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Hace unos meses, Félix de Azúa hizo unas declaraciones inquietantes. Demasiado inquietantes para un representante conspicuo de esa generación de intelectuales que encarnaban, durante la Modélica Transición, el Espíritu Absoluto. O que, al menos, redactaban las solapas de los libros del Espíritu Absoluto y sus críticas y reseñas en la prensa hipster de la época. Lo que dijo el académico, en una entrevista, cuando su interlocutora le preguntó si Vox caducaría pronto, fue que “este es un país muy sorprendente: tenemos la extrema derecha más de izquierdas de toda Europa. Es una gente que pide perdón, son educadísimos y que proponen cosas y a los dos minutos se echan para atrás. No son como italianos que están dispuestos a hundir barcos llenos de gente”.
O para Félix de Azúa los de Vox son de izquierdas (la verdadera izquierda, presumo) o estamos entrevistando a Félix de Azúa por encima de sus posibilidades
Poniendo en cuarentena la transcripción de esa última frase, que no deja muy claro si es connatural a todo italiano estar dispuesto a hundir barcos con gente dentro, y pasando de puntillas por la sorprendente afirmación de que la extrema derecha española pide perdón por cosas (se ve que el golpe de Estado franquista no es algo por lo que haya que disculparse), lo inquietante de esas meditaciones de Félix de Azúa es que considere que ser educado, pedir perdón y no querer matar gente indefensa es algo que te convierte en una persona de izquierdas. Es inquietante porque, si bien considero que la coherencia está sobrevalorada, uno no puede pasar por alto que el autor de esas líneas es el mismo que firma estas otras: “Lo que en este momento mucha gente cree que es la derecha en realidad es la izquierda. Porque los de derechas son los últimos demócratas que quedan. En cambio muchas de las cosas que se llaman izquierdas son, no sólo derechas, sino extrema derecha, como los peronistas de Podemos”. Así que una de dos: o para Félix de Azúa los de Vox son de izquierdas (la verdadera izquierda, presumo) o estamos entrevistando a Félix de Azúa por encima de sus posibilidades.
Lo cierto es que pocos personajes de su generación y condición han cultivado tanto el género de la entrevista como Azúa. De hecho, de las muchas pieles que ha vestido en su trayectoria intelectual (poeta, novelista, memorialista, ensayista, divulgador de la historia de la literatura y del arte, promotor de Ciudadanos...), la que da la medida precisa de su aportación a la vida pública española es la de entrevistado. Toda la facundia que, en sus columnas de opinión, se rinde a la prudencia del provocador con matices, se desata en presencia de una grabadora. Toda la inquina que el ensayista mordaz sabe que debe sugerir pero no exhibir, so pena de que no le inviten a más canapés, se desboca a la primera pregunta de un entrevistador experto. O inexperto, tanto da: lo importante es que alguien le dé la oportunidad de explayarse sobre el gobierno de Sánchez, el independentismo catalán, la alcaldesa de Barcelona o el independentismo catalán. O –incluso– el independentismo catalán. Son muchos los temas que le interesan y le preocupan como intelectual engagé. Tan pronto advierte a la humanidad de la deriva totalitaria de la izquierda española prisionera del independentismo catalán como señala valientemente la servidumbre de la izquierda española al independentismo catalán. No se veía dieta política tan variada desde José María Aznar.
Era muy fácil parecer el elegido de Dios cuando alrededor todo eran piedras y cabras
La obsesión de Félix de Azúa con la izquierda y el independentismo es algo que comparte con un numeroso grupo de intelectuales españoles que, según apunta Ignacio Sánchez-Cuenca en La desfachatez intelectual, “llegaron en algún momento al convencimiento de que el mal principal (tras el terrorismo) era el nacionalismo, y que una izquierda que ellos empezaron a conceptuar de relativista y contemporizadora no había estado a la altura de las circunstancias en el combate contra el nacionalismo disgregador […]. Empeñados en conservar el prestigio social de considerarse progresistas, concluyeron que el verdadero izquierdismo consistía en dedicar toda la energía a combatir la bestia excluyente que todo nacionalismo lleva en su seno”. Aunque en los últimos años tanto Azúa como sus compañeros de viaje fin de curso (Savater, Cercas, Muñoz Molina) parecen haber renunciado también al apego por la etiqueta “izquierda”, por más que aflore como un lapsus linguae en entrevistas y otras fiestas de guardar, lo cierto es que siguen reclamando para sí mismos la condición de ilustrados, crema intelectual y élite sapiencial. Es comprensible: pilotaron una travesía del desierto donde era muy fácil parecer el elegido de Dios cuando alrededor todo eran piedras y cabras. Hacían llover traducciones de Cioran y citas de Hölderlin cuando en España nadie había oído hablar de Cioran y solo unos pocos y genuinos germanófilos habían leído a Hölderlin. Tan solo hoy, los lectores más jóvenes empiezan a sospechar que aquello era maná de garrafón. Con ustedes, la generación más preparada de su época, los timoneles universitarios de una España preuniversitaria, los baby boomers del yo.
El retrato generacional, como es lógico, lo cultiva Félix de Azúa también en formato entrevista. A una pregunta intrascendente de Alberto Olmos, responde: “Soy un buen representante de mi generación. Con mi generación me refiero a los que empezamos a tomarnos en serio la política a partir de Felipe González. Antes de Felipe González […] políticamente éramos paleolíticos, éramos todos comunistas, maoístas... Después el neolítico es Felipe González y ahí empieza una deriva para convertirnos en demócratas”. Tomarse en serio la política es algo que, a mi juicio, uno puede hacer a partir de Felipe González e incluso a pesar de Felipe González. Algunos lo hicimos por imperativo biológico (yo tenía doce años cuando González ganó por primera vez unas elecciones). Pero asusta que toda una cohorte de intelectuales treintañeros se tomara en serio la política solamente después del primer triunfo electoral del PSOE. Incluso bastante después, puesto que, no lo olvidemos, González fue el neolítico y luego vino una deriva etcétera. Para convertirse en demócratas. Que no lo eran, se supone, mientras trabajaban duramente por hacer que en España hubiera democracia. Lo que contradice, y mucho, el relato que ese mismo grupo generacional nos ha legado sobre la última restauración borbónica y su propio y arriesgado papel de vanguardia democrática e intelectual.
Tomarse en serio la política es lo contrario de tomársela a broma, como fruslería o divertimento, por más que el divertimento en ocasiones conduzca a que la policía te dé de hostias. Platón se la tomó en serio cuando intentó que Dionisio, tirano de Siracusa, le tomara en serio: acabó huyendo, siendo apresado por piratas y vendido como esclavo, pero no borró el WhatsApp de la corte de Siracusa y volvería allí cada vez que le invitaran a comisariar golpes de Estado. Con la misma seriedad se la tomó, a partir de González, ese grupo de intelectuales que antes, en la agonía del franquismo, estaba ciertamente más ocupado en apuntalar su prestigio intelectual gracias a la desolación ambiente que en ensayar en serio una democracia en serio. Para la política ya tenían a Felipe González, su Dionisio de Siracusa particular, que muy pronto les enseñaría que aquello de las izquierdas y las derechas era de perdedores.
Displicentes, convencidos de que ellos no servían a la política sino la política a ellos, Azúa y sus compañeros se las ingeniaron para seguir llevando la batuta de la opinión pública, digamos, progresista durante treinta años más. Nunca dejaron de creerse la vanguardia del proletariado en su exilio de Zúrich, los ilustrados del salón de Madame du Deffand, los tertulianos de Les Deux Magots. Aquella extrema izquierda, ya no tan izquierda pero igual de extrema, aborrece, con todo, que la traten de subproducto derechista de la historia reciente de la democracia española, de ahí su tendencia al manifiesto de abajo firmantes, de ahí su empeño en definir qué es la izquierda y a quién pertenece; de ahí su obsesión por desmarcarse del griterío neofascista a pesar de que, sin duda, se encuentra más cómoda en ese ecosistema de cantina cuartelera que en cualquier tertulia sosegada y europeísta de esas que dice preferir.
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Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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