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Puertas de entrada (I)

¿Por cuál de sus libros comenzar a leer a un autor?

‘Mientras agonizo’, una de las grandes novelas de William Faulkner, elude buena parte de las dificultades inherentes a su prosa y es un prodigio de concentración expresiva

Ignacio Echevarría / Gonzalo Torné 22/05/2020

<p>William Faulkner en 1954.</p>

William Faulkner en 1954.

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Puertas de entrada: Poética

Kafka imaginó una puerta cuyo acceso estaba prohibido para el único hombre con derecho a traspasarla. El significado de la parábola es cambiante y esquivo pero transmite una angustia particular: la de un destino personal negado, por ignorancia, por descuido, por...

La casa de la literatura tiene millones de puertas y ninguna abierta (o cerrada) sólo para nosotros. Pero esta multitud de entradas puede provocarle al lector otra clase de angustia, más modesta y manejable: ¿por dónde entro?, ¿qué me estoy perdiendo? El lector dispone de una cantidad de tiempo reducida (por no ponernos tétricos y recordar que leemos contra la muerte): ¿cómo permitirse avanzar por una vía muerta, adentrarse en un centenar de páginas equivocadas? Para agravar la situación, recordamos algo a lo que Milán Kundera ha dedicado páginas muy inspiradas: empezar por un libro equivocado puede destruir el gusto por un autor.

Cabe imaginar la obra completa de cualquier autor como una ciudad o como una casa provista de varías vías de acceso, de varias puertas de entrada. Según la que escojamos, se nos brindará una diferente perspectiva del conjunto, recibiremos una impresión más o menos grata. La ciudad es para todos la misma, pero ese primer paseo que uno da, lleno de curiosidad, al poco de dejar las maletas en el hotel, puede estar marcado por el deslumbramiento o por la decepción, según sean el barrio o la calle escogidos; la vista desde la ventana puede resultarnos arrobadora o deprimente; y lo mismo el trayecto que hacemos al ir a visitar los monumentos y los museos. Son un montón de factores a menudo azarosos, circunstanciales, subjetivos, los que muchas veces determinan el “tono” y la “intensidad” de la experiencia que nos brinda una ciudad desconocida. Es casi siempre preferible contar con el consejo y la recomendación –la compañía– de alguien que la conoce.

Todos arrastramos una lista más o menos confesable de autores “ineludibles”, consagrados, de esos de los que todo el mundo habla, a los que “todavía” no hemos leído. Por falta de tiempo, por prejuicios, por haber fracasado en un primer intento, o por no saber por cuál libro empezar. 

Inauguramos esta sección –“Puertas de entrada”–con este propósito: señalar de manera razonada el título más adecuado, a nuestro juicio, por el que acceder a toda una serie de autores muy relevantes del siglo XX, autores que suelen formar parte del bagaje de cualquier lector culto. La lista ni puede ni quiere ser exhaustiva: de momento, basta que los autores escogidos sean, por así decirlo, “incuestionables”. No se trata aquí de jerarquizar ni de interpretar; tampoco de hacer pedagogía ni divulgación, sino de ofrecer un servicio. Un ejercicio de crítica entendida como prestación, y quién sabe si como auxilio. 

******

Mientras agonizo, de William Faulkner

Las novelas de Faulkner vienen precedidas por una imponente fama de dificultad. Si Faulkner era consciente de estas dificultades no es algo de lo que podamos estar seguros, pero sí sabemos que las quejas llegaron a sus oídos. Una periodista le preguntó: “Algunas personas dicen que no entienden lo que escribe, incluso después de leerlo dos o tres veces. ¿Qué les sugeriría que hicieran?”. La respuesta de Faulkner se ha vuelto célebre, pero no sabemos si es de gran utilidad para el lector: “Que lo lean cuatro veces”.

El arribismo, el choque con una población que cree ostentar derechos o privilegios sobre un territorio, es uno de los grandes temas de Faulkner

En cualquier caso, ni Faulkner desmintió esa fama ni la dificultad de sus novelas puede reducirse a un adorno o a una complicación ociosa, más bien es el precio a pagar por disfrutar de algunos de sus principales méritos literarios que operan a niveles distintos, aunque relacionados. Lo primero que se aprecia al abrir cualquiera de las grandes novelas de Faulkner es la torrencialidad de sus frases. Conviene señalar que no se trata de las pulidas complejidades sintácticas (casi geométricas) de Henry James, de Marcel Proust o de Thomas Mann, sino de un auténtico aluvión desordenado y silvestre que arrastra materiales muy diversos, en periodos muy amplios, donde las comas parecen haber sido arrojadas a puñados a la espera de que se busquen la vida para acomodarse donde buenamente puedan. El lector debe frenar su impaciencia (al fin y a cabo, ¿qué prisa tiene quien se decide a leer a un autor así?) y resistirse al prurito de claridad; a cambio Faulkner ofrece toboganes verbales de emociones insólitas (son célebres sus descripciones morales de la naturaleza: flores insidiosas, puestas de sol austeras, matorrales malignos, soles ciegos de exigencia) cuya principal recompensa tal vez sean las frases breves que funcionan como sentencias y que con frecuencia fascinan al lector antes de revelar su significado (lo que no deja de ser una “dificultad” añadida). El lector encontrará una de estas frases cada diez páginas (a ojo de buen cubero), y por una vez no tendrá problemas en reconocerlas: desprenden una luz inequívoca. Avanzo algunas de mis favoritas: “Entre la pena y la nada elegí la pena”, “La memoria conoce antes que el pensamiento recuerde”; “Un hombre es la suma de sus desdichas. Se podría creer que la desdicha terminará un día por cansarse, pero entonces es el tiempo el que se convierte en nuestra desdicha”; “Un fatalista siempre puede ser retenido: por curiosidad, por pesimismo, por simple inercia”; “El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”...

Las novelas de Faulkner también envuelven dificultades técnicas. Dedicadas en buena medida a los proyectos del afán humano (enseguida volveré a este asunto), Faulkner tiende a fijarse, casi como en un movimiento compensatorio, en criaturas cuyas limitaciones intelectuales les privan de participar en el juego de la ambición; los rezagados, sus despojos. Destacan en su obra el visionario Vardaman y ante todo Benjamin Compson, cuya mente subdesarrollada Faulkner se retó a sí mismo a elaborar verbalmente. El resultado es imponente. Es más que dudoso que ninguna conciencia haya “hablado” para sí misma como Benjy, pero al encerrarnos en su fascinante laberinto de sensaciones deslavazadas y frases truncadas Faulkner nos transmitió la angustia de estar encerrados en un pensamiento incapaz de formarse una imagen articulada de la realidad.

Aunque las novelas de Faulkner transcurren en un condado de su invención, la atmósfera social y política (desprovista, eso sí, de marcas históricas reconocibles) remiten al sur de los Estados Unidos tras la llamada Guerra de Secesión (1861-1865). Faulkner incorpora al relato el decaimiento, la pobreza y la humillación de la derrota. Entre otra cosas se trataba de una guerra por la abolición de la esclavitud. ¿Una derrota que conlleva la victoria de una causa justa es menos derrota, protege a los vencidos de la corrosión del desastre? Faulkner se empecina en volver una y otra vez a esta erizada pregunta. Y lo hace de la manera más incómoda: poblando sus novelas de negros y mulatos justamente rescatados de la abolición pero que todavía no han logrado convertirse en los ciudadanos libres e iguales que prometía la propaganda norteña, seres que vagan por los campos arrastrando remanentes de desprecio, racismo e incomprensión, entre los que no falta el examen de la mezquindad y el resentimiento propias de una víctima a la que se la ha despojado de las opresiones que hasta hace poco sostenían, aunque fuese de una manera inhumana y perversa, su vida; formas de existencia atrapadas entre la esclavitud y la ciudadanía. La que deriva de su incómoda y exigente posición histórico-moral (la resistencia a ofrecer una visión edulcorada y confortable de los derrotados y las víctimas) no es la menor de las dificultades que Faulkner le plantea a sus lectores.

Todavía una cuarta familia de dificultades (a estas alturas el lector ya se habrá dado cuenta de que, cuando se trata de Faulkner, “dificultad” es sinónimo de “fascinación”), relativas en este caso al tiempo. Si, como quiere Canetti, Proust es el narrador del pasado, Joyce el narrador del presente y Kafka el narrador del futuro, podríamos decir que Faulkner está por todas partes, que cuenta mezclando las tres dimensiones. Su voz narrativa registra las ambiciones de hombres y mujeres enfrascados en un presente para ellos todavía indeciso, pero lo hace desde un tiempo cancelado, donde ya los ha visto morir a todos. Faulkner cuenta historias que podrían reordenarse de un “principio” a un “fin”, pero sus voces narrativas (no confundir con los personajes que adoptan de manera transitoria esta función) se desprenden con frecuencia de las servidumbres de la causalidad para remontarse o avanzar episodios como quien pasa las páginas de una historia gastada de tanto contarla, deteniéndose en los pasajes que siguen intrigándolo.  

Desde esta perspectiva, el territorio, la vegetación y el clima (de nuevo: los vientos morales y los árboles intrigantes) tienen más entidad que las personas que los pueblan en el lapso transitorio en el que estarán vivos. El arribismo, el choque con una población que cree ostentar derechos o privilegios sobre un territorio, es uno de los grandes temas de Faulkner, y con el paso de las páginas alcanza una dimensión casi definitoria del género humano. Desde el punto de vista de la tierra todas las ambiciones humanas terminan igual: llegan, pelean, envejecen, mueren, les relevan, vuelven a pelear, vuelven a envejecer, vuelven a morir, vuelven a relevarles...  Los hombres, en las novelas de Faulkner, se parecen a las sombras de las nubes: oscurecen la tierra, pero no arraigan. 

La leyenda cuenta que se escribió en seis semanas, mientras su autor repartía su tiempo trabajando como bombero, vigilante nocturno o transportando carretas de carbón 

Si bien es cierto que no en todas las novelas de Faulkner concurren al mismo tiempo todas estas dificultades, la mala noticia es que en la mayor parte de las novelas escritas durante la década prodigiosa de Faulkner (que va de 1929 a 1939 y comprende El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario, Luz de Agosto, ¡Absalón, Absalón! y Las palmeras salvajes) le proponen al lector retos de altura. Hay otras vertientes menos empinadas para acceder a Faulkner, pero siempre queda la duda de si la impresión de “facilidad” no se obtiene en comparación con las cumbres ya conocidas, y si puestos a emprender un camino que nunca será llano no es preferible decantarse por la ruta que ofrece mejores perspectivas y paisajes. La buena noticia es que una de sus grandes novelas, Mientras agonizo, elude buena parte de las dificultades inherentes a la prosa de Faulkner en un prodigio de concentración expresiva. 

La leyenda cuenta que se escribió en seis semanas, mientras su autor repartía su tiempo trabajando como bombero, vigilante nocturno o transportando carretas de carbón (las versiones difieren en este punto). Sea como sea, Mientras agonizo se estructura en una serie de 59 monólogos interiores referidos a quince mentes distintas. Faulkner se acoge a la técnica inventada por Joyce de sumergir un micrófono en el cerebro de un personaje para recoger su actividad verbal al tiempo que le discute que todos monólogos interiores tengan que “sonar” parecido, de manera que algunas de las voces-monólogo-mentes-personajes de este libro están muy diferenciadas. Sobresalen el médico que ejemplifica el cansancio de la razón en un mundo desquiciado, la madre que habla desde una muerte tan inconforme que no está dispuesta a renunciar ni a las miserias del mundo de los vivos, el ya citado Vardaman o el visionario Dral. 

Quizás sea en este relato del viaje que los Brunden emprenden para cumplir el deseo (o el capricho o la venganza) de la madre de ser enterrada con “su gente” donde se aprecia de manera más natural cómo Faulkner combinó sus tres fuentes de inspiración: Homero (cuya Odisea le proporciona el marco para el desfile migratorio de sus personajes), la Biblia (el Eclesiastés le sirve aquí de espejo donde reflejar los reiterados afanes que los hombres hacen sobre una tierra gastada) y el brío y la ironía de Shakespeare, que el lector encontrará por todas partes. Y, ya que nos referimos al humor, la novela termina con un chiste que merecería estar en una antología de la crueldad y la brutalidad, y que si no lo cuento no es tanto por no destripar el final sino porque el requisito indispensable para disfrutarlo es haber recorrido antes la novela completa, de cuyas energías, empecinamientos y disimulos se nutre.   


Puertas de entrada: Poética

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Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

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Gonzalo Torné

Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).

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