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Puertas de entrada (III)

Elias Canetti: “La lengua salvada”

En sus memorias se encuentran las claves tanto de la personalidad como de la obra del escritor, y sin duda el mejor y más apremiante estímulo para leer sus otros libros

Ignacio Echevarría 3/08/2020

<p>Elias Canetti. </p>

Elias Canetti. 

Desconocido

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De no haber sido distinguido en 1981 con el premio Nobel de Literatura, es probable que muchos de nosotros no supiéramos quién demonios es Elias Canetti. Para que luego se metan con el Nobel, que, a cambio de obviar escandalosamente a algunos nombres evidentes (que si Proust, que si Borges, que si Roth... ya saben), tiene la buena costumbre de destacar de vez en cuando a algún autor o autora que de otro modo jamás hubiera llegado a nuestros oídos. No es el caso de Canetti, a quien Mario Muchnik ya había publicado en español antes de que recibiera el Nobel. Pero Muchnik editó también a otros autores importantes que, sin el espaldarazo del Nobel, han quedado más o menos desatendidos. Algo que, una vez pasada la moda del “revival vienés”, que arrasó en todo el mundo en los años 80 y 90 del siglo pasado, bien hubiera podido ocurrirle a Canetti.

No ha sido así, y hemos de celebrarlo. En la actualidad, quien más quien menos ha oído campanas sobre Canetti, y tiene alguna idea vaga sobre él. Por lo general muy vaga, todo sea dicho, porque, si bien sabemos que es un escritor, ¿qué clase de escritor es? ¿Y de dónde?

De no haber sido distinguido en 1981 con el Nobel de Literatura, es probable que muchos de nosotros no supiéramos quién demonios es Canetti

Nació en Rustchuk, o Ruse, en Bulgaria, pero sólo a Wikipedia se le ocurre describirlo como “un pensador búlgaro”. Era descendiente de una familia de judíos sefarditas, y el ladino o spagniolo fue la primera lengua que oyó en su infancia, pero cuesta clasificarlo como escritor judío, y desde luego no es un escritor judeo-español, ni mucho menos español (aunque leía en esta lengua, y el apellido Canetti procede de Cañete, Cuenca). ¿Alemán? En todo caso, austriaco. Y sí, escribió siempre en lengua alemana, a pesar de que la mayor parte de su vida transcurrió en Londres, y sus últimos años se fue a Zúrich, donde había pasado su adolescencia. Pero está claro que no es un escritor inglés, ni tampoco suizo. 

Dejemos de lado esta cuestión, al fin y al cabo irrelevante. Regresemos a la primera pregunta: ¿que clase de escritor es Canetti?

¿Un ensayista? Sí, bueno... El que él consideraba “el libro de su vida”, Masa y poder (1960) es, más o menos, un ensayo. O un tratado. O un estudio. O quién sabe qué. En cualquier caso, es uno de los libros más raros (más marcianos, y también más portentosos) que dio el siglo XX (un siglo que Masa y poder se propuso, y consiguió, “agarrar por el cuello”); no hay modo de emparentarlo con nadie ni con nada. El resto de la obra “ensayística” de Canetti es un puñado de piezas en su mayoría breves, algunas formidables, verdaderamente formidables (La profesión de escritor”, El otro proceso de Kafka), pero que apenas dan, todas sumadas, para calificar a su autor como ensayista, etiqueta que, por otro lado, él hubiera rechazado con enfado.

¿Un dramaturgo? También, cómo, no. Canetti siempre tuvo en la más alta estima las tres piezas teatrales que escribió: La boda (1932), La comedia de la vanidad (1934) y Los emplazados (1955). Pero las dificultades que tuvo para verlas representadas sugieren que se trata de piezas duras de roer; las dos primeras, en rigor, son intraducibles; y todas, dolorosamente ásperas.

¿Un narrador, entonces? Sí, sí, desde luego. Si bien sólo escribió una novela, Auto de fe (1938), sin duda extraordinaria pero que él mismo se jactaba de que era “insoportable”, a la manera en que cabe decir que lo es Rey Lear. Claro que en este apartado de “narrador” podríamos incluir Las voces de Marrakesch (1968), bellísimas notas de un viaje por Marruecos que nos hacen añorar que Canetti renunciara tan pronto a esta faceta de su talento. Con más dificultad cabe encajar aquí El testigo oidor (1974), un libro de caracteres a la manera de Teofrasto, es decir, una satírica galería de personajes hasta cierto punto arquetípicos, de cuyo desnudo retrato cabe colegir no pocas lecciones sobre la naturaleza humana.

Hay que advertir que Canetti no sólo es un escritor desesperantemente disperso sino que, quizá por eso mismo, no terminó casi nada de lo que se propuso

Luego están los apuntes y aforismos. Miles y miles, de los que apenas han visto la luz una décima parte, en libros como La provincia del hombre (1973), El corazón secreto del reloj (1987) o El suplicio de las moscas(1992), todos ellos deslumbrantes, todos ellos inmensamente recomendables. En este género Canetti es insuperable. Se mide con los más grandes: su adorado Lichtenberg, Chamfort, su detestado Nietzsche, Kafka, Valéry... Pero los apuntes siempre desempeñaron para Canetti el papel de válvula de escape de la presión a que lo sometían los proyectos en que andaba empeñado (sobre todo Masa y poder, libro cuya redacción le llevó más de veinte años). Y por otro lado, con la excepción de Lichtenberg, el más luminoso y radiante de los escritores, no vamos a engañarnos: por buenos que sean, cuesta bastante aficionarse a un autor leyendo sus apuntes y aforismos, y en general hacemos bien en desconfiar de quienes piensan y filosofan exclusivamente en píldoras.

Por lo demás, en los apuntes de Canetti permanecen esparcidas las semillas de los libros que nunca llegó a escribir. Porque hay que advertir que Canetti no sólo es un escritor desesperantemente disperso, como vamos viendo, sino que, quizá por eso mismo, no terminó casi nada de lo que se propuso.

Pasó años anunciando una teoría sobre el drama que nunca escribió. Lo mismo ocurrió con el Libro contra la muerte, que lo obsesionó durante toda su vida, que abordó en decenas de ocasiones, y del que sólo resta un montón informe de anotaciones y pasajes publicados póstumamente. Auto de fe iba a ser la primera entrega de una serie de ocho novelas reunidas bajo el título común de Una «Comédie humaine» de la locura, que ya ven en qué quedó. Y de Masa y poder se pasó años, también, anunciando una continuación de la que nunca más se supo.

¿Qué hacer con un autor así, por dónde demonios empezar? Y lo que es todavía más desasosegante, ¿vale la pena empezar?

Pocas veces la respuesta se presenta tan orondamente satisfecha de llegar a tiempo, aunque sea a última hora, y ofrecerse, además, como la única razonable. Canetti tenía ya 65 años cuando su queridísimo hermano menor, Georg, o Georges, un reputado neumólogo que se formó y desarrolló su carrera en París, enfermó gravemente. Padecía desde niño de la misma dolencia pulmonar que terminó con la vida de su madre –la terrible y fascinante madre de los Canetti–, a la que cuidó hasta su muerte. En un desesperado intento de entretenerlo y contribuir a su restablecimiento, Elias se puso a escribir el relato de su niñez, para que Georg supiera cómo fueron unos tiempos de los que él, cinco años menor, tenía recuerdos mucho más confusos. “Desgraciadamente, no pude mostrarle las primeras líneas. Murió antes. Pero ese libro le está dedicado y no existiría sin él”, declararía Canetti refiriéndose a La lengua salvada (1977), como terminaron titulándose esas memorias de infancia.

Las memorias de infancia constituyen una especie de subgénero muy concurrido en el que abundan las obras maestras

Las memorias de infancia constituyen una especie de subgénero muy concurrido en el que, significativamente, abundan las obras maestras. Lo son sin duda libros como Las palabras de Sartre, o comoAllá lejos y hace tiempo, de Guillermo Enrique Hudson, por poner, al bote pronto, dos ejemplos, entre tantos otros disponibles. Pues bien, La lengua salvada puede competir muy orgullosamente con estos o cualesquiera otros títulos por el estilo. Es un libro maravilloso, aunque no precisamente encantador. Nada es “encantador” en Canetti, conviene advertirlo, aunque están muy cerca de serlo las páginas inolvidables que dedica a su infancia primerísima en Rustchuk, a orillas del Danubio, cuando corren los primeros años del siglo XX y atraviesa el cielo, en 1910, el cometa Halley. Luego la familia se trasladó a Manchester, en Inglaterra, donde el padre de Canetti murió fulminado por un infarto. Jacques Canetti (así se llamaba el padre) no había cumplido aún los 31 años, y Elias, que lo adoraba, tenía siete. Mathilde, la joven y hermosa viuda, ávida de experiencias y de cultura, quedó a cargo de tres niños pequeños y depositó en el mayor, Elias, la terrible responsabilidad de ocupar hasta donde era posible el papel de cómplice e interlocutor de sus inquietudes intelectuales. A marchas forzadas hizo que su primogénito aprendiera alemán (la “lengua secreta” en que ella se comunicaba con su marido) y se puso con él a leer las obras de Shakespeare, de Homero, a estudiar los mitos de la Antigüedad clásica, y todo cuanto caía en sus manos. Muy pronto la relación entre los dos se llenó de exigencias y de resentimientos, de pasiones compartidas y encontradas, de arrebatos y de decepciones.

Mathilde Arditti, así, se eleva muy pronto como contraprotagonista indiscutible de La lengua salvada, y su personalidad extraordinaria, vehemente y aniquiladora, viene a constituir el armazón en el que se construye y acrisola la no menos extraordinaria, vehemente y aniquiladora personalidad de su hijo.

Cuando Canetti comenzó La lengua salvada estaba lejos de pensar que se embarcaba en una empresa que se prolongaría cerca de quince años

Una y otro –la joven y atractiva viuda que, cortejada por unos y otros, recorre Europa de un lado a otro con sus tres hijos pequeños, padeciendo problemas de salud y de dinero, con un insensato orgullo de casta y con una insaciable voracidad por los libros; y el niño huérfano y taciturno, arrancado una y otra vez de su hogar y de sus lenguas sucesivas, convertido en una especie de esposo vicario, poseído asimismo por una precoz e increíble voracidad– dan cuerpo a un drama apasionado y furioso, no exento de amor y de reconciliaciones, que se prolonga a lo largo del tiempo, a través de la distancia, y que dibuja el argumento secreto de La lengua salvada

Cuando Elias Canetti emprendió la redacción de este libro, ya se ha visto con qué propósito, estaba lejos de pensar que se embarcaba en una empresa memorialística que había de prolongarse durante cerca de quince años y franquearle un reconocimiento y una admiración que sin duda influyeron de un modo determinante para que se le concediera el premio Nobel de Literatura. 

Antes de 1970, Canetti nunca había pensado en escribir acerca de sí mismo nada susceptible de ser publicado, menos aun sobre su propia vida. Es más: probablemente hubiera rechazado de plano, indignado, cualquier insinuación para que lo hiciera. Pero en 1970 la agonía de su hermano removió vivencias muy profundas y lo empujó a cambiar de actitud al respecto. Algo tuvieron que ver con ello las fervorosas lecturas que hizo por aquel entonces de las memorias de Alexandr Herzen y de las de Tolstoi. Mientras estaba leyendo las de este último, en 1971, anotó: “La vida es contagiosa, y el recuerdo no lo es menos. Siento un deseo enorme de escribir mi vida, no toda, por supuesto, pero sí algunas partes. Tengo mucho miedo de no llegar a hacerlo nunca y de que todo se acabe perdiendo, lo cual sería lamentable. Poco importaría por dónde empezase. Habría mucho que decir sobre cada periodo. En otros tiempos solía decirme que escribir la propia vida es una especie de resignación, algo así como proponerse no hacer ya nada más. No se me ocurría pensar que ha habido escritores que iniciaron su carrera con el relato de su propia juventud y, pese a ello, escribieron después una obra tras otra”.

Pero lo que Canetti se puso a escribir, después de concluida La lengua salvada, fue otro libro de memorias. Y luego otro. La antorcha al oído (1980) y El juego de ojos (1985) prolongan el relato emprendido en La lengua salvada, que concluye con los años dichosos que Canetti pasó en Zúrich, estudiando el bachillerato. 

Antes de 1970, Canetti nunca había pensado en escribir acerca de sí mismo nada susceptible de ser publicado, menos aun sobre su propia vida

La lengua salvada abarca los años 1905 (fecha del nacimiento de Canetti) a 1921. La antorcha al oído, de 1921 a 1931, pasados en Frankfurt, Viena y Berlín. Y El juego de ojos, de 1931 a 1937, en los que Canetti se sumergió de lleno en la intensa vida cultural de la Viena de entreguerras, codeándose con titanes como Robert Musil, Herman Broch y Karl Kraus. De Viena tendría que escapar en 1938, poco después de la Noche de los cristales rotos, en que se hizo evidente el peligro que atenazaba a los ciudadanos de origen judío.

Es altamente improbable que la lectura de La lengua salvada no sea continuada casi con urgencia por la de los dos libros que le siguieron. A nadie que los haya leído le caben dudas de que, los tres sumados, conforman una trilogía cerrada, a la que pone fin, muy elocuentemente, la muerte de la madre, en 1937. En realidad, se trata aquí de un mismo gesto de amor y ajuste de cuentas, con la madre y con el hermano, a los que Canetti, superviviente de los dos, rinde tributo.

En un apunte de 1980 Canetti anotaba: “En mi autobiografía no se trata en absoluto de mí. Pero ¿quién lo creerá?”. Lo creerá quien, al leerla, repare de qué modo la intimidad permanece ausente de unos recuerdos que están enteramente volcados en la experiencia, en la penetrante observación del mundo en el que el narrador se abre camino. No se trata aquí de unas confesiones al estilo rousseauniano, ni mucho menos. Se trata antes que nada de narrar y esclarecer la propia historia. De ahí que los tres libros de memorias de Canetti se presenten reunidos bajo el título común de Historia de una vida, si bien son, en rigor, la Historia de una juventud (así se subtitula La lengua salvada). En ellos, en cualquier caso, se encuentran las claves tanto de la personalidad como de la obra de Canetti, y sin duda el mejor y más apremiante estímulo para leer sus otros libros.

“Renací a la lengua alemana bajo los auspicios de mi madre, y entre los dolores de este parto nació una pasión que me unió a los dos, a esta lengua y a mi madre. Sin ellos, que en el fondo eran una y la misma cosa, el curso posterior de mi vida sería absurdo e incomprensible.”

Esto se lee en La lengua salvada.

Algo parecido cabe decir, en relación a sus memorias, de la obra entera de Canetti, que a su luz adquiere una rigurosa y admirable cohesión. 

De no haber sido distinguido en 1981 con el premio Nobel de Literatura, es probable que muchos de nosotros no supiéramos quién demonios es Elias Canetti. Para que luego se metan con el Nobel, que, a cambio de obviar escandalosamente a algunos nombres evidentes (que si Proust, que si Borges, que si Roth... ya...

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Autor >

Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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1 comentario(s)

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  1. marcoantonio-mira

    Supongo que en el artículo cuando se menciona "La lengua salvada" de Elias Canetti, es la misma obra que he leído traducida al castellano como "La lengua absuelta", también, he visto esa traducción en todas las referencias bibliográficas sobre la obra del autor en castellano. No sé si "salvada" se ajusta mas al original en alemán pero si sé que a Canetti le "gustaba" (es un decir) lo de "absuelta".

    Hace 3 años 2 meses

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