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Cultura de la cancelación

Libertad de debate y mimetismo asimétrico

La carta en la que Chomsky y asociados reflexionaban sobre tolerancia y controversia libre aquí solo es un escaparate de vanidades. O el contrasentido de descalificar y de llamar a silenciar a quienes carecen de voz en los medios tradicionales

José Antonio Piqueras 26/07/2020

<p><em>Combustión interna</em></p>

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Noam Chomsky y asociados publicaron el 7 de julio pasado una carta en Harper’s Magazine en favor del derecho a opinar con libertad y a discrepar de opiniones ajenas sin ser arrastrados por ello a los pies de los caballos por los guardianes de las esencias políticamente correctas. El “manifiesto” –como aquí se presentó– fue suscrito por 150 escritores, politólogos, historiadores, periodistas y algunos intelectuales (confundir estos conceptos conduce a dislates como el que encontramos en el sucedáneo español al que después aludimos). Comenzaba por denunciar a las “fuerzas del iliberalismo” que tenían en Donald Trump a un poderoso aliado “que representa una amenaza real para la democracia”. Los diarios españoles que se hicieron eco de la noticia no tuvieron la ocurrencia de preguntarse por la alianza política que en España posibilita el gobierno de las comunidades de Madrid, Andalucía y Murcia con un socio manifiestamente “iliberal”. También omitieron que los firmantes expresaban su preocupación en tanto que escritores sometidos a un escrutinio público y a medidas discriminatorias en su medio profesional. La Carta llamaba a no incurrir en el “tipo de dogma o coerción que los demagogos de derecha ya están explotando”. 

Algunos medios españoles consideraron que la carta alertaba de los excesos cometidos desde posiciones progresistas, pero el texto no menciona una sola vez las palabras “progresista” o “izquierda”

En España, la principal cobertura al escrito la dieron los diarios Abc, La Razón, El Mundo y El País. El documento apelaba a la “inclusión democrática” como una aspiración que solo se podía alcanzar “si hablamos en contra del clima intolerante que se ha establecido en todos los lados”. Los firmantes defendían la libertad del debate sin restricciones porque consideraban que era la condición necesaria para enriquecerlo. Los medios españoles citados consideraron que el manifiesto alertaba de los excesos vigilantes cometidos desde posiciones progresistas, pero el texto en cuestión no mencionaba una sola vez las palabras “progresista” o “izquierda”. Bastaba que entre los primeros nombres apareciera el de Chomsky para que dedujeran tal orientación, sin reparar en las restantes firmas de la carta, entre ellas la de  Francis Fukuyama y la del historiador y ex líder del Partido Liberal canadiense Michael Ignatieff; o que se incluya al mexicano Enrique Krauze, quien unos días después (16 de julio de 2020) firmaba también un manifiesto apocalíptico sobre el actual “derrumbe de la democracia” en México, en el que se llamaba a formar un frente de todos los partidos de la oposición en las elecciones al Congreso de 2021 con el objeto de salvar el pluralismo amenazado por una mayoría absoluta que consideraban ilegítima (a pesar de haber ganado limpiamente en las urnas); esta alianza incluiría a partidos de acreditada corrupción y oscuras redes con el submundo de la violencia nacional, el PRI y el PAN (que tan generosamente regó las empresas culturales de Krauze durante sus mandatos). 

Los escritores que suscribían el documento de Harper’s, básicamente estadounidenses y canadienses, lamentaban que la censura, actitud propia de la derecha radical, “se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura”. Los firmantes se declaraban simplemente “escritores”. La carta (“A Letter on Justice and Open Debate”) criticaba “la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una ceguera moral” y defendía el valor de la voz discrepante, “incluso cáustica”, sin temer los llamamientos a “represalias rápidas y severas en respuesta a las transgresiones percibidas del habla y el pensamiento”. Más grave, decían, era la actitud de responsables de empresas de comunicación que, presas del pánico y buscando un “control de daños”, aplicaban castigos “apresurados y desproporcionados” a periodistas y editores. Este punto de la carta fue omitido por la mayoría de las traducciones que se hicieron en los periódicos españoles, tal vez porque los únicos despidos que se han producido por diferencias de opinión han tenido lugar en medios escritos, emisoras de radio y cadenas de televisión pertenecientes a los mismos grupos que alertaban de la severidad de los progresistas. 

La carta a favor de la tolerancia y el debate libre recordaba, sin citar casos concretos, que en Estados Unidos algunos responsables universitarios habían investigado y despedido a profesores por sus opiniones. En España sabemos que eso no sucede ni con rectores plagiarios ni con catedráticos vendedores de títulos académicos a políticos, entre ellos nada menos que al líder de la oposición Pablo Casado. “Rechazamos cualquier elección falsa entre justicia y libertad”, sostenían. “Como escritores –concluían su alegato–, necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la adopción de riesgos e incluso de errores”. ¿Quién no sumaría su firma a las anteriores palabras? 

Algunos medios de comunicación españoles vieron en este texto la oportunidad de dar un capirotazo en la testa de los progresistas locales, al parecer contaminados de una intolerancia de la que sus congéneres de la derecha estaban vacunados. 

Los amigos españoles de los manifiestos, casi profesionales de estos escritos admonitorios, donde junto a Vargas Llosa y Fernando Savater son generosamente rotulados de intelectuales Carmen Posadas, Arcadi Espada o Juan Luis Cebrián, se aprestaron a adherirse a su modo a la Carta de Harper’s y aprovecharon para arremeter contra la pretendida superioridad moral de los progresistas. Nuestros escritores, profesores de ética, periodistas y empresarios de comunicación seguían la estrategia apuntada por el modelo estadounidense: primero unían su voz a quienes luchan globalmente contra las lacras del “sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante”, únicas palabras empáticas hacia quienes padecen la discriminación en sus diferentes apariencias y pugnan por una sociedad más justa, donde la carta de Harper’s se extendía en la denuncia de posiciones iliberales y de la ofensiva en marcha de la derecha radical y la administración de Trump. No hay que dejarse engañar, vienen a decirnos nuestros compatriotas: el peligro está en el otro lado. Y así, continuaban diciendo: “Manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente”. Todo esto no lo vendría haciendo en España el partido Vox, el cardenal Cañizares con su cruzada contra la ideología de género, ni una serie de medios audiovisuales y escritos influyentes sino “corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por su radicalidad”. Muchos de los firmantes están bien posicionados en medios potentes, alguno tiene responsabilidades directas en ellos, y aun así denunciaban las “represalias en los medios de comunicación contra intelectuales y periodistas que han criticado los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age; represalias que se han hecho también patentes en nuestro país mediante maniobras discretas o ruidosas de ostracismo y olvido contra pensadores libres tildados injustamente de machistas o racistas y maltratados en los medios, cuando no linchados en las redes”. 

En España denuncian la condena a la marginación y al ostracismo quienes monopolizan los medios de comunicación y, por lo tanto, la ventana del debate

Tremenda paradoja: en España denuncian la condena a la marginación y al ostracismo quienes monopolizan los medios de comunicación y, por lo tanto, la ventana del debate. Y protestan contra los linchamientos –siempre reprobables– alguno de los que gana notoriedad en las redes y en sus columnas gracias a la provocación y el insulto; otros miran al lado cuando un acto de valentía podría costarle perder sus colaboraciones, las mismas que les dan el aura de intelectual y un plus en la venta de libros. 

Pues resulta que se ha levantado un viento de izquierda radical, dogmática e intransigente (un mantra que cada día escuchamos para referirse al gobierno “social-comunista”), propietaria de medios (sic) y dominadora de las redes (esto parece doler a nuestros escritores y pensadores cuando ven peligrar sus tribunas convencionales). Esa corriente, afirman, no tolera discrepancias acerca de los “abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age”. Lo leo una y otra vez y no salgo de mi asombro. Naturalmente, todo abuso y oportunismo son deleznables. Pero ¿es esa la naturaleza de la denuncia actual del racismo en España? Pues el antiesclavismo es el hilo conductor que lleva al racismo, se dirija ahora contra los subsaharianos, los afroespañoles o los afrolatinoamericanos, por citar a quienes principalmente lo padecen hoy en día entre nosotros.

El problema es… ¡el movimiento contra los abusos del movimiento MeToo! Y tantos que pensábamos que los abusos los cometían sobre las mujeres los acosadores y quienes tenían poder económico, profesional y político. Este clamor intelectual sucede en un país en el que se han comentado las denuncias realizadas en los Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña, pero apenas ha desvelado situaciones semejantes.  

De otro lado, ignoro si puede hablarse de un antiesclavismo old was. No en España, el penúltimo país en decretar la abolición de la esclavitud, que hasta 1886 la mantuvo vigente en Cuba, considerada provincia española de ultramar. Un país que únicamente legalizó la Sociedad Abolicionista después de haber promulgado las primeras leyes destinadas a abordar la cuestión. Un país en el que militares de alta graduación, comerciantes, banqueros, aristócratas y la misma Casa Real se beneficiaron de la esclavización de africanos en América y durante un largo periodo la mantuvieron mientras era suprimida en todos los países occidentales. Uno no esperaba la frivolidad con la que es abordada la cuestión. Tanto más cuanto la iconoclastia del movimiento Black Lives Matter no ha llegado a nuestro país, apenas si se ha desmontado la estatua de Antonio López en Barcelona y a lo sumo se ha debatido si una u otra figura, generalmente asociada a la conquista de América, debía continuar en su pedestal sin preguntarnos por la estatura moral de sus actos. 

Claro, que este país todavía no se ha interrogado sobre lo que representó para los nativos americanos y su civilización la llegada de los españoles, con sus costumbres, alimentos y saberes, con sus armas, sus patógenos y su intolerancia en lo que atañe a credo religioso, ideas y principios. Tampoco se interroga sobre su contribución al racismo moderno con sus nociones de limpieza de sangre, castas y diferencia de color. La muerte de decenas de millones de indios en el primer siglo de civilización hispano-cristiana, dos millones de africanos herrados y trasplantados a América para que sirvieran y trabajaran, de ellos medio millón –adultos y niños, varones y mujeres– comprados y vendidos a través del Atlántico durante cinco décadas (1820-1870) en las que la trata era ilegal según los convenios internacionales firmados por España y la ley penal propia, no merecen una reflexión sobre los mimbres con los que se ha construido España. 

En lugar de rescatar la conciencia de este pasado, catedráticos de ética como Fernando Savater y Adela Cortina, un exministro socialista de Cultura como César Antonio de Molina, escritores sensibles ante las miserias humanas como Ignacio Martínez de Pisón, estampan su firma denunciando “los abusos oportunistas (…) del antiesclavismo new age”. Que lo hiciera la escritora Elvira Roca Barea, adalid de las bonanzas indiscutibles del imperio español, nada tiene de particular. Solo repite la versión de los vencedores y surte de referencias a la ultraderecha new age (tan rancia como es). Los motivos de Guillem Martínez me resultan insondables (¿El síndrome del procès?). Vargas Llosa, sabemos, está contra esto y aquello, siempre que sea del mismo lado. Que ponga su nombre al pie Juan Luis Cebrián, poco después de que su periódico haya lanzado la edición de México, la nación paradigma de la “destrucción de las Indias”, resulta un sarcasmo. Que Juan Soto Ivars, en nombre de la “izquierda liberal” (¿una nueva tribu urbana?) haya sido uno de los promotores de la iniciativa y recabara la firma del anterior, al que en público ha calificado de alguien que imponía el terror entre los periodistas de su diario, es digno de admiración y un ejemplo de cómo una llamada a la libertad del debate sobre la que reflexionaban Chomsky y asociados aquí solo es un escaparate de vanidades, o el contrasentido de descalificar y de llamar a silenciar a quienes por lo general carecen de voz en los medios tradicionales. 

Posiblemente consideren que estas líneas discrepantes sean un ejemplo más de un supuesto progresista crítico con los “pensadores libres”.  

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José Antonio Piqueras. Catedrático de Historia Contemporánea. Cátedra UNESCO de Esclavitudes y Afrodescendencia de la Universitat Jaume I.

Noam Chomsky y asociados publicaron el 7 de julio pasado una carta en Harper’s Magazine en favor del derecho a opinar con libertad y a discrepar de opiniones ajenas sin ser arrastrados por ello a los pies de...

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