Oda a la vejez en tiempos de covid-19
Desde hace mucho tiempo, quizás por el efecto estadístico, estamos anestesiados ante las cifras de mortalidad, pero más aún cuando se trata de la muerte de las personas que la sociedad etiqueta de ‘ancianos’
Casandra Greco 16/06/2020
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La muerte de centenares, de miles de “ancianos”, ha dejado a su paso un horror vacui. La muerte indigna de nuestro propio pasado puso al descubierto el espectáculo dantesco de la deshumanización y crueldad del siglo XXI. El maltrato y abandono de la vejez en residencias y domicilios ha sido retransmitido casi en directo. A través de las pantallas de televisión hemos presenciado el transitar incesante de cuerpos ajados enfundados en plásticos; camiones rebosantes de féretros; mortajas arrojadas a fosas comunes. Nadie previno. Nadie gritó ¡Alto! y todo este infierno desfiló silenciosamente ante la mirada impertérrita de la OMS, Naciones Unidas, Unión Europea y gobiernos. Cuando se presencia de nuevo el holocausto, es imposible no hacerse determinadas preguntas: ¿por qué murieron tantos ancianos?, ¿fue la madre naturaleza?, ¿se pudo evitar?, ¿qué falló?, ¿acaso no mueren también jóvenes o son voluntariamente invisibilizados?
Cada día, desde marzo de 2020, nos hemos despertado y acostado con la implacable tiranía y crudeza del invierno de las estadísticas de mortalidad por covid-19. Con obsesiva pulcritud, la estadística computa cifras anonimizadas de vidas extinguidas. Es la relación de los muertos, ordenados en columnas. A veces muertes desagregadas por datos minimalistas de sexo e intervalos de edad que culminan en ese superior a 90 años. Casi como si quisiera indicar la meta máxima de supervivencia de la empinada montaña que es la vida, especialmente para las clases sociales más desprotegidas, frágiles y vulnerables. Aquellas que de manera sistemática son injusta e impunemente desfavorecidas por razón de código postal, etnia, raza, desempleo y vejez.
Albert Einstein siguió trabajando en física teórica hasta el mismo día de su muerte, a los 76 años de edad
Desde hace mucho tiempo, quizás por el efecto estadístico, estamos anestesiados ante las cifras de mortalidad, pero más aún cuando se trata de la muerte de las personas que la sociedad etiqueta de “ancianos”. Nuestra mente entonces la digiere más rápidamente porque vejez y muerte tienden a aparecer entrelazadas. Es, pensamos, algo natural; el punto y final del ciclo vital. Lo paradójico es que nadie muere de viejo, no al menos para la estadística. Los pulcros certificados de muerte tienen asignada siempre un por qué: infarto, cáncer, ictus, diabetes… En 2020, se ha añadido una nueva causa, cierta o probable de una patología fatal, especialmente cruenta en la vulnerabilidad corpórea e inmunológica: la covid-19. Si bien nadie está exento de padecerla y de morir, cuanto mayor haya sido la duración de exposición a la carga viral –aun para las pieles tersas y rosadas de la juventud– es prácticamente imposible escapar a sus garras cuando la edad registra una nomenclatura de dígitos incrementados. Es aquí donde el cálculo probabilístico se vuelve implacable. Y a cada incremento de edad, más certero y vertiginoso es el riesgo de no sobrevivir. Y esto es cruel, tanto o más cuando la vejez es no ya normalizada sino estigmatizada en nuestro soberbio prejuicio de infravalorar su precioso valor. Albert Einstein siguió trabajando en física teórica hasta el mismo día de su muerte, a los 76 años de edad, en su incansable búsqueda de una teoría que unificara a toda la física. Joe Biden, candidato demócrata a la Casa Blanca, tiene 77 años de edad. Los virólogos más excelsos y en plena actividad investigadora traspasan los 60 años. Algunas de las primeras víctimas escudo del covid-19 fueron profesionales sanitarios jubilados.
Lo perverso de las estadísticas es que nunca reflejan fielmente la muerte real, ni siquiera la vida real. Tras las cifras se hallan historias de esperanza, sacrificio, lucha y perseverancia. Basta asomarse al discreto apartado que los diarios dedican a su memoria a través del recuerdo de los vivos, de los seres que los conocieron y amaron. Para sus seres queridos ese afecto abarca toda una vida. Para los profesionales sanitarios y asistenciales que los trataron, el afecto se mide un tiempo más breve pero no menos imborrable. Es en la atenta lectura de estos recordatorios cuando las cifras estadísticas traspasan la frontera del anonimato. Y perdido el distanciamiento del olvido, se materializan en nuestra memoria de manera desgarrada. Y es solo entonces cuando tomamos conciencia de lo irreparable de lo perdido, de lo que no tiene precio. De pronto ese pasado que conforma el tiempo de la senectud –tan irreal y alejado a nuestra edad– se introduce en nuestras propias vidas cotidianas y se torna presente. Sus muertes dejan de ser ajenas y sus retazos de vida nos tocan y nos golpean al ver que su vejez no estaba exangüe sino rebosante de vida. Eran el soporte en la supervivencia de hogares salpicados por salarios precarios. Eran los “héroes” de nietas y nietos. El amor incondicional paterno y materno-filial o fraternal. Cada vida es irreemplazable per se, con independencia de la edad, porque en cada muerte desaparece todo un universo.
Cada vida es irreemplazable per se, con independencia de la edad, porque en cada muerte desaparece todo un universo
La vejez es, por así decir, la escena final en el drama de la vida, afirmaba Cicerón. Él, al igual que Séneca, veían en los surcos ajados del tiempo en la piel la dignidad de la sabiduría que reporta la experiencia. En los ancianos están, juzgaba Cicerón, el buen juicio, la razón y el consejo. Hasta tal punto que si no existiesen los ancianos no existirían las ciudades, pues la virtud principal de la senectud es y será la prudencia.
Hay personas de edad avanzada que nunca han tenido la más mínima posibilidad de sobrevivir; cuya muerte quizás nunca sabremos si ha sido dulce o agónica, pero lo que sí sabemos es que se les recordará el resto de nuestra vida.
“No pienso en la vejez como en una época cada vez más penosa que tenemos que soportar de la mejor manera posible, sino en una época de ocio y libertad, liberados de las urgencias artificiosas de días pasados, libres para explorar lo que deseemos, y para unir los pensamientos y las emociones de toda una vida. Tengo ganas de tener 80 años. Me siento contento de estar vivo: ‘¡Me alegro de no estar muerto!’. Es una frase que se me escapa cuando hace un día perfecto”. Este último pensamiento lo escribió Oliver Sacks, eminente neurólogo y escritor a la edad de 80 años. Causa de la muerte: cáncer. (Los Placeres de la Edad, New York Times, Julio de 2013).
El recuerdo a los caídos por el daño directo y colateral de la covid-19 y de su gestión salpica y mancha la “inocencia” sueca en Estocolmo. Y esa Suecia, “juzgada” modélica por la OMS, no ha podido sustraerse al juicio sumarísimo y severo de la conciencia social. Entre las flores frescas que reposan como diminutas lápidas de este improvisado memorial, es posible ver cuán honda es la herida dejada por la elevada mortandad de personas ancianas. Tres de los escritos resumen a la perfección el holocausto vivido: “Paren el genocidio”, “Oxígeno para todos”, “la Humanidad por encima de la economía.” Cada pregunta inicial tiene su respuesta. Les espero en el próximo artículo.
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Casandra Greco es investigadora científico-social, filósofa, bioeticista y experta en salud pública y medicina preventiva.
La muerte de centenares, de miles de “ancianos”, ha dejado a su paso un horror vacui. La muerte indigna de nuestro propio pasado puso al descubierto el espectáculo dantesco de la deshumanización y crueldad del siglo XXI. El maltrato y abandono de la vejez en residencias y domicilios ha sido...
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Casandra Greco
Filósofa, bioeticista e investigadora científico social en salud pública. Defendí derechos en salud en el edificio Berlaymont de la UE, entre otros organismos. Aquí me mueve la protesta ardiente por su derecho a ser felices.
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