Responsabilidad dolosa
El mandato de los muertos
Ahora somos más conscientes de que la muerte es el reverso de la vida, de que somos vulnerables y de que la memoria de quienes fallecieron nos obliga al respeto recíproco de quienes seguimos vivos
José Antonio Pérez Tapias 16/06/2020
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No hace falta creencia alguna en la inmortalidad para hacerse cargo del mensaje que nos envían los muertos, nuestros muertos, como son los que en España han fallecido por decenas de miles a causa de la pandemia Covid-19. Aunque no deja de ser inquietante y penosamente cierto que hay razones para dudar que quienes han perdido la vida sean considerados en verdad por algunos como muertos nuestros, de todos nosotros, pues tenemos abundantes y confirmadas noticias de cómo en muchos casos hay quienes han hecho lo indecible –literalmente- por “quitarse el muerto de encima”. De suyo, esos muertos que nos remiten un mensaje lo hacen porque, al modo que dejó escrito Francisco Ayala desde su exilio, tras la fratricida guerra civil, en Diálogo de muertos, conversan entre ellos sin necesidad de un trasmundo más allá de éste: sus cuerpos, fundiéndose con la tierra o elevándose al cielo con las columnas de la incineración, se aúnan en ejercicio post mortem de común humanidad recordando a los aún vivos que, si se desentienden de los muertos y desprecian su mensaje, son de suyo “sombras errabundas” cuya alma “la tienen muerta”. No es necesario que los humanos nos pensemos como “compuesto” de cuerpo y alma –es más, no conviene para nada pensarnos de ese modo dualista tan perjudicial– para reconocer cuándo nos comportamos como “desalmados”. Es lo que debe hacerse ante la lacerante situación que se ha dado en tantas residencias de personas mayores –en no pocos casos reducidas a ser tristes “aparcamientos de viejos”, si no objetivamente, sí subjetivamente–, convertidas en antesalas de la muerte para muchos de sus huéspedes, cuando no en escondidas morgues con cadáveres a la espera de entierros sin ritos de duelo.
Es criminal el olvido de la dignidad de los moribundos
Es escandaloso el “agujero negro” que desde las residencias de mayores se nos ha abierto en la sociedad española dados los incontables decesos que en ellas han tenido lugar sin que, al parecer y aún hoy, haya manera humana de contar decentemente los miles que en ellas han fallecido a causa del coronavirus que nos aflige, lo cual es culpable indolencia política para el cómputo, como está comprobado que es constante en todas las epidemias, de modo que incluso bien queda recogido en ficciones literarias. Sería cínico invocar tal constatación como consuelo respecto a una condición humana que una y otra vez desciende al abismo que cava. Más allá de listados en disputa, podemos recordar que el mismo Thomas Mann que en La muerte en Venecia escribía que, respecto a las muertes, “los diarios locales contenían rumores, aducían cifras poco claras, reproducían negativas oficiales y dudaban de su exactitud”, es quien en La montaña mágica ofrece la razón profunda del trato sin piedad que se da a los muertos cuando pone en boca de Hans Castorp, el personaje central de dicha novela, lo que se olvida en el impío descuido con que se maltrata a quienes fallecen, antes y después de perder la vida: todo moribundo merece el máximo respeto: “es, por así decirlo, sagrado”.
Es escandaloso el “agujero negro” que desde las residencias de mayores se nos ha abierto en la sociedad española dados los incontables decesos que en ellas han tenido lugar
El olvido de lo que exige la dignidad humana, con imperativo que ante los moribundos acrecienta su condición de deber inexcusable, es el que, salvo excepciones de instituciones que a tiempo y de la manera más encomiable se anticiparon a la extensión de la pandemia, ha gravitado sobre geriátricos y residencias de ancianos cuando el azote del letal virus de la covid-19 se cebaba sobre ellos. Si dicha descarga moral no es atribuible a cuidadores y mayoritariamente cuidadoras de las personas mayores residentes en tales centros, paganos en sus propias carnes del limbo sanitario donde se recluyó a las residencias en las que trabajaban, es a todas luces en el ámbito político de los decisores, tanto en el campo de la salud como en el de las medidas sociales, donde radica la desatención a miles de contagiados por el coronavirus que iba a ser mortal para ellos. Habiéndose dado tal situación a lo largo y ancho de toda España, aunque, como la misma pandemia en sus efectos, no por igual en todos sus territorios, es hecho cierto que en algunas comunidades se ha producido con mayor incidencia y, en algún caso, con tal gravedad que autoriza a hablar de acciones y omisiones de connotaciones criminales.
Responsabilidades por residencias de ancianos convertidas en corredores de la muerte
De todos es sabido que el caso de la Comunidad de Madrid es el más destacado en tan lamentables episodios, sobre todo desde que trascienden a la opinión pública las indicaciones –los conocidos protocolos de actuación que se han querido presentar como “borradores”– para que personas gravemente enfermas por Covid-19 no fueran trasladadas a hospitales públicos de la Comunidad –no así si podían ir a hospitales privados, cruel discriminación atentatoria contra elementales exigencias de igualdad–. Se dejó entrever como motivo una saturación de los mismos al borde del colapso, e implicando la conclusión de que se les dejara morir en sus residencias, dando indebidamente por supuesto que su avanzada edad o las discapacidades acumuladas no hacían de ellas candidatas a una supervivencia probable. Estando el personal de las residencias sin recursos para afrontar tan graves situaciones, y dándose éstas en establecimientos asistenciales que ni siquiera aplicaron en muchos casos las medidas de cautela obligatorias para evitar el incremento de contagios, todo quedó a expensas del trágico azar de una muerte a la que no ponía freno tampoco una atención médica mínimamente suficiente para ello. En tal cúmulo de circunstancias, en las que a las responsabilidades políticas de las instancias concernidas hay que sumar, si las hubiere, las responsabilidad de los gestores o de los responsables empresariales de los centros, lo ocurrido derivó, desde el deshumanizado olvido de lo que un moribundo reclama, a la profanación de su sagrada dignidad por cuanto de la manera más inhumana se decidió sobre su vida, sabiendo su destino como seguro e inmediato final de muerte. Ni siquiera corresponde enmarcar tal decisión bajo lo que en la jerga sanitaria se llama “triaje” o lo que en el entorno hospitalario se denomina fríamente “criba” al decidir por personal especializado y según criterios médicos si un paciente tiene o no capacidad de respuesta a un determinado tratamiento, máxime en circunstancias de recursos al límite del agotamiento. Fue decisión que, situada en la órbita ideológica de Johnson (antes de caer enfermo), de Trump o de Bolsonaro, alentó un darwinismo social tan acentuado –promoción de la supervivencia del presuntamente más apto, sin asomo de compasión-–que los excluidos en tan cruenta lucha por la vida quedaron a la espera de su final en una suerte de inopinados corredores de la muerte.
Lo acaecido en Madrid, fehacientemente documentado, tiene que ver, por tanto, con una apriorística decisión política, sin ninguna deliberación pública, acerca de quiénes tenían o no derecho a tratamiento médico adecuado a la gravedad de su enfermedad. Es por eso que, como se ha sabido, el consejero de Políticas Sociales advirtió al consejero de Salud del gobierno autonómico de Madrid sobre la ilegalidad de la medida prescrita y de la “muerte indigna” que iba a suponer para muchos de los ancianos afectados. En las antípodas de lo que sería una práctica de eutanasia –defendible como coherente con exigencias de muerte digna–, y no habiendo ningún caso de suicidio comprobado, se ha ubicado tal inmisericorde proceder bajo el rótulo de eugenesia, aunque tampoco parezca el más adecuado –no hay pretensión de supuesto “perfeccionamiento” de la especie humana– para decisiones que mejor parecen aproximarse, desde el establecimiento de una culposa pauta temeraria, a alguna suerte de inducción a conductas homicidas (considerémoslas involuntarias), lo cual será asunto que, si procede y llega el caso, serán los jueces quienes vean la calificación penal que merece tan luctuoso modo de afrontar una situación sanitaria crítica. Mientras tanto, la responsabilidad última en el caso de la comunidad madrileña llega a su presidenta, la cual, con la cínica frivolidad de la que hace alarde no hace más que delatar no sólo su incompetencia, sino también su deshumanizada falta de compasión. Incluso si se aceptara que el gobierno central no estuvo a la altura de sus obligaciones en lo que respecta a residencias de mayores, eso no justifica un malévolo decisionismo –cual si malignos dioses lo ejercieran– sobre vida y muerte de humanos que de ninguna manera se justifica. Ni que decir tiene que políticamente hay razones de peso más que sobrado para una moción de censura inaplazable a una presidenta que dista de la talla moral y la capacidad política exigibles para el cargo que ostenta. Asombra negativamente que la siga amparando el ciego “patriotismo de partido” de la formación política a la que pertenece.
Lo acaecido en Madrid tiene que ver con una apriorística decisión política acerca de quiénes tenían o no derecho a tratamiento médico adecuado a la gravedad de su enfermedad
Ante los hechos conocidos no vale apelar a la imposibilidad de resolver una situación dilemática diciendo que por salvar unas vidas se tuvo que elegir que otras se extinguieran. Cuando además se plantea un presunto dilema en términos genéricos, considerando unas vidas menos valiosas que otras sin más razón que la edad, la falacia llega a un extremo criminal, muestra de una muy preocupante insensibilidad moral. No ha de pasarse por alto que los genocidios se llevaron a cabo desde la terrible premisa de que hay humanos cuyas vidas merecen ser protegidas o potenciadas al precio de aquellas que para eso han de ser sacrificadas. No vamos a elevar ahora el tono al nivel de acusación de genocidio, aunque no una gens, pero sí una generación se ha visto en escandaloso número de sus individuos tratada desde los parámetros de una “nuda vida” al modo denunciado por Giorgio Agamben. A eso conduce una política necrófila cuyo burocratismo no se detiene al considerar determinadas vidas como desechables. Cómo se cae tan bajo lo describe así José Saramago en Intermitencias de la muerte: “Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones por bajar”.
Sería injusto extender de manera indiscriminada la culpa por un abandono tal de personas que comportó, si no directamente la muerte de muchas de ellas, sí la muerte en tales condiciones de penuria y soledad –más allá incluso de la soledad que padecieron tantos fallecidos en hospitales y sus UCI por las exigencias para no contagiar más aún el virus que a ellos les mataba– de quienes en sus residencias de ancianos ignoraban incluso la causa de sus males. No, no se puede expandir la culpa, aunque bien haría alguno y alguna en recoger el dicho de Dostoievski para decir que si, en cierto sentido todos somos culpables –bien haría la sociedad española en replantearse radicalmente qué hacemos con nuestros mayores–, “yo soy más culpable que nadie”. Si así fuera se podría empezar a salir de la hipocresía con que se proponen lutos por las víctimas de la pandemia y se sacan a los balcones banderas con crespones negros. Más aún, si desde el Partido Popular se dejara de amparar la frivolidad inaudita con que se trata a los muertos, y no sólo de residencias –muchas de las cuales fueron dejadas de las manos de las administraciones públicas para ponerlas en las de empresas con afán de lucro por encima de deberes insoslayables–, sino a unos muertos que en su cuantioso número y cada uno con su nombre y apellidos son utilizados de la manera más desvergonzada como munición en la contienda política, entonces se podría hablar con seriedad del duelo que colectivamente debemos a las víctimas, apoyando además a familiares y amistades que en su día no pudieron ni acompañar los féretros de sus deudos.
Mensaje de los muertos frente a la manipulación de su memoria
La manipulación de la memoria es una ofensa de tal calibre que los muertos se revuelven en sus tumbas. Si los rituales, con su carga simbólica, son necesarios en nuestra existencia, y especialmente en nuestra vida en común, los mismos rituales de duelo pierden toda razón de ser –con ello bloquean el sentido que todo ritual decentemente celebrado, laica o religiosamente, trata de revivir– cuando no están apoyados sobre un verdadero sentimiento de comunidad que permita, como Hegel subrayaba, hacer frente al “terror de lo negativo” que la muerte supone, rescatando la memoria de los finados de la absorción por una impasible naturaleza en un “recordar ético” que, por lo demás, compensa, según el autor de la Fenomenología del Espíritu, la frialdad también de una historia cuyo decurso pasa por encima de las vidas de los individuos. Ya sabemos que, desde nuestra inmanencia, ningún “agujero negro” de la historia se justifica por el hecho de que sirva para, negando lo negativo, avanzar en su progreso. Si se nos ha abierto socialmente este “agujero negro” que denunciamos no es para decir que la pandemia nos brinda lecciones que, aprendidas, nos harán mejores. En vez de tan ingenuo meliorismo, más vale, como nos viene insistentemente planteado por el filósofo Reyes Mate, escuchar el mandato de unos muertos cuya autoridad moral, sobre todo en tanto que víctimas injustamente arrojadas a esa condición –no somos los humanos “seres para la muerte” por más que tengamos que afrontarla ineludiblemente desde nuestra finitud– nos interpela de forma ineludible. Si somos para la vida, y vida digna –sin dignidad se hunde todo sentido–, a pesar de la muerte, lo que nos toca hacer es evitar aquello que Albert Camus señalaba en La peste: cómo el olor de muerte embrutece a los que (aún) no mata.
Hay razones de peso más que sobrado para una moción de censura inaplazable a una presidenta que dista de la talla moral y la capacidad política exigibles
Así, pues, si tras la dramática ausencia de rituales de despedida y duelo que en su momento no pudieron celebrarse, incrementando el dolor en medio de la tragedia, ponemos en el orden del día de nuestra política homenajes a los muertos, éstos requieren como condición de veracidad unirnos en nuestro sentir, apoyando a quienes sufren la pérdida irreparable de personas a las que amaron, con las que vivieron, con quienes trabajaron y gozaron, mas también la actitud de disponibilidad para hacernos cargo del mandato que a los vivos nos dirigen quienes en estas terribles circunstancias han muerto, y más aún si el óbito se produjo en medio del horror vivido en tantas y tantas residencias de ancianos.
El mandato de los muertos, el que resulta de su diálogo, amén de un mandato de responsabilidad individual y colectiva ante la doble tarea de salvar vidas y reconstruir una realidad maltrecha, es un mandato de fraternidad, es imperativo de asumir la tarea del cuidado recíproco con criterios de justicia. Ahora somos más conscientes de que la muerte es el reverso de la vida, de que somos vulnerables y de que la memoria de quienes fallecieron nos obliga al respeto recíproco de quienes seguimos vivos. Honrar a los muertos nos dignifica y debe ser acicate para, cuidándonos en nuestras vidas, procurar la vida digna para todos y cada uno. Por ello, conscientes también de lo común que nos une como humanos más allá de fronteras, hacer duelo hoy obliga moralmente a ampliar nuestro recuerdo solidario a quienes han muerto y mueren a causa de la covid-19 en las más diversas latitudes. La humanidad que nos une es la que hoy nos convoca a la unidad en el duelo y al compromiso solidario en el vivir. Y si la memoria siempre convoca a alguna esperanza, aunque dejemos en suspenso aquello a lo que apunta el simbolismo de la resurrección –no se identifica con inmortalidad–, nos podemos comprometer a ese recuerdo que obliga para quienes pensamos, con Emmanuel Lévinas, que “ninguna lágrima debe perderse”.
No hace falta creencia alguna en la inmortalidad para hacerse cargo del mensaje que nos envían los muertos, nuestros muertos, como son los que en España han fallecido por decenas de miles a causa de la pandemia Covid-19. Aunque no deja de ser inquietante y penosamente cierto que hay razones para dudar que quienes...
Autor >
José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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