Mi hijo ha empezado a hablar de otros cuerpos. Lo hace con naturalidad y alegría. En ocasiones, en ese trance reímos. Mucho, hasta las lágrimas. Hasta no poder respirar. Los cuerpos son algo extraño y fascinante. El primer cuerpo que me fascinó, por ejemplo, se llamaba cuello. Hubo otros. Mano, pierna, vientre. Eran suaves como el humo y olían a sangre y a leche. El último fue sumamente extraño. Dios tardó un poco más en fabricarlo. Unos segundos más. De manera que lo llenó de mensajes absurdos. Posiblemente para mí. O, al menos, sólo yo podía leerlos. Mensajes incomprensibles, como “el mar no tiene fondo”, o “la piel es como el musgo”, “moriré”, o “el dolor será inaudito”. No sirven para mucho. Pero los leía. Todos esos mensajes ahora son como un libro quemado. En ocasiones recuerdo ese libro. Vagamente. Al recordarlo veo las llamas antes que el libro. Como todas las llamas, son bellísimas e incalculables. Las veo ahora, borrosas, en esta explosión de alegría, mientras mi hijo y yo hablamos de cuerpos. Y contemplo nuestro humor y alegría densa. Son dos alegrías nítidas, que explican el dolor. Una explica que el dolor te hace sentir vivo, de una manera salvaje e innegociable. La otra, la veo frente a mí, explica que su ausencia también te hace sentir vivo. De una forma absoluta y radical.