DESIGUALDAD
Entre el riesgo y el miedo, biopolítica en alza
Pensábamos que teníamos todo controlado; pero no, ni tecnológica, ni económicamente, de ahí la tremenda cura de humildad que nos inflige la pandemia
José Antonio Pérez Tapias 15/03/2020
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A veces lo nuevo acecha. No sólo sorprende, sino que desestabiliza al irrumpir amenazante en lo que era el orden de nuestro mundo. Es lo que ha sucedido y sigue ocurriendo con el coronavirus –COVID19 según bautismo científico– a tenor de la pandemia desencadenada con su expansión. La situación es inédita, no ya solamente por la veloz cadena de contagios de la consiguiente enfermedad de carácter gripal, sino además por las medidas sanitarias decididas políticamente para tratar de frenarla, con costosísimas consecuencias económicas y sociales a lo largo y ancho del planeta; debido a ella vale, pues, aplicar el tópico de que hay un antes y un después. Los hechos amalgamados en torno al coronavirus suponen, por tanto, un acontecimiento y como tal es vivido y será recordado. No se trata de un suceso más que se añade a otros semejantes, sino que estamos ante un acontecimiento que, siendo inesperado, tiene todos los ingredientes para constituirse en un hito del todo significativo, de manera que a su carácter de imprevisto se suma su potencial de dejar en suspenso el mero fluir de procesos en curso para, en una situación nueva, concitarnos ante alternativas, dilemas, y cambios futuros respecto a los cuales hay y habrá que tomar decisiones sin precedentes.
Lo novedoso en este caso, calificado como pandemia por la Organización Mundial de la Salud cuando la expansión del virus de marras alcanzó determinados parámetros, incide en la mismísima percepción del proceso de globalización con la que hasta ahora nos hemos movido. Desde las últimas décadas venimos hablando de globalización económica, impulsada ciertamente por el capitalismo financiero y el desarrollo de la informática y la telemática, pero a la vez promoviendo unas interrelaciones económicas muy estrechas, por más que desequilibradas, entre agentes económicos y sociedades diversas a escala planetaria; globalización respecto a la cual, por lo demás, hemos visto en los últimos tiempos movimientos reactivos a la búsqueda de recetas proteccionistas, pero sin abandonar los dogmas neoliberales. ¡Y quién iba a decirnos que el supuesto orden económico internacional lo iba a poner patas arriba un microscópico virus protagonista de otra cara de la globalización! Pensábamos que teníamos todo controlado; pero no, ni tecnológica, ni económicamente, de ahí la tremenda cura de humildad que nos inflige la pandemia desatada.
Si se consumara la tentación de cerrar fronteras, estaríamos dando la peor respuesta que pudiera darse en nuestra actual sociedad del riesgo
Es cierto, por otra parte, que la problemática del cambio climático, tomando el relevo a la preocupación por la capa de ozono y otras causas medioambientales, nos introdujo de lleno en la vertiente ecológica de la globalización. Sin embargo, ha sido ahora, con la globalización de la enfermedad, cuando la conciencia colectiva ha dado un salto cualitativo, es verdad que sin que ello prejuzgue hacia dónde caigamos. Una epidemia que arrancó de una provincia China, en el imaginario colectivo todavía “extremo Oriente”, se nos ha instalado en pleno Occidente, con Italia primero y España después como focos de la misma en este lado del mundo. Cómo hacer frente a la enfermedad nos supone una nueva versión de la correlación bidireccional global-local, buscando en cada caso para la comunidad de la que formamos parte los medios para su inmunidad, cosa que a su vez, como advirtió el filósofo italiano Roberto Esposito antes de que nos viéramos en éstas, puede hacerse de manera fructíferamente creadora o regresivamente, pretendiendo inmunización a base de una más cerrada comunitarización.
Si en adelante se consumara la tentación de cerrar fronteras, que sería además una cesión claudicante ante los que no se casan de promover y construir nuevos muros, estaríamos dando la peor respuesta que pudiera darse en nuestra actual sociedad del riesgo. El sociólogo alemán Ulrich Beck, que antes de morir nos dejó unas cuantas obras fundamentales, fue pionero señalando los nuevos riesgos que íbamos a tener que afrontar en un mundo globalizado. No le faltó perspicacia para indicar que el reverso de los riesgos de nuestro mundo son los temores que se generan, con el peligro de que se nos convierta en una sociedad del miedo. Con ciudadanas y ciudadanos atemorizados, expuestos a caer en el pánico ante circunstancias que serán muchas veces tan nuevas como arrolladoras, no será posible dar con las vías adecuadas para salir de las crisis. Se repetirá una y otra vez, al cabo del tiempo, lo que decía Marx acerca de una burguesía capitalista que sale de las crisis preparando la siguiente, siempre más profunda y mayor. En las condiciones de la pandemia actual ha de ser motivo de reflexión crítica la consideración de que a la globalización de la enfermedad ha de respondérsele con la globalización de la salubridad, es decir, de las condiciones para una vida saludable a escala planetaria. Todo se juega para lograrla en cómo se gestionen el riesgo y el miedo para no quedar atrapados entre ellos.
Se repetirá lo que decía Marx acerca de una burguesía capitalista que sale de las crisis preparando la siguiente
La globalización de la salubridad –cuestión que toca de lleno las exigibles condiciones de vida digna para todos– implica el combate firme contra las desigualdades, dado que éstas impiden de hecho que, a las diferentes escalas nacional e internacional, puedan alcanzarse objetivos de salud pública. Dichos objetivos traen de nuevo al debate ético y político la noción de bien común, correlacionada con lo que es exigible por razones de justicia. Al hilo de tal apreciación es oportuno insistir, no tanto en apelaciones a un “sentido común” respecto al cual hasta puede ser aconsejable una inevitable dosis de escepticismo –suele ser tan invocado como ausente, dado el peso de los intereses en pugna–, sino en el sentido de lo común, conscientes de los bienes que todos hemos de poder disfrutar o a los que todos hemos de tener acceso en condiciones de efectiva igualdad –entre otras características, no han de ser reducibles a mercancía– porque son soporte de la vida y, justamente, de la vida en común. Sin duda, la salud pública es irrenunciable bien común.
Precisamente la actual crisis sanitaria provocada por el coronavirus, ante la cual el gobierno de España ha decretado el “estado de alarma” para dotarse de un instrumento jurídico que le permita hacer frente con mayor eficacia a la misma, coordinando otros poderes del Estado y dirigiendo los recursos de éste en múltiples vertientes, desde el ámbito hospitalario hasta las actuaciones policiales, es caso patente de una política volcada hacia la protección de la vida del conjunto de la población bajo su responsabilidad política. Como se ha dicho por voces muy plurales, si la política contemporánea tiene desde hace más de un siglo perfil de biopolítica, el gobierno de España, como otros, subraya ese carácter de sus actuaciones. Como si se tratara de un involuntario homenaje a Michel Foucault, la política de la vida llevada al punto de una extrema y rigurosa normativización de la vida de la ciudadanía, reglamentando puntillosamente en estos momentos hasta las cuestiones más de detalle relacionadas, por ejemplo, con las posibilidades mismas de circulación o de realización –más bien de no realización– de actos públicos, aun minoritarios, y todo para evitar que sigan multiplicándose exponencialmente los contagios, es una política con claro ejercicio de un biopoder.
Reconozcamos que la biopolítica en alza al hilo de la pandemia del COVID19 tiene que vérselas con dilemas fuertes ante los que no es fácil decidir, como no lo ha sido en fases anteriores en las que la sensación de incertidumbre, agravada por el desconocimiento en torno a un factor patógeno de nuevo cuño, se veía amortiguada por una confianza en el sistema sanitario que ante el desarrollo de los hechos puede calificarse a posteriori de excesiva. Vemos que, aparte de impedir los decesos de pacientes afectados por graves patologías previas que implican una gran vulnerabilidad –por más que, cuando se dan, son porcentualmente reducidos, lo cual en ningún caso justificaría desatención alguna–, un argumento fuerte a favor de las restricciones impuestas a la ciudadanía para la protección de su salud tiene que ver con la necesidad de ralentizar la propagación de la enfermedad, que para la mayoría no es grave, con el fin de asegurar la capacidad de hospitalización y tratamiento de las personas que sí se vean afectadas gravemente.
Es decir, a un argumento en relación con la vida, se añade un argumento tocante a la capacidad de respuesta del sistema de salud, respecto al cual todos sabemos, por otra parte, que se ha visto perjudicado por los recortes que ha sufrido en los últimos años, en especial en comunidades autónomas como la de Madrid, donde la derecha encontró campo de aplicación de su programa neoliberal. Se evidencia a la postre el precio, y no sólo monetario, pagado por someter la sanidad –las exigencias de protección a la salud y atención a la enfermedad– a criterios de mercado, primando lo privado frente a lo público. A nadie se le oculta, sin embargo, que apostar por la salud como ahora se hace, por otro lado, asumiendo el peso de la grave crisis que genera el parón económico que sufre todo un país –como Italia, como otros…–, tendrá consecuencias sociales que serán de nuevo gravísimas, especialmente en lo que respecta al desempleo, con el factor añadido de lo que supone en el futuro un Estado mermado en sus recursos financieros por imposibilidad de una recaudación fiscal como sería de desear. Por ahí se presenta el otro cuerno del dilema.
Si miramos a la UE, tendremos que decir qué poco nos vale si a su actitud desalmada en relación a inmigrantes y refugiados se sigue sumando un burocratismo que la hace ineficiente
Es cierto que todos los análisis que se hacen, apuntando más allá de lo inmediato en cuanto a las medidas implementadas y sus efectos, sean los positivos que cabe esperar como los negativos que se presenten como colaterales, apuntan a un tiempo venidero en el que las cosas van a ser distintas, contando con que habrá que frenar a un capitalismo voraz y despiadado que quiera recomponer cuanto antes sus balances dejando fuera los costos humanos de la crisis vivida. Poniendo cada cosa en su sitio, el caso es que en muchos aspectos el sitio no habrá de ser exactamente el mismo en el que estaban. Así, en la relación, tantas veces planteada como antagónica, entre mercado y Estado, habrá que rebajar la gratuita primacía absoluta concedida al primero y reparar en la medida en que de verdad necesitamos al segundo. Y si más allá de un Estado concreto miramos a la Unión Europea, tendremos que decir otra vez qué poco nos vale si a su actitud desalmada en relación a inmigrantes y refugiados se sigue sumando un burocratismo y una impotencia tales que la hacen ineficiente incluso para una mínima coordinación entre Estados, como en la crisis del coronavirus se comprueba. Yendo al fondo, si entre vida y economía se sigue apostando unilateralmente por la economía frente a la vida nos volveremos a ver en situaciones tan difíciles como la actual o más, pues podemos apostar que la del coronavirus no será la última pandemia.
Al afrontar la crisis sanitaria actual, los gobiernos, y el español de manera especialmente enfática, han apelado a la responsabilidad de la ciudadanía para asumir prácticas de protección y confinamientos con una muy exigente dosis de disciplina. La apelación a que velar por la propia salud tiene un componente de interés propio, pero también de solidaridad en cuanto supone preocuparse por no contagiar, dañando así la salud ajena, es un factor movilizador puesto en juego. No hace falta halagar como héroes a los ciudadanos que se quedan en casa, pues en verdad no implica heroísmo alguno –¡qué palabra dejamos entonces para calificar a quienes de verdad tienen un comportamiento heroico, como profesionales de la sanidad y otros muchos!–, pero sí es cierto que de nuevo encontramos una verificación, aunque sea constatada con el lenguaje de la gubernamentalidad, de las reflexiones de Foucault, en este caso las atinentes al “cuidado de sí”, vía de reconstrucción de subjetividades abiertas a la relación con otros desde un autocuidado que es cultivo de la propia humanidad, en definitiva común humanidad. Se abre por ahí, si se sabe continuar por ella, una vía de redescubrimiento de la fraternidad –¡ése valor republicano!– que es de todo punto necesario para que la biopolítica sea de verdad democrática o, si se quiere, como dice el antes citado Esposito, que la democracia se conjugue como biopolítica en la que la vida sea bien común que cuidamos todos, también, obviamente, por mor de la vida de cada cual.
No hay que dejar que el biopoder decida arbitrariamente sobre la vida, prestando especial atención a los índices de mortalidad cuando pasan a nutrirse significativamente por los fallecidos de entre los sectores dominantes, pero no cuando los que mueren son, en proporción mayoritaria, de los sectores subalternos, minoritarios, empobrecidos o marginados de la población. El biopoder no puede sustraerse a exigencias de igualdad. También eso hay que ganarlo para el presente y para el futuro en la crisis del coronavirus.
A veces lo nuevo acecha. No sólo sorprende, sino que desestabiliza al irrumpir amenazante en lo que era el orden de nuestro mundo. Es lo que ha sucedido y sigue ocurriendo con el coronavirus –COVID19 según bautismo científico– a tenor de la pandemia desencadenada con su expansión. La situación es...
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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