidad hasta nuestros días, que se despliega desde el ecofeminismo, elabora una crítica tanto de las formas del arte instituido, como de las formas de vida condicionadas por las anteriores; no hay forma sin formación. La escritura-como-montaje que ensaya su autora está atravesada por decenas de imágenes que son indisociables de los enunciados concretos del texto, de manera que discutir sobre estos sin tenerlas presentes fragmenta aún más la experiencia de un texto-exposición que vuelve a tejer el hilo rojo de la estética como saber y resistencia (de los cuerpos) populares, de un ensayo para el aprendizaje, y la práctica, de una estética contra las lógicas del capital.
Meses después del acto de presentación, años después de un primer encuentro entre la autora y quien escribe estas líneas en la Sala de Arte Joven –en uno de tantos talleres y seminarios para-académicos, mal llamados no formales donde Aurora suele estar presente tomando partido– y justo cuando empezaba mi colaboración en la sección de cultura de esta revista, nos “reecontramos” a pesar de la distancia para problematizar las formas de producción del conocimiento hegemónico; patriarcales, aisladas, individualistas. Hablamos del potencialidad emancipador de la estética, sobre encierros y saberes solitarios.
Aurora, ¿qué tal te encuentras? ¿Cómo has pasado estos últimos meses, tan dilatados?
Cuidando y siendo cuidada, en un entorno privilegiado de tribu de clase media, rodeada además de mis estudiantes, revisando trabajos y tesis doctorales, muy dispersa y descentrada respecto a lecturas y escrituras más personales. He seguido, eso sí, con mucho interés (y cierta esperanza) toda clase de artículos y reflexiones cortas, especialmente de gente joven que recupera preocupaciones que había dinamitado la pandemia y piensa con un coraje inmenso para imaginar otras formas de estar en el mundo.
Comienzas tu Crítica visual del saber solitario dando testimonio de la especialización y jerarquización de las formas de conocimiento que han regido en Occidente durante los últimos siglos, desde los inicios de la modernidad como racionalidad ilustrada. El dominio de la reflexión intelectual individual frente a los saberes y haceres artesanos, encarnados, colectivos. Escribes desde la experiencia y la consciencia de tu posición (de clase) como mujer y académica, como profesora universitaria: ¿qué salvas y qué condenas radicalmente de ese viejo mundo?
Me voy a quedar con la palabra radicalmente porque me permite advertir que el libro intenta ir de algún modo a la raíz, desbrozando la modernidad de una manera un tanto brusca. El pensamiento feminista no tiene a veces más remedio que pegar hachazos, con lo que desde luego se lleva muchas sutilezas consigo. La escritura a partir de imágenes concretas ayuda a ello. Soy consciente de este proceder y, a medida que pasa el tiempo, siento a veces la necesidad de revisarme, pero me reprimo (risas) porque nos sigo encontrando fuera del relato. En estos momentos en los que hemos tomado conciencia de la ecodependencia, el desaprendizaje es un continuo empezar de nuevo. Allí donde algo quema o urge hay que meter el estilete de la crítica; y es, nuevamente desde un punto de vista feminista, un pensar contra algo. Lo que salvo y condeno se va desgranando a lo largo del libro, pero desde luego hago una defensa de la estética como conocimiento sensible. Escribo en tanto profesora que acompaña a jóvenes creadores de un largo espectro, por ello la reivindicación de los haceres y la parte performativa que proporciona el cuerpo. Pero también escribo como mujer que mira hacia atrás y siente cuánto ha aprendido por otras vías, más domésticas y colectivas, lo que incluye el miedo a no poder hablar y buscarse por ello otras formas de aprendizaje y de comprensión. Un mundo de cuidados muy cómplice, que incumbe a tu cuerpo en primera instancia. Todo un conocimiento que (también) tiene que ver con la estética.
El atlas visual que estructura el libro y da forma a tu escritura está compuesto en gran medida por imágenes de encierro, cuerpos confinados en habitaciones, salas, espacios de estudio, a partir de las cuales articulas el nacimiento de la estética como “discurso del cuerpo”. Una aproximación que constata el origen de la estética como ideología burguesa, como un modo de subjetividad dominante ante el que te revuelves y que va fisurándose a medida que la narración se acerca al presente. ¿Cuánto hay de autocrítica? ¿Escribes contra la Aurora del pasado?
El pensamiento feminista no tiene a veces más remedio que pegar hachazos, con lo que desde luego se lleva muchas sutilezas consigo
Déjame que empiece por contestar a la última pregunta. No creo escribir contra, porque como tú y yo sabemos, el pasado está constantemente haciendo incursiones en nosotros. Y no acaba de pasar. Autocrítica sí, en tanto europea, occidental, privilegiada. En esas habitaciones cerradas, tal y como comento en el libro, en esas fantásticas pinturas de estudiosos modernos, poca actitud fenomenológica parece haber, poca conciencia corporalizada. Lo que intento recordar es que la estética nace y es reconocida por esos mismos filósofos como discurso del cuerpo, pero ha sido tratada siempre como la hermana pobre, o pequeña, de la familia filosófica (la metafísica, la ontología…). Igualmente, hoy que reclamamos tanto nuevas ecologías culturales y nuevos modos de vida, me doy cuenta gracias a compañeras, artistas, activistas y académicas latinoamericanas de lo importante que son en otras culturas ese tipo de aproximaciones que desplazan los modos de saber instituidos. De manera que vivo (y escribo) esta tensión.
Es seductor, y problemático, ejercer esta lectura crítica del saber solitario –introspectivo, teóricamente autosuficiente– desde la actualidad más inmediata, en un contexto, en un espacio-tiempo de soledad compartida y por ello levemente atenuada, de aislamiento y distanciamiento de los cuerpos digitalmente interconectados, cuando algunas de las vías de liberación que planteas a lo largo del texto se encuentran, aún de manera temporal o perecedera, cerradas. ¿Qué agencias podemos extraer de nuestro Gran Encierro colectivo y obligado, autoimpuesto se dice, tan desigual en sus condiciones y contingencias?
Efectivamente, tan desigual que, desde un punto de vista materialista y feminista, no deberíamos ser capaces de pensar en él sin considerarlo como un problema de clase. ¿Quienes son esos cuerpos digitalmente conectados? Nos encontramos con muy distintas experiencias físicas del encierro: las formas que tienen de vivir cuatro personas en treinta metros cuadrados (el trabajo materno en el confinamiento ha aumentado notablemente la carga de cuidados); o la parálisis a la que se han visto sometidas las prácticas económicas –incluidas las sexuales– de minorías racializadas; lxs jóvenes que la sufren literalmente en sus carnes y las poblaciones migrantes que no pueden afrontar las necesidades más básicas y, sin embargo, trabajan para proporcionar las nuestras. Me interesa pensar esa vulnerabilidad a la que tanto se apela ahora en términos de experiencia estética, es decir política, muy distinta en grados e intensidad a las operas transmitidas en abierto y saboreadas con una copa de cava o los paseos virtuales por unos museos que habían sido concebidos para estar físicamente en ellos. Sigo detectando en esas vías de liberación los mismos problemas que identificaba en el gusto refinado, solo que la sensibilidad de las clases instruidas en el siglo XVIII se ha visto perversamente dañada. A todo ello habría que añadir (ahora hablo desde mi experiencia) si hemos ganado o hemos perdido esa habitación propia que reclamaba Virginia Woolf por tenerla sistemáticamente conectada, como bien ha tratado Remedios Zafra, con tanto teletrabajo, tanta clase virtual y tanta escritura académica a salto de mata. En definitiva, si las condiciones materiales impuestas por el modelo de las TIC (que parecen elegir a quien darle el privilegio del tiempo y la palabra) impiden a un mismo tiempo el recogimiento necesario y con él la capacidad de imaginar algo para que pueda ser compartido. He sido muy tecnofílica, lo confieso, y me sigue fascinando el poder revolucionario inherente a esa manera de generar plataformas y redes de apoyo mutuo, por eso continúo en estos momentos, más que nunca, dándole muchas vueltas a las contradicciones instaladas en el corazón del libro.
Siguiendo la tradición de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, de las imágenes de la Bildung como un proceso simultáneo de autoformación (self-formation) y normalización social para el trabajo desde el interior del capital, se significa ahora especialmente la pérdida de la experiencia material, de todo lo que está ahí fuera, “bailes, olores, sabores, animales”. La falta de movimiento, de interlocución, socialización, comunidad y compañía, la falta de exterioridad, tan necesarias para la vida, y para la práctica, independientemente de en qué dirección estas se orienten. En esos puentes que trazas entre la Bildung y las concepciones arendtianas de la cultura como “cultivo”, o las foucaultianas del “cuidado de sí”, siguen siendo imprescindibles las demás, los otros, para “llegar a ser lo que se es”.
La juventud ilustrada que buscaba la autoformación tenía sus olores, sus bailes y sus sabores, pero decantados hacia el “buen gusto”. Contradictoriamente, preservaron el interés por la experiencia material del mundo, al mismo tiempo que reducían los límites del mismo. Afuera quedaban otros olores y sabores, otros gritos, como muy bien ha estudiado la extraordinaria historiadora Arlette Farge al tratar sobre la cara más invisible del siglo XVIII, el relato de los cuerpos, del pueblo que no lograba ingresar en la esfera pública. Hay en el libro una crítica (en el sentido moral de juicio) muy focalizada hacia el filisteísmo, esa “burguesía degenerada” de la que hablaba Walter Benjamin y llega (en mi imaginario) hasta Pasolini, que puso el dedo en la llaga cuando habló de las clases medias, la televisión y toda la bazofia que en la actualidad todavía estamos viviendo de un modo cuantitativamente amplificado. Me refiero al genocidio cultural provocado por el consumismo. Quiero pensar que, más allá de la muy alta cultura, hay un espíritu popular, tan del gusto de Pasolini, que resiste. He tratado de rescatarlo –quizá me equivoque– en los memes de las mil y una triquiñuelas que algunas y algunos vecinos –pienso en casos italianos o andaluces– han sabido realizar para no perder los sabores, los olores, el contacto y la alegría de estar con otros. De eso también se ocupa la estética. Pero, en general, no he considerado la crítica como condena, sino en lo que supone poner algo en crisis. Cuando la gente que tiene capital cultural sigue apostando por la necesidad de mantener las brasas de ese “cultivo” del que hablas es porque el enemigo, en forma de Trump, Bolsonaro o “cayetanos” sin pudor, nos invita inevitablemente a salvar las formas más políticas (y más estéticas) del pensamiento ilustrado. El propio Marx es un ejemplo, ya que era un burgués ilustrado preocupado también por el cuidado de sí. Lo que ocurre es que hoy en día eso no basta si no tenemos una conciencia clara de nuestra ecodependencia. Es entonces cuando el cultivo, la cultura en cuanto “cura”, se relaciona con una red de cuidados en la que podemos perder en intensidad (tan masculina en la cultura teórica heredada) pero ganar en la amplitud que otorga lo que denominan sentípensar, con cuatro ojos y las manos en la masa… Y en esto, qué quieres que te diga, hay otras culturas, las más machacadas y aniquiladas por su defensa del buen vivir –pienso en el goteo de asesinatos de líderes indígenas–, que nos llevan una ventaja innegable.
A partir del cuadro de Thomas Gainsborough Las hijas del pintor (National Gallery, 1756), rescatas la curiosidad como un saber del cuerpo que, aún siendo inherente a la Bildung, funda una práctica estética distraída, sensorial, táctil. Si esta curiosidad no es solitaria, y opera de fuera hacia dentro, se opone al aislamiento interno cancelando la condición de posibilidad para la atención. En la paradójica situación que estamos viviendo, al hábito forzado del confinamiento se añade la dificultad –o imposibilidad– para la concentración. ¿Se atenúan o debilitan así ambas disposiciones: la atenta e introspectiva y la curiosa o distraída?
La cultura en cuanto “cura” se relaciona con una red de cuidados en la que podemos perder en intensidad pero ganar en la amplitud que otorga lo que denominan sentípensar
Es cierto, en el libro hago un elogio de esta distracción de la que hablas que, cuando se vuelca a la creación, ha de ir contradictoriamente acompañada de una enorme posibilidad de concentración. Que te dejen estar a lo que estás. Muchas amistades, incluso las que han pasado solas la cuarentena, me han señalado en estos días la imposibilidad de centrase en la lectura o la escucha atenta, lo que supone la dificultad para divagar o imaginar que potencia el libro, la música, el paseo o el museo. Y esto sí que es la pérdida de una herencia ilustrada que hemos de lamentar. Lo que ocurre, y de eso trato también en el libro, es que desde las revueltas de los años sesenta se empezaron a valorar extraordinariamente unas formas de singularizarse que pasaban por la tensión de “ir en contra”, y para ello estar juntos, hablar mucho, pasear, manifestarse, bailar o tomar drogas. Se abría en canal la forma de vida del sujeto burgués en su interior aterciopelado en una especie de –al mismo tiempo histérica y melancólica– intuición de que algo iba a ir muy mal. Pensemos que en los setenta las formas se radicalizaron hacia el punk o la lucha armada. Parecía que no había tiempo para encerrarse a leer y a pensar en solitario. Son dos formas de vida propias de la cultura occidental que aprendieron muy pronto a convivir. Lo que me preocupa de la situación en que estamos viviendo es que esta segunda forma, más distraída y comunitaria, se tienda a sustituir por vivencias que nos organizan las plataformas digitales, privadas. Ya te lo he comentado anteriormente. En este sentido retomo el manifiesto lanzado desde CTXT y que apela a la necesidad de luchar contra un mundo virtual
La distracción benjaminiana, y la ensoñación (o rêverie), son modos de la percepción que resignificas como características históricas de la formación de las mujeres cultas burguesas, de las lectoras, al presentar estos estadios una oposición o resistencia a los hábitos patriarcales sostenidos en la disciplina de la atención. Despliegas en estas páginas una crítica feminista a la historiografía de la modernidad, siguiendo a Griselda Pollock y otras autoras, para formular una experiencia específica de la modernidad desde el encierro doméstico de las mujeres.
Sí, esta parte la he escrito con mucho cariño, prácticamente situándome yo misma en estado de ensoñación, esa empatía necesaria según algunos psicoanalistas. Quizá las chicas más jóvenes ya no sepan nada de ese mundo, pero, exagerando muchísimo, mi generación tiene todavía un pie en el XIX y otro en el XXI (risas), ¡con lo que imagínate! Hay una parte que apenas enuncio y me gustaría en algún momento completar que es la de la distracción ensoñada como arma de resistencia frente a todo tipo de variantes del mansplaining. Algo debe de quedar en el interior de muchas casas de familia, porque la mayoría de mis estudiantes saben perfectamente de lo que hablo. Esa forma de “estar en babia” logra ser muy resistente. Desde luego que en mis clases puede volverse contra mí, pero prefiero defender esa “atención flotante” porque puede ser muy productiva, porque afina la capacidad analógica, el pensamiento mediante afinidades, correspondencias… Una forma de pensar por montaje que me ha servido para articular el libro.
Otra de las líneas de fuga que presentas a lo largo del libro es la del potencial emancipador de la práctica estética. Defiendes el ejercicio activo del arte –y no su recepción pasiva– por parte del cuerpo obrero o proletario, subalterno, desestabilizando de esta manera la división social del trabajo, muy acusada en tiempos de hiperespecialización. Es en la accesibilidad a la práctica estética donde reside el riesgo sistémico, la fisura, la subversión radical de la estética como construcción burguesa, y del aparato educativo-académico en su conjunto como reproductor social de las diferencias de clase. Recoges episodios como el socialismo utópico de William Morris, o la experiencia Bauhaus, en un intento por dotar de herramientas a un nuevo artesanado contemporáneo que se levante desde las ruinas del precariado para materializar en un cuerpo colectivo la praxis artística y técnica sin escisión. ¿Cómo se proyecta una política educativa capaz de desbordar las restricciones imaginativas del actual diseño institucional, tan segregado y jerárquico? ¿Es posible utilizar la innegable actualidad del Arts & Crafts para sintetizar las profesiones “liberales” y los oficios “serviles” sin atacar los cimientos de las Facultades de Bellas Artes, en particular, y de la Universidad en general?
Los espacios influyen, y todas y cada una de las condiciones y las prácticas materiales que dicen tanto como los discursos que salen de nuestra boca
¡Ay!, ese es el gran tema, muy esbozado en el libro, casi como para recordarme a mi misma como profesora que no hay posibilidad de impartir la asignatura “Estética” sin contar con las formas de sensibilidad obreras. La escritura de trazo grueso y abocetado con la que escribo el libro es posible gracias al método de pensar con imágenes concretas. Esta cuarentena hemos recibido algunas magníficas. He tratado de activarlas entre mis estudiantes. Cuando se rebaja por obligación el nivel de exigencia técnica, no quedaba otra solución que soplar fuerte con el fuelle de la ilusión. Que miren alrededor y vean cuantos de sus compañerxs exploran vías transversales y cómo la producción de subjetividad, en la que estoy particularmente muy empeñada, invita a nuestros estudiantes a poner el foco en procesos personales que vayan más allá de la figura del artista auto-expresivo. Por ejemplo: proyectos que tratan de responder a una situación crítica de urgente transformación ecosocial en los que ya no cabe la vieja separación entre las bellas artes y la artesanía. Y, en este sentido, sí, desde luego que hay una contradicción inmensa entre estos ideales y la caduca institución/universidad de las Bellas artes separada de las Escuelas de Artes y Oficios. ¡Es un problema irresoluble para el que sueño una solución: la gran casa de las artes para el buen vivir! No se trata en ella de volver a estadios pre-capitalistas, sino de seguirle la pista a la inmensa y lúcida cantidad de investigaciones artísticas que en las últimas décadas han diseñado un programa que, déjame decirte, pasa por lo ecológico, lo socialista y lo feminista, recorre la antropología y el tratamiento del barro, el diy ginecológico, la biología, el huerto urbano y el macramé. Falta voluntad política, pero materia de la que tirar tenemos ¡y mucha! Por voluntad política me refiero a que no os tengan precarizados y financien vuestros proyectos (te incluyo claramente en esta línea en un ejercicio distinto de la práctica arquitectónica). Falta financiación porque este tipo de investigaciones artísticas que muchas veces se desarrollan a medio camino entre el museo, la academia y los espacios alternativos están poniendo en marcha una imaginación radical con mucha potencia. Ahí también hay que invertir aunque no lo llamemos ciencia.
El momento inicial, TESIS, se cierra con dos episodios protagonizados por “señores”: En defensa de la torre de marfil, de Panofsky (1952), y el caso Adorno (1969). El primero, una vindicación elitista y excluyente de la humanitas; el segundo, la incapacidad de adaptación a los nuevos tiempos del envejecido marxista occidental, su retiro en el gris de la teoría, en la clase magistral, su renuncia a la práctica. ¿De qué manera impregnan hoy esas viejas formas los imaginarios de la educación contemporánea?
¡Pobres Panofsky y Adorno, tanto como los he leído! Han sido el blanco necesario para un pequeño ajuste de cuentas feminista. De hecho, el caso de las mujeres que irrumpen en la clase de Adorno, con flores y en topless, está recogido por Hito Steyerl en una de sus obras. Yo no hago más que leer esa pieza. ¡Y es que era 1969, un año de rompe y rasga! En cuanto a Panofsky, su defensa de la torre de marfil, en un pequeño texto que encontré en el corazón de la academia harvardiana, sí, era el blanco perfecto contra el que lanzar mis dardos feministas, porque, ciertamente, como bien dices, son modelos que todavía impregnan la educación contemporánea. Es ahora, a posteriori, cuando me doy cuenta de que lo que me interesa de esa critica al solitario de la torre de marfil no es el hecho de apostar por prácticas más o menos colaborativas o transformarlo todo en talleres y seminarios, sino que esa soledad de quien piensa o escribe, no necesariamente en un cuarto propio (y si es propio está rodeado de reclamos hacia los cuidados) está poblada. Porque el punto de vista situado no tiene detrás la abstracción de la humanidad, sino condiciones sociales y materiales muy concretas que se translucen en la escritura. Es así como se desarrolla una empatía muy fuerte, un pensamiento acompañado, si quieres. No te puedes hacer una idea de lo que sigue imperando en el campo de las humanidades el paper impersonal, una “cientificidad” que sobrevuela el mundo.
El segundo momento, CRISIS, se desarrolla en el contexto postsesentayochista, insurreccional, cuando la articulación de formas de vida colectivas, desbordantes, hacen envejecer de golpe la institucionalidad anterior y las teorías devienen en prácticas. Aportas imágenes magnéticas, como la del gran anfiteatro de la Sorbona convertido en “Fábrica de sueños” (1968) y, en particular, The Womanhouse Project de Judy Chicago y Miriam Schapiro (Los Ángeles, 1971), un ensayo de politización de la ritualidad del espacio doméstico en el que el trabajo y el arte, la reflexión y la acción, tienen lugar sin solución de continuidad, fuera de la universidad. Como el Campus de Vincennes, que también era un afuera donde Deleuze, plenamente consciente de la voluntad de forma de sus seminarios, decía: “la relación aquí pasa por el malestar… Hay muchas formas de estar mal, se dice, ¡mierda, estoy en un anfiteatro!”. El hacinamiento de los cuerpos en el aula, su resistencia a la disciplina del mobiliario (retirar o colonizar las mesas), estar de pie juntos, evitar las jerarquías, gestionar la visibilidad, etc. ¿Qué influencia tiene la forma del espacio, del dispositivo educativo sobre el discurso? ¿Cómo detonar las convenciones apriorísticas de los espacios donde nos juntamos para aprender y enseñar, ahora que están vaciados? ¿Cómo seguiremos ensayando prácticas de presencialidad en el horizonte postpandémico que nos espera? Los malestares propios de la educación online, distanciada y des-incorporada, nuevamente burocratizada, intensifican los ya existentes y están por somatizar, y explotar.
Fíjate qué lejos estamos de esa solución de ausencia de cesura que mencionas entre el espacio doméstico, el arte, la reflexión y la acción. El estallido de incontables pequeños mundos que comparten contenido digitalizado se ha convertido a veces en la perversa cara opuesta de esa charla incesante por la que tanto lucharon en el entorno del 68. Muchos dicen que esta indefinición preparó el camino a la flexibilidad del capitalismo. A mí me gusta pensar con Franco Berardi (Bifo) que la conexión no es la conjunción, vieja palabra sesentayochista. En cuanto a la voluntad de forma de los cursos de Deleuze en Vincennes, esa conciencia tan lucida del malestar que tenía, veo que te fascina tanto como a mí. Claro que los espacios influyen, y el orden de pupitres en las clases, y todas y cada una de las condiciones y las prácticas materiales que dicen tanto como los discursos que salen de nuestra boca. Leyendo ahora esos capítulos me pregunto cómo voy a contestar la pretensión de construir Universidad digital, sin la “tridimensionalidad” de los cuerpos, los espacios y las relaciones que se tejen entre ellos. Es un asunto que tengo entre manos y me preocupa mucho, porque quienes como tú y como yo nos dedicamos a pensar las prácticas espaciales, los hábitos y los comportamientos como un amasijo entre saber y poder vamos a tener mucho trabajo en estos momentos. Y mucha responsabilidad.
Sitúas el tercer momento en el marco que sigue al 15M (2011), a partir de un paradigma transitorio entre el caos y la complejidad que recoges de Félix Guattari. CAOSMOSIS es el último de tus enunciados contra la institucionalización del saber solitario, del individualismo estético y sus modos de subjetividad y acumulación de capital cultural, tan característicos tanto de la academia como del campo artístico, ámbitos que hoy se retroalimentan. En estas páginas finales, que son más afirmativas o constructivas que las anteriores, retomas las críticas antes elaboradas para proyectarlas, atravesadas por una mirada marcadamente ecofeminista y decolonial que se apoya en una alianza de interdependencias, en tres desplazamientos: “mover la clase”, “bajarle los humos a la teoría”, “performar la teoría”. Ensayos materiales, prácticas corporales colectivas para vivir (bien) juntos. Dormíamos, ¿despertamos?
Esta frase que recogemos del 15M nos puede hablar del umbral del sueño donde parece ser que se vislumbra lo por venir. Desde luego que dormíamos, hasta arriba de somníferos, a juzgar por lo que cuesta despertar. Por enlazar con la pregunta anterior, cómo voy a adaptar a la digitalización de la enseñanza todos esos presupuestos que citas: mover la clase y performar la teoría. Otro tanto ocurre en los museos. Isidoro Valcárcel Medina hizo una visita guiada a las carboneras del MNCARS, pero un grupo de mis estudiantes de Teorías del Arte Contemporáneo nos llevó durante un taller a recorrer la Facultad desde los sótanos (tuvimos que pedir permiso) hasta la azotea o las huellas de otros tiempos en los jardines. Te digo que casi llegamos hasta la guerra civil. Hacía un sol de enero y algo pasó entre nosotrxs. ¿Cómo recuperar digitalmente todo esto? En cualquier caso, estoy segura de que seguiremos empeñadas en este tipo de desplazamientos de los que hablo. Como te decía, tengo la suerte de estar en contacto con jóvenes, artistas o activistas, ligadxs a movimientos sociales o a chirigotas de Cádiz que están ya tirando de la alarma del tren del progreso. Son de algún modo esperanzadores videntes infiltradxs en los pequeños capilares de esos mundos plurales de las ecologías culturales. Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad. Me acojo a Gramsci, un “saber solitario” obligatoriamente encerrado, que salvo con gusto.
El pasado mes de octubre Aurora Fernández Polanco presentaba en el Taller de CTXT, acompañada por Isabel de Naverán, su último libro, Crítica visual del saber solitario (consonni, 2019). Profesora de Teoría e Historia del Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense, crítica,...
Autor >
Andrés Carretero
Andrés Carretero (1986) es arquitecto y crítico. Su práctica abarca una concepción expandida de la arquitectura atravesada por el arte, la teoría y lo político. Co-fundador de MONTAJE – infraestructura cooperativa de producción arquitectónica y co-editor de Materiales concretos.
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