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Durante sus primeros años de vida, la palabra innovación se utilizaba en sentido peyorativo y servía para denunciar a los falsos profetas y a los disidentes políticos. Thomas Hobbes utilizó la palabra innovador en el siglo XVII como sinónimo de conspirador vanidoso; Edmund Burke denunció públicamente a los innovadores del París revolucionario por ser destructores y malhechores; en 1837, un cura católico de Vermont dedicó 320 páginas a denunciar al “innovador”, el arquetipo de hereje, que tildaba de “infiel y escéptico de corazón”. El escepticismo del innovador representaba una conspiración destructiva contra el orden establecido, ya fuera en la Tierra o en el cielo; y si el innovador se hacía llamar vidente, era además un falso profeta.
Sin embargo, hacia finales del siglo pasado, la costumbre de innovar había comenzado a desprenderse de las asociaciones con conspiraciones y herejía. Puede que se produjera un importante punto de inflexión hacia 1914, cuando Vernon Castle, el instructor de baile más famoso de Estados Unidos, inventó una versión estadounidense simplificada y “decente” del tango argentino a la que llamó “la innovación”.
“Nos encontramos ahora en un estado de transición hacia un baile más hermoso”, afirmó Mamie Fish, la famosa miembro de la jet-set neoyorkina a la que se atribuye la invención del nombre del baile. En 1914 explicó en el Omaha Bee que “este último es un baile particularmente hermoso, que carece de todas las excentricidades y el abandono del ‘tango’, y que no es en absoluto difícil de aprender”. Al dejar de ser un pecado degenerado, “la innovación” se había convertido en algo positivamente decente.
La ubicuidad contemporánea de la palabra innovación es un ejemplo de cómo el mundo de los negocios, a pesar de reivindicar continuamente una precisión racional y empírica, también invoca una mitología enigmática propia. Muchas de las palabras que aparecen en mi último libro, Keywords, giran en torno a esta y su importancia la determina la relación que tienen con el poder de la innovación.
El antiguo escepticismo destructivo del falso profeta innovador se ha convertido en la visión altamente lucrativa de un visionario tecnológico
El valor de la innovación está tan extendido y es tan aparentemente manifiesto que cuestionarlo parecería extraño; sería como criticar la belleza, la ciencia o la penicilina, que son cosas, como la innovación, a las que se trata como si fueran valores humanos abstractos o cosas socialmente útiles a las que difícilmente podemos imaginarnos renunciando. También es cierto que muchas de las cosas que se consideran innovaciones son verdaderamente innovadoras en el sentido estricto de la palabra: procesos originales o productos que satisfacen alguna necesidad humana.
Un académico puede descubrir pruebas documentales que transformen nuestra comprensión de un evento histórico; un ingeniero automovilístico puede desarrollar unos nuevos procesos industriales que aligeren el peso de los coches; un ejecutivo empresarial puede extraer valor adicional de sus empleados automatizando la producción. Todo eso son maneras nuevas de hacer algo, pero son “algos” muy diferentes. Algunas de esas cosas requieren una combinación de tenaz persistencia e imaginación interpretativa, otras utilizan la experiencia matemática y técnica, y aún otras una visión organizativa y práctica implacable.
Pero la innovación tal y como se utiliza casi siempre hoy en día viene acompañada de un componente implícito de benevolencia: casi nunca nos referimos a seguros de impago de deuda innovadores o armas químicas innovadoras, aunque claramente son innovaciones. El antiguo escepticismo destructivo del falso profeta innovador se ha convertido en la visión altamente lucrativa de un visionario tecnológico.
En la actualidad, la forma más popular de innovación es la que se concibe como un concepto independiente, una especie de espíritu administrativo que abarca casi todas las esferas institucionales, desde las organizaciones sin ánimo de lucro y los periódicos hasta las escuelas y los juguetes para niños. El diccionario Oxford (OED, por sus siglas en inglés) define la innovación como “la alteración de lo establecido mediante la introducción de nuevos elementos o formas”. El primer ejemplo que ofrece el diccionario se remonta a mediados del siglo XVI; por otro lado, el adjetivo “innovador” no se utilizó prácticamente hasta la década de 1960, aunque desde entonces su popularidad se ha disparado.
En los últimos años se ha producido también un resurgimiento del verbo “innovar”. La acepción intransitiva del verbo (en inglés) es “incorporar o introducir novedades; realizar cambios en algo establecido; introducir innovaciones”. Su anterior significado transitivo (en inglés), “cambiar (una cosa) por algo nuevo; alterar; renovar” figura como obsoleta en el OED, aunque últimamente ha experimentado una especie de renacimiento. Ese era el significado activo que se asociaba antes con los conspiradores y los herejes, que innovaban la palabra de Dios o el gobierno, en el sentido de socavarlos o acabar con ellos.
La principal contradicción que existe en la historia de la palabra innovación se plantea entre su anteriormente prohibida connotación religiosa y el significado beneficioso y práctico que predomina en la actualidad. Benoît Godin ha señalado que la innovación se recuperó como concepto secular a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando pasó de ser un reflejo teológico a ser una forma de praxis mundana. Su designación gramatical evolucionó a la par que su significado. En lugar de ser una discreta irrupción en un orden establecido, la innovación como sustantivo incontable [con el sentido en inglés de “en general”] se convirtió en una capacidad visionaria que los individuos podían alimentar y desarrollar de modo práctico en el mundo; de igual modo, se convirtió en el proceso de implementación de esa capacidad (por ejemplo, “El compromiso de Lenovo con la innovación”).
La innovación como sustantivo contable [con el sentido en inglés de “en particular”] fue un producto de ese proceso (por ejemplo, “el nuevo iPhone contiene innovaciones como una cámara de alta resolución”). No obstante, este nuevo significado evolucionó con lentitud. El antiguo vínculo de esa acepción con la idea de engaño y conspiración le acompañó hasta bien entrado el siglo XX.
Joseph Schumpeter, que articuló en 1911 una influyente teoría de la innovación en su libro La teoría del desarrollo económico, que se publicó tres años antes de que debutara la innovación en el tango, la trataba al mismo tiempo como un proceso y como un producto, sin que figurara rastro alguno de la antigua connotación conspirativa. Schumpeter utilizó la “innovación” para describir la tendencia del capitalismo hacia el tumulto y la transformación. Un elemento clave de su concepción es la distinción que realiza entre innovación como refinamiento de un proceso o producto y la invención, que es la creación de algo completamente nuevo.
Schumpeter desconfiaba de la mitología del inventor, aunque el innovador, que era una figura más compleja, era fundamental para el proceso que estaba describiendo. Schumpeter comprendía la innovación de forma histórica, como un proceso de transformación económica, pero ese proceso histórico dependía en su opinión de que un agente creativo, privado, la llevara a cabo. El término que empleó Schumpeter para nombrar a este agente fue el de “emprendedor”. Innovar, escribió Schumpeter más adelante, era “revolucionar el patrón de producción explotando una invención o, en términos más generales una posibilidad tecnológica sin precedentes, para producir un nuevo artículo”.
En la segunda década del siglo XX, la palabra comenzó a aparecer de manera habitual en nombres de marcas y anuncios (y modas de baile pasajeras) con la forma más familiar para nosotros hoy en día: como un producto o proceso nuevo o mejorado. Uno de los primeros productos importantes que se publicitó como una innovación fue el baúl ropero Innovación, que los grandes almacenes Gimbel pusieron a la venta en 1915 para apelar al deseo de los clientes por la quimera de lo nuevo. (Los baúles, cuyas características innovadoras parecían ser la durabilidad y la “construcción espaciosa”, fueron tan populares que “baúl innovación” pasó a ser un nombre genérico que se aplicaba a cualquier baúl, como “Kleenex” se utiliza para todos los pañuelos de papel).
Pocas veces escuchamos decir de un carpintero, fontanero o ama de casa que sean innovadores, a pesar de la imaginación y capacidades que tienen todos
Aunque la innovación recuperó su reputación y se libró totalmente de la idea de subversión, sigue conservando su antiguo matiz de visión profética individual, ese talento de aquellos que, como dijo Hobbes de los “innovadores” en 1651, “se consideran más sabios que los demás”. No es que la innovación haya perdido su antigua connotación moral, sino que se ha invertido: lo que antes se consideraba degenerado y engañoso ahora se ensalza como visionario.
En una reseña que escribió en 2011 un reportero del San Francisco Chronicle sobre el fallecido ejecutivo informático de Apple, Steve Jobs, que probablemente sea el arquetipo del héroe-innovador de nuestra era, elogió su “constante deseo de innovar y correr riesgos”. En este caso el verbo aparecía utilizado en su forma intransitiva (en inglés), con su acepción más moderna (es decir, sin complemento directo) aunque no aparezca por ningún lado el más mínimo indicio de una referencia. Jobs ya no innova sobre algo en particular, y eso permite que “innovar” suene como una especie de mantra. “Si no innovas cada día y no tienes un conocimiento profundo de tus clientes”, explicó un ejecutivo quesero de Denver al periódico Denver Post en 2010, “simplemente no creces”. Y cuando el autor de un obituario dedicado a Jobs escribió en el Wall Street Journal que el ejecutivo de Apple era un “profeta secular”, que hizo de la innovación “una forma de esperanza totalmente secular”, resulta evidente que en realidad el término nunca había perdido su antigua asociación con la profecía.
Además de mistificar la creatividad misma (que hoy en día parece más una explosión de inspiración intuitiva, una epifanía, y menos un trabajo), la “innovación” le otorga a la creatividad una dimensión tanto profesional como de clase muy concreta. Casi siempre se utiliza para las actividades cualificadas y lucrativas, aunque su creciente popularidad en contextos educativos sirve para reflejar la progresiva influencia que tienen en este campo los modelos basados en el mercado. Se supone que las organizaciones de calidad la cultivan entre sus empleados al darles la libertad para trabajar de forma independiente y creativa. Pocas veces escuchamos decir de un carpintero, fontanero o ama de casa que sean innovadores, a pesar de la imaginación, improvisación y capacidades de gestión que tienen todos.
Las publicaciones de negocios elaboran listas con los “países más innovadores del mundo”, un uso curioso que describe a) una capacidad que se limita a las fronteras nacionales, como si la creatividad se disipara o incrementara cuando se abandona el control de pasaportes; y, al mismo tiempo, b) un talento humano intrínseco que no se limita a sectores, industrias o medios concretos.
Otro ejemplo de la mistificación creciente de la palabra es cómo se ha terminado aceptando la construcción tautológica “innovar en innovación”. “¿A quién se le da mejor innovar en innovación?”, se preguntaba la Harvard Business Review; esa misma publicación patrocina asimismo un generoso premio denominado el “Desafío de innovar en innovación”. Es posible que alguien pueda “innovar” sin intervenir en ningún proceso o idea aparte del acto en sí de la innovación misma. Es posible que alguien pueda innovar en círculos, para siempre.
La innovación, en tanto que rasgo individualista, propio únicamente de los trabajadores cualificados, redefine las crueles vicisitudes de una desigual economía global
La innovación es un ejemplo de cómo la producción y la circulación de productos asimila propiedades fantásticas, y hasta teológicas, que no tienen relación alguna con la mano de obra que los produce, o en el caso de muchos usos habituales del verbo “innovar”, que no tienen relación alguna con ningún objeto. En ese sentido, cuando los políticos liberales promueven una “agenda innovadora”, incluida la condonación de la deuda estudiantil para los “creadores de startups”, como prometió Hillary Clinton durante su campaña presidencial de 2016, no está clara la diferencia con cualquier otra forma de ayuda pública para empresas. Y cuando los políticos conservadores o los directores generales se lamentan porque los sindicatos y la regulación pública del sector privado “obstaculizan la innovación”, podemos detectar no solo una ofuscación ridícula, sino también otro ejemplo del desprecio burgués por la mano de obra.
La innovación es, por tanto, un concepto teológico que se convirtió en una teoría de la producción de mercancías y que últimamente se ha vuelto una mercancía en sí misma. Mientras tanto, el innovador ha seguido asociándose con un carisma novedoso y visionario. No obstante, cuando antes la mayoría de personas temía las innovaciones por ser venales y destructivas, ahora la innovación se entiende como el refinamiento de un proceso técnico, en el que la creatividad se convierte en beneficio.
No obstante, como pone de manifiesto la mítica figura de Jobs, más que sustituir la profecía por el procedimiento, las alabanzas modernas a la innovación complementan la una con la otra. Tanto en el mundo empresarial como en la educación y la política, la innovación es al mismo tiempo espiritual y tecnológica, una reacción del individuo frente al malestar burocrático y también el espíritu de creatividad que tiene que cultivar esa misma burocracia. En consecuencia, la innovación es un concepto extrañamente contradictorio, que es simultáneamente grandioso y modesto, azucarado y pesimista.
El significado profético que se encuentra profundamente arraigado en su historia permite que la innovación represente casi cualquier tipo de transformación positiva y, en el siglo XXI, sirva para lo mismo que “progreso” sirvió en los siglos XIX y XX. En Estados Unidos, la innovación también sugiere una actualización tecnológica del mito del “ingenio yankee” o del “saber hacer” (ese espíritu de inteligencia mecánica y energía emprendedora que antes se asociaba con la clase artesana de Nueva Inglaterra). Si antes eran los míticos inventores de la época industrial estadounidense (Alexander Graham Bell y Thomas Edison enredando en sus talleres), ahora el ciudadano modelo de nuestra era capitalista es el innovador.
Pero el objeto de la mayoría de las innovaciones actuales es algo más esquivo: es posible tocar un teléfono o un fonógrafo, pero ¿quién puede posar sus manos sobre el algoritmo de Amazon, los seguros de impago de deuda, un fragmento del código patentado de Uber o un acuerdo de libre mercado? La innovación, en tanto que rasgo intangible e individualista, propio únicamente de los trabajadores cualificados, redefine las crueles vicisitudes de una desigual economía global para determinarlas como los lógicos productos de una brillantez creativa y visionaria. Con este nuevo aspecto, el innovador conserva tanto rastros del profeta como indicios del estafador.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en Jacobin.
John Patrick Leary es el autor de Palabras clave: el nuevo idioma del capitalismo [Keywords: The New Language of Capitalism].
Traducción de Álvaro San José.
Durante sus primeros años de vida, la palabra innovación se utilizaba en sentido peyorativo y servía para denunciar a los falsos profetas y a los disidentes políticos. Thomas Hobbes utilizó la palabra innovador en el siglo XVII como sinónimo de conspirador vanidoso; Edmund Burke denunció públicamente a los...
Autor >
John Patrick Leary (Jacobin)
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