MONARQUÍA IMPUNE
Animales en el jardín de Zarzuela
Que la monarquía haga verdad, de una vez por todas, eso que una y otra vez proclaman sus defensores: el rey reina, pero no gobierna. Pero que lo haga sin extrañezas, sin censuras, sin silencios y sin mentiras
Jorge Urdánoz Ganuza 7/09/2020
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Los castellanohablantes hemos de agradecer a Ana Mato nada menos que la creación de una nueva metáfora del idioma. En inglés tienen el “elefante en la habitación”, imagen que algunos remontan a Mark Twain y que alude a un problema inmenso que todos ven pero que nadie quiere enfrentar y, por ello, ni se menciona. Pues bien, gracias a la exministra nuestra lengua se ha visto ensanchada con la locución “jaguar en el garaje”, que remite al hecho de convivir con la corrupción en tu familia, en tu partido o en tu empresa, pero hacer como que no ves nada. Como que no va contigo.
Cabe traer ambas expresiones a colación con respecto a nuestra peculiar monarquía parlamentaria. La metáfora del elefante es de corte más institucional, y se refiere a cuestiones sobre las que pesa un manto de silencio, que dice muy poco de la textura democrática de nuestra esfera pública. La del jaguar es de corte familiar, y apunta a los Borbones y su relación con el dinero. Ambos animales merecen su particular safari, pero en estas líneas me centraré tan solo en el primero.
Nada menos que una persona tan poco sospechosa de antimonárquica como Jose Antonio Zarzalejos, antiguo director del ABC, ha reconocido que durante todo el reinado de Juan Carlos I se impuso en España una completamente anómala censura mediática en torno a la corona. Solo cabían lisonjas, nunca críticas. Coinciden en el diagnóstico –sobra decir que retrospectivamente– periodistas tan influyentes como Iñaki Gabilondo, Rosa María Artal o Antonio Franco. Era, por lo demás, un secreto a voces. ¿Cuándo se originó ese mutismo? Y, sobre todo, ¿cómo logró imponerse?
No hay discusión con respecto al cuándo: tras el golpe de Tejero. A partir de ahí, al rey se le entroniza en el imaginario colectivo como salvador de la democracia. Siempre ha habido extendidísimas sombras con respecto al concreto papel que jugó el monarca –los americanos tienen el asesinato de Kennedy, nosotros tenemos el 23-F–, pero el sistema político y, con él, el mediático optaron entonces por sublimarlas. Las transformaron en fervor. Ocultaron los interrogantes y los sepultaron bajo un relato novelesco y un tanto pueril según el cual el rey salvó a España del abismo. Tras aquello vendrían los años de oro de la monarquía. Todo el espectro político participaba al unísono de la adoración del mito. No quedaba otro remedio, porque las disensiones sencillamente se extirparon del discurso público. El paroxismo de aquello lo constituyeron las Olimpiadas de 1992, con el entonces príncipe Felipe portando la bandera española y todo el estadio rendido a sus pies… en Barcelona. Ha llovido.
¿Cómo se forjó ese silencio? En un texto deslumbrante –La libertad de prensa, un pequeño prólogo a Rebelión en la Granja que se encontró, inédito, tras la muerte de su autor–, George Orwell distinguió dos tipos de censura. Por un lado, la censura impuesta desde fuera, por los grupos de poder. Por otro, la autocensura, la que nosotros mismos nos aplicamos porque lo consideramos nuestra obligación moral. Callamos no por el miedo a lo que nos harán los otros, sino por el pavor a lo que haremos nosotros a los demás con nuestras revelaciones. Nuestra mera libertad se concibe como algo peligroso, casi insano. Creo que ahí reside la clave de ese no tan lejano silencio ante la corona.
Quizás la muestra más acabada de esa enfermiza autocensura la proporcionó Victoria Prego hace exactamente 25 años. Por aquel entonces, en 1995, dirigió un documental para Televisión Española titulado La Transición que se hizo muy célebre y que, como era obligado, caía de lleno en el género de la hagiografía. Años después, en 2017, se supo que, entrevistando a Suárez, la periodista grabó al expresidente diciendo que por aquellos años, los líderes europeos le pedían que hiciera un referéndum sobre la monarquía, pero que –sigue Suárez– “hacíamos encuestas y perdíamos”, y que por eso metieron a la monarquía en la Ley para la Reforma Política, que fue lo único que se sometió a referéndum (el referéndum arrasó: la otra alternativa era el franquismo). Ese material grabado no se incluyó nunca en la serie original. Las palabras de Suárez se ocultaron.
Si un 60% de españoles votara república, nuestro ordenamiento jurídico rechazaría su demanda en nombre de la democracia. Tenemos una corona blindada, refractaria a las mayorías
Nunca sabremos con seguridad qué pasó por la cabeza de Prego cuando decidió censurar una revelación de ese calibre –cuya suculencia en términos de primicia habría olisqueado a kilómetros de distancia el más cenutrio estudiante de primero de periodismo–, pero ciertas declaraciones pueden darnos una idea cabal al respecto. En la biografía que Manuel Soriano escribió sobre Sabino Fernández Campos, el más famoso y halagado de los jefes de la Casa del rey, podemos leer que “utilizaba unas formas impecables, exentas de la más mínima brizna autoritaria. Desplegaba toda su inteligencia y simpatía para convencer al periodista de que quien tomaba la decisión era él mismo (…). Le convencía de que realizaba un valioso servicio al país con su decisión de no publicar un determinado tema”. Es como la descripción de una época: no publiques la verdad, que es peligroso.
¿Peligroso para quién? Si volvemos a Zarzalejos –uno de esos representantes de una derecha liberal digna de ese nombre, enorme en altura intelectual cuando se lo contrapone a los Marhuenda, los Ussía y compañía, no digamos ya en decencia moral frente a los Tertsch, los Inda, los Negre e tutti quanti–, hay en sus declaraciones señales inequívocas de indignación con el emérito: “El rey ha traicionado toda la generosidad, todo el margen que se le dio para que fuese discrecional y utilizase sin ningún tipo de tutelas su vida personal. Ha sido una traición a esa buena fe, al agradecimiento en general de la sociedad española. Es imperdonable la esquizofrenia moral en que se movió durante los últimos años en que nos pedía sacrificios y austeridad y decía que la justicia ha de ser igual para todos mientras transfería millones y manejaba en efectivo cientos de miles de euros a espaldas del fisco”. Son palabras muy duras.
Duras, pero quizás insuficientes. Y lo son porque brotan de una indignación moral, pero no política. Me explico. Zarzalejos esgrime vocablos –“traición”, “buena fe”, “agradecimiento”– que sitúan inevitablemente su discurso en el universo, netamente moral, de las virtudes cívicas. Está indignado con el monarca porque no ha cumplido su parte de un trato, porque ha engañado, porque ha demostrado ser un fariseo y un corrupto. Ese enfoque remite al comportamiento individual del rey. Condena a la persona, pero no indaga sobre la institución, que permanece intacta. Se trata, por descontado, de una reacción no ya plenamente legítima, sino prácticamente inevitable, porque concierne a exigencias morales tan básicas que existen antes de las ideologías y que son las que hacen posible la vida en sociedad. Todo el mundo comparte esa indignación moral –ética, si queremos– con la actitud personal del emérito. Excepto casos muy sangrantes de sectarismo, que los hay, en eso coincidimos todos.
Pero cabe, también, una indignación política. Esto es, una radicada en los términos fundamentales que configuran la idea de democracia. Una indignación a la que el descubrimiento de las miserias personales del monarca no le afecta tanto, porque su problema es previo. Indignación no es, de hecho, la palabra. La palabra es incomprensión, incomodidad, desacuerdo. Disenso. Todo ello aderezado con una constante sensación de extrañeza ante todo lo que rodea a la Corona. Para esta mirada lo condenable no es tanto el comportamiento del monarca como la configuración histórico-política de la monarquía en España.
La plasmación institucional más clara de esa extrañeza es el blindaje constitucional de la Corona. Para tocar una coma de cualquier cosa que afecte a la monarquía hace falta superar un procedimiento de reforma que es prácticamente insalvable: mayoría de 66% en ambas cámaras, disolución, nueva mayoría del 66% y referéndum. Aquí hay que hacer un poco de pedagogía política. ¿Es legítimo, de acuerdo a la teoría de la democracia, blindar ciertas cosas en una constitución? Lo es cuando se trata de cosas que constituyen la propia democracia, que la originan, que la hacen posible. Cosas que fundan la democracia y que por eso mismo denominamos “derechos fundamentales”. El derecho al voto no puede estar sometido a la amenaza de que un gobierno con un 51% del parlamento lo derogue. Eso sería mayoritario, pero no democrático, por eso se blinda. Y, como el derecho al voto, muchos otros: derecho a la vida, a la seguridad, a la educación, etc. Derechos que son como la atmósfera de la democracia, el aire que posibilita su misma existencia.
¿Es la concreta forma política monárquica un derecho fundamental de la democracia? ¿Es el trono un sine qua non de la libertad política? ¿Es la corona algo sin lo que la democracia no puede existir? La propia enunciación de los interrogantes roza lo ridículo. Y, sin embargo, es lo que nuestra Constitución establece. El texto de 1978 afirma que la corona es algo así como un derecho “fundamental” de los españoles, algo que ha de protegerse de las mayorías. Es demencial: si un 60% de españoles votara república, nuestro ordenamiento jurídico rechazaría su demanda en nombre de la democracia. Tenemos una corona blindada, refractaria a las mayorías. O, si queremos, nuestra Constitución instaura, instituye y origina a la vez la democracia y la corona, las engarza en una sola unidad, las torna indistinguibles, inseparables: las funda y las funde.
El 23F paró a los golpistas, pero al precio de recordar esa deuda y de dejar clara cuál era la alternativa a no saldarla. De ahí el silencio. De ahí la autocensura
Que el rey Juan Carlos promovió desde su posición de poder el desmantelamiento de la institucionalidad franquista y que se esforzó en traer la Constitución democrática y monárquica de 1978 creo que no puede dudarse. Pero existen, a partir de esa evidencia empírica, dos grandes lecturas sobre su verdadero papel durante la Transición. Ambas difieren en las razones que lo movieron a hacerlo.
Para la versión oficial, al rey le animó el espíritu democrático. Su privilegiada posición constitucional fue, de hecho, la manera de proteger la democracia: se quedó como garante, de ahí el blindaje constitucional. La Corona se sitúa por encima de las mayorías y del control democrático para poder proteger la democracia en momentos de excepción. El 23F fue como la demostración empírica del acierto de la medida. De acuerdo con esta visión, el rey trajo la democracia y luego la salvó.
Para la versión crítica, lo que el rey hizo se explica porque comprendió que era la única manera no de traer la democracia, sino de salvar la Corona. Desde su posición representó a los poderes fácticos de la dictadura y arañó todos los espacios de poder que pudo a la oposición democrática, que era la que exigía democracia. El blindaje de la Corona fue parte del pacto, algo que esa misma oposición concedió a cambio de que no tuviera demasiado poder.
Desde esta perspectiva, el 23F fue un toque de atención. Una grieta en el pacto por parte de la derecha. Un aviso sobre la cuestión de los límites. El rey lo paró, al precio evidente –que siempre se silencia– de evidenciar que, sorprendentemente, pudo haberlo abanderado, porque los propios golpistas jamás quisieron derrocarlo, sino todo lo contrario. Paradójicamente, la alternativa golpista a la democracia coronada por el rey era un sistema en el que el rey seguía en la cúspide. De acuerdo con esta mirada, el rey trajo la democracia, pero solo con la condición intangible o blindada de que la Corona no se toque. El 23F paró a los golpistas, pero al precio de recordar esa deuda y de dejar clara cuál era la alternativa a no saldarla. De ahí el silencio. De ahí la extrañeza. De ahí la autocensura: “No publiques la verdad, es peligroso”. Todo se sublimó. Sublimar quiere decir transferir… pero queda el hueco, la nada, el interrogante.
Sea por el empuje de la sociedad, sea por convicciones democráticas, el rey maniobró tras la muerte de Franco en la dirección adecuada
Todo eso sucedió hace 40 años. Sea por el empuje de la sociedad, sea por convicciones democráticas, el rey maniobró tras la muerte de Franco en la dirección adecuada. Ahora hay otro monarca. Por muchos motivos, la institución se tambalea. Es como si, metafóricamente, el padre hubiera muerto de nuevo. Lo que el padre hizo fue lo contrario a lo que esperaban los poderes que lo nombraron. Solo así salvó la Corona. ¿Qué hará el hijo? Primero tendría que superar su particular safari, el del jaguar en el garaje. Un safari personal y no institucional que aquí, como he dicho, no corresponde abordar.
Y, tras ello, habría que ocuparse del elefante constitucional, que permanece todavía en la habitación: sea uno de izquierdas o derechas, plebeyo o aristócrata, monárquico o republicano, la teoría de la democracia señala exigencias ineludibles para cualquier jefatura de Estado que se pretenda democrática. Habría que sacar a la Corona del blindaje antidemocrático en el que se alberga en el texto de 1978, habría que someterla a legitimación popular directa en contraposición con su alternativa obvia, y habría –en caso de que gane, lo que es perfectamente posible– que erradicar en todo caso las adherencias absolutistas que, de modo más o menos vergonzante, todavía la adornan: fuera la ley cuasi-sálica en la sucesión al trono; fuera la inviolabilidad; transparencia y control absoluto del patrimonio de la familia real por parte del Parlamento; nada de moderar o arbitrar entre poderes; nada de intervenir en la investidura del presidente; nada de ostentar el mando supremo de las Fuerzas Armadas; nada de estar informado de los asuntos del Estado ni de tener mano en el CNI. Que la monarquía haga verdad, de una vez por todas, eso que una y otra vez proclaman sus defensores: el rey reina, pero no gobierna. Pero que lo haga sin extrañezas, sin censuras, sin silencios y sin mentiras. Esto es: que lo haga porque nosotros, que somos sus soberanos, se lo hemos encargado así. Y si le encargamos otra cosa, que obedezca, como todos. Democracia primero, monarquía (o república) después.
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Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra.
Los castellanohablantes hemos de agradecer a Ana Mato nada menos que la creación de una nueva metáfora del idioma. En inglés tienen el “elefante en la habitación”, imagen que algunos remontan a Mark Twain y que alude a un problema inmenso que todos ven pero que nadie quiere enfrentar y, por ello, ni se menciona....
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Jorge Urdánoz Ganuza
Jorge Urdánoz Ganuza es filósofo y ensayista. Profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política (Universidad Pública de Navarra) y de Ciencia Política (UNED). Es activista por el voto igual en España.
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