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Nada hay nada más parecido a la carrera espacial, aquel conflicto y competición entre dos potencias, que la lucha entre Inglaterra y Francia por descifrar la escritura egipcia. Como cualquier carrera espacial, aquella del XIX fue una carrera hacia ningún sitio y, a la vez, hacia el infinito.
Para imaginar la violencia de aquella competición basta la imagen de su génesis. Durante la campaña de Egipto de Napoleón –la campaña más absurda e inútil de la Historia, y a pesar de ello, el principio de todo esto–, un soldado francés encontró la piedra Rosetta. En un parapeto defensivo, de piedras apiladas. La piedra fue requisada por los ingleses, tras el desastre. Desde ese momento, se inició una competición sin piedad entre Francia y Gran Bretaña. A través de dos grandes figuras. El aristócrata Thomas Young, todo un símbolo nacional, que dispuso de la piedra y de todos los calcos y originales que le iba facilitando el Ejército de Su Majestad, y el pobre, literalmente, Jean-François Champollion, símbolo de algo que fue dejando de ser Francia a lo largo de su biografía. Nacido en plena Revolución, Champollion no pudo acceder a la escuela hasta una edad avanzada. Su hermano mayor le enseñó en casa lo que sabía. Lenguas muertas. Latín, griego antiguo. Él consiguió aprender hebreo, caldeo, árabe, siríaco. Con oficios precarios, sin salud, casi sin ingresos, fue trampeando en la vida. Su vinculación a la Revolución, y luego al bonapartismo, incluso en su fase terminal, no le ayudó. Pero finalmente, y de manera sorpresiva, con Europa habiendo ahogado ya la Revolución, él ganó la carrera. En solitario. En 1822 dio con la explicación y traducción de la lengua egipcia. Fue su regalo a todos nosotros. Evidentemente, en su éxito pesó su inteligencia. O, al menos, tuvo que pesar más que sus medios y ayudas. Inexistentes. Pero también pesó algo que, o bien es lo contrario a la inteligencia, o bien es su explosión desordenada y bella y cegadora. El genio. Esto es, la intuición. Concretamente, dos intuiciones. Intuyó que los jeroglíficos egipcios se leían en la dirección contraria por la que apostó Thomas Young en sus investigaciones. E intuyó que los jeroglíficos debían de tener una suerte de traducción fonética. Pensó en ello al pasear por París frente a una iglesia copta. Entró, pidió a un sacerdote que le enseñara su lengua. En breve descubrió que Ra, en copto, significaba sol. Y en breve supo, pudo leer y pronunció la palabra Ra-mss. Ramsés. Aquel engendrado por el Sol. Nadie, ningún labio, había pronunciado esa palabra en miles de años. Antes de morir fue a Egipto. Fue el primero en leer textos no leídos en siglos. Saboreó todas esas palabras, que podía por fin pronunciar. Escuchó cómo esas palabras le hablaban. En una carta a su hermano le explicó que “todos estos templos y muros nos hablan. Y nos hablan de la muerte”.
La Revolución es otra manera de pensar. Simplemente. Cambiar el sentido de la lectura, descubrir secretos escondidos que todo el mundo ve a diario, como Ra, el Sol. La puede hacer una persona. Sola, despreciada, hambrienta. No es más que solucionar un jeroglífico. Sirve para hablar aparentemente de la muerte. Pero gracias a su propio jeroglífico, sabemos que eso es hablar de la vida como nunca nadie antes.
Nada hay nada más parecido a la carrera espacial, aquel conflicto y competición entre dos potencias, que la lucha entre Inglaterra y Francia por descifrar la escritura egipcia. Como cualquier carrera espacial, aquella del XIX fue una carrera hacia ningún sitio y, a la vez, hacia el infinito.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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