Dignidad democrática
La monarquía y su ‘secreto’: revelación de una bufonada
La institución es anacrónicamente excepcional, pero se mantiene en este tiempo porque su excepcionalidad es clave de bóveda de un sistema de poder
José Antonio Pérez Tapias 12/09/2020
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No conviene infravalorar a los bufones. Siendo figuras cortesanas, con su humor grotesco dicen mucho del poder para el que servilmente trabajan. Forman parte de la escenografía en la que el poder se representa y, sirviéndose de aduladores, refuerza su revestimiento simbólico. Cabe añadir una constante: cuanto más débil es la autoridad del poder en cuestión, más hace uso este de bufones de la corte. Pudiera pensarse que los bufones tuvieron su edad dorada en momentos de monarquías absolutas decadentes, pero el fenómeno no se limita a ellas; se daba antes y se siguió produciendo después, hasta hoy, y no sólo cuando se trata de monarquías, sino también en otros sistemas políticos, incluso sedicentemente democráticos. Lo que se ha ido añadiendo como nuevo a la práctica de los bufones es el eco mediático de su actividad, hoy incluso multiplicado n veces con el efecto difusor de las redes sociales. Este es tan seductor que nos encontramos incluso con personajes en la cúspide del poder que se convierten en bufones de sí mismos. La “sociedad del espectáculo” de continuo brinda memorables jornadas de gloria bufonesca.
Podemos entender todo el montaje político y mediático en torno a la cansina huida del rey emérito a los Emiratos Árabes como una gran bufonada
En este verano del aciago año 2020, en el que vivimos zarandeados entre rebrotes de coronavirus y anuncios de jugosas fusiones-absorciones bancarias –¡adiós, banca pública, adiós, te despedimos aunque sabíamos que no estarías entre nosotros!–, podemos entender todo el montaje político y mediático en torno a la cansina huida del rey emérito a los Emiratos Árabes como una gran bufonada en la que hemos visto cómo muchos se apuntaban voluntariosos a adular al monarca defraudador del fisco y a apoyar a su sucesor, a pesar de su desnudez. La representación simbólica del poder se puso difícil. Si se intenta, con todo, es por ser efectivamente un poder, por más que desautorizado por los mismos que lo representan, que en España no se limita, desde la Corona, a reinar sin gobernar. Por eso hay que apuntalarlo, para que no se derrumbe ante una opinión pública que desde el patio de butacas –hasta ahora no se ha permitido a la ciudadanía participar en la función mediante referéndum sobre república o monarquía– asiste a su deslegitimación. Uno de esos intentos, compitiendo con el manifiesto de “los setenta” en apoyo de Juan Carlos a base de apología de la Transición y hagiografía de su figura, fue el del periodista Salvador Sostres con artículo titulado “El Rey”, en la tercera de ABC, lo cual supone un primer plano para un bufón dispuesto a todo.
Si al cabo de algunas semanas de verano revuelto miro atrás hacia el mencionado artículo, en medio del imposible sosiego de un comienzo de curso de polémica “vuelta al cole”, es para subrayar los suculentos contenidos del mencionado artículo. Lo curioso del caso es que hasta monárquicos de pro se han abstenido de mostrar adhesión alguna a un bodrio que en su arranque dice que “los reyes, como los papas, no tienen que ver con los hombres sino con Dios. Es estúpido juzgar a los monarcas con criterios terrenales. La monarquía es un don, una encarnación divina; ni es democrática ni está sujeta a las leyes que los hombres nos hemos dado, ni queda totalmente a nuestro alcance comprender su última profundidad y significado. Un rey es su pueblo, pero representa a Dios”. Tan desmesuradas palabras, que algunos confundieron con el estilo jocoso de El Mundo Today –reconociendo involuntariamente a Sostres como bufón–, corrieron como la pólvora por las redes sociales para ser objeto de befa, mofa y burla. No faltaron algunos artículos contrastando la hiperbólica estupidez de presentar al rey como representante de Dios, igualándalo al Papa ante los católicos, con teólogos de la mismísima estirpe escolástica que ni mucho menos estuvieron por doctrina semejante: desde Tomás de Aquino hasta Juan de Mariana, el analista Santiago Aparicio en Diario 16, hizo un instructivo recorrido al respecto, que igualmente podía haber prolongado hasta el jesuita granadino Francisco Suárez y su pensamiento acerca del derecho de resistencia –en el debate sobre el regicidio en su Defensio fidei– ante un tirano que desprecia el bien común y atropella a su pueblo. Lo de Sostres no tiene agarradero ni en el pensamiento conservador, pues hasta las mismas monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII o competían con el contractualismo que se abría paso en la época o se justificaban en términos de la transferencia de poder al monarca en virtud de un pacto –planteamiento inmanentista de Hobbes–. Pero –seamos serios– estas disquisiciones histórico-filosóficas le traen al fresco al susodicho Sostres. Lo grave es que le importan un bledo a la redacción de un diario como ABC, que llevó a su tercera un artículo infumable pero sabiendo que la humareda que iba a levantar era recurso paródico para levantar la imagen del monarca caído y para apalancar la del rey actualmente en ejercicio como jefe del Estado. Hablar del rey, tanto refiriéndose al en desgracia caído como al tambaleante, no ya siquiera como depositario de un poder que viene de Dios…, sino como “representante de Dios” –asombra que la Iglesia católica haya callado en España ante tamaña barbaridad con pretensiones de teológica y para colmo haciendo sombra al Papa–, es un ejercicio de histrionismo con función política de transmisión de un claro mensaje: la monarquía no se toca.
No hay monarquía –vale decir, régimen que funcione como monarquía– que no necesite bufonadas, porque todas encierran su enigma criptoteológico
Bufonada al servicio de la sacralización de la monarquía
Es decir, la bufonada iba en serio. Tras lo grotesco se escribía la doctrina: la corona es sagrada y el rey, intocable. Los súbditos, como siervos fieles, ni hemos de entrar a juzgar la conducta del rey, ni sus mismos hechos por supuestamente delictivos que puedan ser. Después de todo, ¿no es la misma Constitución española la que habla de la “inviolabilidad” del rey y consagra su irresponsabilidad, eximiéndole de dar cuenta de sus actos? ¿Y no hay juristas que extienden esa inviolabilidad y esa irresponsabilidad, infundadamente, más allá de los actos del jefe del Estado en el ejercicio de sus funciones como tal? ¿Y no encontramos que PSOE, PP y Vox se vienen negando a que haya una comisión parlamentaria que aborde el cúmulo de deméritos que acumulan lamentables hechos protagonizados por Juan Carlos de Borbón? ¿Dónde, pues, empieza y termina lo bufonesco?
A través de la mente calenturienta de Sostres nos hallamos, por tanto, ante una bufonada muy reveladora que nos conduce directamente al “secreto” de la monarquía. De tal arcano cabe decir lo mismo que decía Marx de lo que mostraba el “secreto” de la mercancía, una vez que se descubre la realidad social de explotación que encubre la lógica económica en la que manda su valor de cambio: está llena de connotaciones malamente metafísicas con ribetes teológicos. Es más, añadiremos que no hay monarquía –vale decir, régimen que funcione como monarquía aunque formalmente no lo sea– que no necesite bufonadas, porque todas encierran su enigma criptoteológico. Las monarquías absolutistas pasaron, cuando el caso fue que evolucionaron, a constitucionales y estas, mediando proceso de adecentamiento en entornos democráticos, se reconvirtieron en monarquías parlamentarias. Lo nuclear del asunto es que el fondo absolutista no se pierde y con él, el carácter fraudulentamente teológico que lo acompaña. Esa es la “verdad” del bufón Sostres.
Los reyes emergieron en sociedades remotas en el tiempo, naturalizando relaciones de dominio y sacralizando el poder de quienes desde la desigualdad podían detentarlo para sostener desde posiciones ventajistas el orden social. Y por cierta desacralización del poder que la racionalización moderna de la vida haya llevado a cabo –Max Weber lo subraya–, la secularización de la soberanía detentada por el monarca, como trasunto de aquella de la trascendencia divina que fue inmanentizada –Carl Schmitt se encargó de ponerlo de relieve–, no ha comportado que, allá donde perduren monarquías, el proceso secularizador se haya completado con el desmontaje del simbolismo funcionalmente religioso que sigue operando. Por ello, donde subsiste Corona los ciudadanos no se han librado del todo de la condición de súbditos. ¿Por qué, si no, la desigualdad consolidada para que haya quienes accedan a la máxima posición de poder político por vía de linaje según orden dinástico que marca el nacimiento –por otra parte, con el sangrante resabio de ley sálica postergando a la mujer frente al varón en la sucesión al trono–? Ha sido el rendimiento funcional de tal anomalía democrática lo que ha servido para su legitimación de facto. Pero atención: en verdad, la legitimación funcional de la institución monárquica no compensa el déficit de legitimidad democrática que incurablemente arrastra. Es tal patología la que requiere parcheos continuos, máxime en un caso como el de la monarquía borbónica en el trono del Estado español, reinstaurada por designio del dictador que dejó atado cómo y para qué Juan Carlos de Borbón había de ser rey de España –origen que no redimen sus reconocibles “buenos oficios” a favor de la democracia, por más que corramos un tupido velo por los que no fueron tan buenos–.
Aun ante la monarquía más presentable mantiene toda su razón de ser la alternativa republicana; cuanto más, cuando la monarquía dista mucho de ser presentable
Dadas las bufonadas que estamos acostumbrados a presenciar, y habiendo sido espectadores inmediatos de la ofrecida bajo el epígrafe “El Rey” en las inmarcesibles páginas del diario monárquico par excellence, es momento de activar seriamente la reivindicación de república. Se ha puesto en primer plano lo que en los años treinta del siglo pasado señaló el filósofo Eric Voegelin al hablar de “las religiones políticas”: inmanentizando motivos trascendentes se desplazaron al ámbito político pautas de comportamiento y recursos simbólicos que alentaron movimientos en los que lo político, incluso configurándose ateística o paganamente –caso del nazismo, por ejemplo–, se estructura de modo funcionalmente religioso. No hace falta compartir con Voegelin el pesar por lo que la secularización dejó atrás abandonando la referencia a la trascendencia –sí es importante detectar el problema–, para comprobar que la tesis de “las religiones políticas” es aplicable a lo que venía dándose y se mantiene en torno a la monarquía como forma de Estado. Hay que ser conscientes, además, que igualmente es así en Estados con monarquías no afectadas por la erosión deslegitimadora a la que se halla sometida la Corona en España. Aun ante la monarquía más presentable mantiene toda su razón de ser la alternativa republicana; cuanto más, cuando la monarquía dista mucho de ser presentable.
Lo serio frente a lo bufonesco: reivindicar república
La reivindicación de república, tal como la formulamos en y para España, no se inscribe sin más en la órbita de lo que el italiano Giacomo Marramao, en Poder y secularización, dice de los “naufragios” de aquellos procesos que han marcado el devenir de la modernidad, incluso cuando por ellos, en el caso de una modernidad muy lastrada como fue la nuestra, nos han llegado en tiempos de posmodernidad productos tan averiados como la monarquía borbónica. En verdad, si Carl Schmitt en su Teología política –entendiendo que en la política moderna sigue acusándose el efecto de su origen teológico en cuanto a legitimación secularizada–, definió la soberanía como la capacidad de decretar el estado de excepción, como ejercicio del señorío sobre la ley misma tal cual era reconocido al dios de antaño, lo que nos encontramos ahora es que la monarquía, donde perdure, es en sí misma un “estado de excepción”, inaceptable desde claves democráticas que en coherencia no pueden ser sino consecuentemente igualitarias. Y en democracia no hay –no debe haber– más soberanía que la que los individuos como ciudadanas y ciudadanos podamos desempeñar sin servidumbres ni tutelas. Es así, desde un concepto laico de una soberanía acorde con nuestra finitud, despojado de resabios teológicos, como podremos acabar con esa regla que han conocido, según Walter Benjamin ponía de manifiesto, todos los que han soportado relaciones de dominio: el “estado de excepción” como lo normal. La monarquía es anacrónicamente excepcional, pero se mantiene en este tiempo porque su excepcionalidad es clave de bóveda de un sistema de poder. La dignidad, esto es, el insobornable empeño por defender y ejercer sin trabas nuestros derechos, convoca a república como democracia radicalizada. Es lo serio frente a tanta bufonada.
No conviene infravalorar a los bufones. Siendo figuras cortesanas, con su humor grotesco dicen mucho del poder para el que servilmente trabajan. Forman parte de la escenografía en la que el poder se representa y, sirviéndose de aduladores, refuerza su revestimiento simbólico. Cabe añadir una constante: cuanto más...
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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