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Gramática Rojiparda

El nuevo negacionismo de siempre

Tengo mis dudas de que la extrema derecha realmente existente, la que debería preocuparnos por su capacidad para influir en la agenda política, forme parte de la tribu negacionista

Xandru Fernández 13/09/2020

<p>Santiago Abascal en la Sesión de Control al Gobierno.</p>

Santiago Abascal en la Sesión de Control al Gobierno.

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Cuenta Victor Klemperer que, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, siendo él un operario forzoso en una fábrica de Dresde, una de sus compañeras de trabajo le saludó con un sonoro Heil Hitler! A la mañana siguiente la mujer se acercó a él y le dijo: “Perdóneme mi Heil Hitler de anoche; como iba a toda prisa, lo confundí con otro al que tenía que saludar así”.

Todas las sociedades totalitarias, incluido el Tercer Reich, conocen algún período de relajación de las normas comunitarias durante el cual se obedece más de cara a la galería que por convicción, aunque casi nadie abjure abiertamente de la ley ni del gobierno. Por eso las normas perduran más en los aspectos más vistosos y epidérmicos de la vida civil, en los saludos (“Heil Hitler!”), en la indumentaria (los uniformes), en la mecanización de actos fútiles como persignarse, inclinarse, llevarse la mano a la sien. En cuanto a formular opiniones discordantes, aprendemos muy pronto a distinguir al fanático, delante del cual no se discrepa ni en broma, del tolerante, con el que es más seguro emitir alguna crítica velada al régimen o, si la familiaridad lo permite, desahogarse echando pestes.

En la España de 2020 hemos aprendido también a distinguir al que no tolera una broma con las mascarillas (“¡tú lo que quieres es matar ancianos!”) del que sigue valorando que los lazos sociales se construyan gracias al esfuerzo mutuo por llegar a entenderse, no solo por la repetición de rutinas kósher. Cierto que obedecemos en parte por convicción y en parte por miedo a las multas, y tengo bastante claro que esas dos razones funcionan por igual en casi todo el mundo, por más que varíe la proporción en que se mezclan. Dicho de otro modo, no creo que haya mucha gente que se crea a pies juntillas todas las recomendaciones sanitarias que han devenido normas de obligado cumplimiento, como tampoco creo que sean muchos los que las sigan solo por temor al castigo. El peso de una u otra razón, como digo, varía mucho de unas personas a otras, pero en todas está presente un tercer factor, a saber: no querer llamar la atención.

No creo que haya mucha gente que se crea a pies juntillas todas las recomendaciones sanitarias que han devenido normas de obligado cumplimiento

A nadie le gusta que le señalen. Hace unos años, cuando en el centro de enseñanza donde trabajo me pidieron que firmara una declaración genérica de no haber sido procesado por delitos de naturaleza sexual, mi primera reacción fue negarme y la segunda, consciente de que en menos de un minuto se correría la voz de haber sido yo el único en negarse, firmar para evitar un estigma indeleble. Así con los mitos y los modos de la nueva normalidad: ¿a quién le apetece que le llamen negacionista por cuestionar la obligatoriedad de la mascarilla, que le metan en el mismo saco que a los antivacunas y los nazis?

La etiqueta “negacionista” es tremendamente eficaz. De entrada, el negacionismo evoca a los llamados revisionistas del Holocausto que niegan la existencia de los campos de exterminio y califican de propaganda sionista las cifras de víctimas del nazismo. Con el tiempo, la etiqueta se ha extendido a los que niegan el cambio climático y de ahí ha pasado a designar a todo tipo de denostadores del progreso científico. En estos últimos meses todos hemos oído hablar de gentes que niegan la existencia de la covid-19 y atribuyen las cifras de infectados y muertos a una estadística deficiente o directamente a una conspiración que involucraría a gobiernos, corporaciones y científicos chiflados. Son esos que te preguntan si conoces a algún enfermo de coronavirus con la misma entonación con que podrían preguntarte si estuviste tú personalmente en Auschwitz para estar tan seguro de que allí murió alguien.

Confieso haber sido negacionista del negacionismo: del mismo modo que los negacionistas del virus no creen que este exista, yo no me creía que esos negacionistas existieran. Me equivocaba. El otro día me tocó volver (¡por fin!) al centro educativo donde trabajo, el mismo donde me pidieron firmar aquel impreso, y la primera persona con la que me tropecé fue un empleado de mantenimiento con el que suelo tener largas y turbulentas discusiones sobre casi cualquier cosa. Sus primeras palabras al verme fueron: “¿Tú crees en el coronavirus?”. Así, sin preliminares ni nada. Y admito que, pese a todo mi escepticismo, no me sorprendió que precisamente él fuese uno de esos negacionistas que yo creía tan imaginarios como los unicornios y los ministros de Universidades. Es una persona afable, hipercrítica, anarquista por convicción y tradición, y no se puede negar que va siempre a la última en cuanto a teorías de la conspiración. ¿Tiene algo de especial que también se abone a esta? En absoluto. Pero refuerza mi sospecha de que las personas más proclives a dejarse tentar por esas teorías no son los ultraderechistas, como afirman frecuentemente los medios, sino los jipis.

Jipis, con jota, a más de medio siglo de distancia del Verano del Amor, son hoy los herederos de aquella contracultura supuestamente crítica con la razón occidental y la sociedad de consumo. Ahí están aún, los hijos o los nietos de la generación de Woodstock más algún superviviente de la primera tanda, con sus bongos, sus collares, sus mandalas y su aversión al desodorante y a las vacunas. Son seres de luz, se oponen a cualquier forma de represión de los deseos y las libertades individuales y defienden su derecho a pensar por sí mismos, lo cual, en la mayoría de los casos, consiste en pensar todos igual, con los mismos clichés, pero ese es otro asunto.

Cierto es que existen, los jipis, y que en más de una ocasión han compartido espacios sombríos con sombríos nazis amantes de la ufología y las sociedades secretas. Y sería inquietante que el Estado pagara con fondos públicos a personajes como estos para hacer campaña contra el progreso científico en las escuelas (¿alguien entre el público ha dicho “profesores de religión”?). Pero tengo mis dudas de que la extrema derecha realmente existente, la que debería preocuparnos por su capacidad para influir en la agenda política, forme parte de esa tribu negacionista. Lo intentó durante el confinamiento, y algún rescoldo queda de aquella revuelta de los cayetanos de bochornosa memoria, pero desde entonces el radicalismo de derechas opera en el núcleo mismo del sistema, acepta la dudosa legitimidad de muchas medidas adoptadas por el gobierno y las comunidades autónomas e incluso se atreve a envidar a la grande, planteando, por ejemplo, que no haga falta orden judicial para confinar poblaciones enteras.

No debería extrañar a nadie que a la extrema derecha le haga tilín la uniformización de la ciudadanía, el lenguaje castrense, la apelación a la sumisión tan habitual últimamente entre nuestros gobernantes, sean del signo que sean. Pero no por ello nuestros fachas dejan de ser negacionistas, fíjense. De hecho, podría decirse que son camisas viejas del negacionismo. Del primero y prístino. Del fundamental.

Con su injustificada y habitual soberbia, Santiago Abascal pregonó el otro día que el gobierno de Sánchez es el peor de los últimos ochenta años, lo que es deliberadamente una exaltación de la dictadura franquista y una exhibición de negacionismo histórico del de toda la vida: la dictadura no fue tal, la España de Franco fue paz y prosperidad, la guerra civil nos mejoró como sociedad, como raza y como especie. Lo hizo con la mascarilla puesta, y no una mascarilla cualquiera, sino con ese panel expositor tan frecuente estos días entre el fascismo doméstico, decidido a aprovechar al máximo ese espacio disponible para la exhibición de símbolos de extaltación patriótica. Nada dijo de vacunas, ni del 5G, ni propuso siquiera tímidamente relajar las medidas anticovid. Practicó, parafraseando un título de Antonio J. Rodríguez, el nuevo negacionismo de siempre. Con la boca tapada y la bandera en el hocico, la misma épica falsaria del franquismo.

 

Cuenta Victor Klemperer que, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, siendo él un operario forzoso en una fábrica de Dresde, una de sus compañeras de trabajo le saludó con un sonoro Heil Hitler! A la mañana siguiente la mujer se acercó a él y le dijo: “Perdóneme mi Heil Hitler de...

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