Crónica
“Dos personas por mesa. Prohibido bailar (en los cabarés de La Habana)”
Historias de pandemia en la capital cubana. El país ocupa el segundo lugar en el índice de pacientes recuperados de América Latina, con un 91,4%, solo después de Uruguay
Eileen Sosin Martínez 3/08/2020
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El mazo de perejil estaba fresquito y tupido. Me encantan las especias, por eso había caminado varias cuadras para comprarlo. Lo acerqué a la nariz –en gesto de triunfo– y no olía a nada. A nada.
Se me había olvidado que llevaba puesto el nasobuco.
Algo parecido ocurrió días después, cuando intenté soplar una hormiga que me caminaba por la mano. O cada vez que algún vendedor contesta: “¿eeeh?”, en su franca manera de decir que no me entendió.
Supongo que la nueva normalidad también debe ser eso: ínfimos dramas de dos segundos, fallo temporal de los sentidos.
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Antes de que todo se pusiera tan feo, yo era de quienes se sentían objetivas y pragmáticas, repitiendo “calma, pueblo”, “don’t panic”. Luego hubo que morderse la lengua. El coronavirus atacó la carne y la sangre, inyectó miedo, atizó desigualdades.
La enfermedad y el consecuente aislamiento han socavado la vida en comunidad y el trabajo: los cimientos mismos de la civilización.
“Es tan duro, tan duro, que a veces me limito a hablar de esto”, cuenta la doctora cubana Patricia Sánchez*, desde Londres. Se le corta la voz. Y enseguida se anima relatando lo agradecidas que se muestran las personas con los médicos, y las iniciativas para enviar donaciones a Cuba.
Su madre aún vive aquí, y se escriben más de 10 veces por día. “Mi mamá está un poco desinformada, pero la prefiero así que preocupada”, afirma.
Mucha gente que uno quiere ha sufrido la pandemia por allá, lejos. La hermana de Cristian* lleva poco tiempo en Estados Unidos. Para confortarlo le recuerdo que ella tiene una suerte que le sirve además contra las enfermedades. “No es el virus la cosa –rebate–, sino pagar la renta y la comida, sin trabajo”.
A las 12:20 de la madrugada Ernesto me envió un mensaje: “Asere, me botaron hoy”. Contratado en una empresa de paquetería en la Florida, Ernesto se incorporaba de pronto a los millones de desempleados en la Unión.
En Tampa, Alina trata de mantenerse tranquila: cose nasobucos y organiza la alacena, aunque la haya organizado una semana atrás. Alina también es cubana y doctora, y observa la debacle sin poder ayudar en absoluto, porque todavía no ha recibido la residencia norteamericana. Pasarán años antes de que se le permita ejercer.
“Y menos mal que esto me cogió aquí, porque aquí me lo hacen todo gratis”, vocifera Yunia mientras camina de lado a lado por la acera. Dentro de su casa, al final del pasillo, casi no llega señal, de modo que ella sale teléfono en mano a intentar comunicarse con su esposo. Los dos estaban en Guyana, en un viaje de compras (que al regreso serían ventas). Ella pudo volver; él no.
Yunia se desespera. Del otro lado no responden. ‘Round’
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Los contrastes en este país resultan frecuentes y pronunciados. Por ejemplo: exportamos vacunas, pero nos cuesta producir boniato. La pandemia –desde luego– concibió sus propias, furibundas, contradicciones.
Muchas medidas fueron tomadas a tiempo: el cierre de fronteras, la suspensión de impuestos y del curso escolar, el teletrabajo... Sin embargo, más de unos cuantos no acataban lo de ‘quédate en casa’. “El otro día yo iba en una guagua tan llena –comentaba una mujer– que pensé: aquí voy a coger hasta piojos”. Apenas 48 horas después se paralizaba todo el transporte público.
El sistema sanitario para controlar la covid-19 ha funcionado harto eficiente. La estrategia de aislar a los enfermos, rastrear a quienes tuvieron contacto con ellos, e igualmente confinarlos, permitió que los contagios (2532 hasta el 27 de julio) se hayan mantenido lejos de los peores pronósticos (alrededor de 4500 casos).
Además, grupos de estudiantes de Medicina realizaban visitas casa por casa, otro filtro para detectar síntomas. “El trabajo consiste en ir a buscar la enfermedad directamente, para prevenir su propagación”, explica Jorge Javier Pérez, estudiante de Enfermería. “Antes de comenzar las pesquisas una profesora de Higiene y Epidemiología nos expuso toda la información acerca del virus”.
Hacia finales de junio, Cuba ocupaba el segundo lugar en el índice de pacientes recuperados en América Latina (con 91,4 %, después de Uruguay), según cifras de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Entretanto, la gente se expone durante horas en sempiternas colas para comprar alimentos y artículos de primera necesidad. Si ya desde mucho antes el desabastecimiento era a las tiendas lo que la sombra al cuerpo, ahora el “salir de cacería” ha escalado hasta lo insufrible.
Una señora rubia pasa por mi lado y propone en tono subrepticio: “Niña, pasta dental… oferta especial”. Los artículos de aseo figuran entre los más codiciados; ni siquiera pregunto el precio
Al principio tal vez las filas guardaban cierto orden, con policías que reclamaban: “Vaya, vamo a dejar un metro ahí…”. Pero no tardaron en aparecer los turnos, a veces el número marcado en la piel, otras mediante carnés de identidad y algún oficial que llama a las personas por nombre y apellidos, según el orden anotado en su libreta.
“Por un grupo de WhatsApp avisaron que había varias cosas, y fuimos para allá –narra Elena–. Cuando llegamos aquello era una longaniza de gente, hombro con hombro… Tuvimos que virar”.
Elena iba con su hija. En el afán de que todo el mundo alcance, hay una lista de productos básicos racionados, a tantas unidades por persona. Siendo así, comprar se ha vuelto un acto filial.
La escasez trae a sus parientes: los revendedores y la inflación. Si uno pretende ahorrarse la cola, acude a los primeros. De cualquier manera, no se escapa de la segunda.
Una señora rubia pasa por mi lado y propone en tono subrepticio: “Niña, pasta dental… oferta especial”. Los artículos de aseo figuran entre los más codiciados; ni siquiera pregunto el precio.
Es cierto que la mano dura de Trump nos ha apretado más en estos meses, tanto como que la producción de alimentos y la dependencia de las importaciones constituyen problemas de larga data.
Con todo, intento no agobiarme demasiado –soberbio ejercicio psicológico–. Me aferro a aquella frase de mi abuela: mejor comer huevo con alegría que jamón con tristeza.
Caigo en cuenta de que mi familia y mis amigos están sanos; no me ha faltado comida, ni trabajo, ni pasta de dientes. Y eso me infunde una llana sensación de tranquilidad, de privilegio.
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Puntualmente, como de costumbre, el primero de enero se publicaba la Letra del Año, profecía de los religiosos yorubas para los próximos 366 días. En tanto fenómeno viral, su tránsito por el boca a boca cotidiano suele ser efímero.
Sin embargo, a mediados de marzo ciertos vaticinios resurgían en las conversaciones. Entre los acontecimientos de interés social, los babalawos (sacerdotes) habían anunciado la proliferación de epidemias debido a la mala higiene y la indisciplina social. El año venía “osorbo”, que significa mala suerte.
Algo por el estilo decía una señora que hablaba por videollamada en una de las concurridas zonas Wi-Fi: “Oye, yo quería un año sabático, pero no así…”.
La buena noticia es que ya pasamos la mitad.
Cuando las semanas parecían una infinita procesión de sábados y domingos, Mónica creó en Facebook el grupo #Miraloqueyoveo. Postres, gatos, niños, macetas con flores… la intimidad asoleándose en las ventanas de Internet. A fuerza de likes y comentarios muchos encuentran compañía, acaso nuevos amigos.
Ojalá duraran esas y otras ganancias después de la recuperación; que “cuando esto pase” se convierta en “qué aprendimos de esto”. Sembrar en la tierra disponible, por ejemplo; tal como Mayté y su familia, quienes se acostumbraron a desayunar con las guanábanas y el café de su patio; y Paola, que obtuvo su primera cosecha de cebollinos.
De nuevo vimos las redes sociales transformarse en vehículo de la solidaridad; y a las redes de toda la vida –vecinos, estudiantes–, reorganizarse para ayudar a los más necesitados.
A estas alturas, creo que las manos se adaptan al enjuague con solución de hipoclorito –en la entrada de cada establecimiento–, aunque se les quede el olor a piscina. Menos fácil ya resulta navegar los límites entre lo pertinente y lo absurdo: en la puerta de un cabaret habanero, un cartel indicaba: “Dos personas por mesa. Prohibido bailar”.
Al igual que a medio planeta, nos sigue impactando el superávit de gente irresponsable, tanto que logramos un día sin nuevos contagios, cero; y a la semana teníamos 37.
Algunos empezaron a combinarse los nasobucos de tela con la ropa (me incluyo). Si una lo asume en clave fashion, la ubicua mascarilla parece menos demencial. Tampoco es que haya muchas opciones, pero prefiero el optimismo quijotesco de un letrero que vi en Facebook: “Estamos hecho puré pero estamo (sic)”. Supongo que la nueva normalidad también debe ser eso.
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*Nombres cambiados a petición de los entrevistados.
El mazo de perejil estaba fresquito y tupido. Me encantan las especias, por eso había caminado varias cuadras para comprarlo. Lo acerqué a la nariz –en gesto de triunfo– y no olía a nada. A nada.
Se me había olvidado que llevaba puesto el nasobuco.
Algo parecido ocurrió días después, cuando...
Autora >
Eileen Sosin Martínez
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