APOCALIPSIS EVITABLE
Habitar la catástrofe
Los graves incendios de California, que se repiten cada vez con mayor frecuencia, no encuentran una respuesta adecuada por parte de los políticos. Ante la inacción, a los ciudadanos solo les queda adaptarse a esa ‘nueva normalidad’
Azahara Palomeque 14/09/2020
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Antes de que Oregón ordenara la evacuación de 500.000 personas en todo el estado, Lanie Millar ya estaba haciendo las maletas. Llevaba días pendiente de los incendios en los alrededores, había notado que la atmósfera se llenaba de humo, incluso cómo el sol desaparecía envuelto en un aura anaranjada; sin embargo, lo que provocó que recogiera sus cosas a toda prisa fue la advertencia de lo que ocurría a 16 kilómetros de su ciudad, Eugene, en un pueblo que había pasado de la Fase 1 (prepárense) a la Fase 3 de evacuación (abandonen su hogar inmediatamente) en apenas dos horas. “Fue en ese momento cuando decidimos irnos” –me cuenta desde la casa de su hermana, en Seattle– “tenemos un bebé de diez meses y con incendios literalmente en todas direcciones temimos quedarnos atrapados”. Tres días más tarde, la gobernadora de Oregón, Kate Brown, confirmaba que más de 400.000 hectáreas habían ardido, que los desaparecidos y fallecidos se contaban por decenas, que varias ciudades respiraban en esos momentos el aire de peor calidad del mundo en lo que probablemente suponga la mayor tragedia en muertes y pérdidas económicas de la historia del estado.
El número de hectáreas calcinadas en California ha subido de 800.000 a 1.300.000 en cuatro días, batiendo otro récord histórico
Le doy las gracias a Lanie por la información, le mando un abrazo lleno de ánimo y vuelvo a mis notas dispersas entre cuadernos y documentos de word para darme cuenta de que las cifras de daños –superficie arrasada, vidas perdidas, comunidades enteras desplazadas y municipios que han quedado reducidos a ceniza– crecen tan rápido que apenas puedo mantenerlas actualizadas. No se trata sólo de Oregón, sino de toda la Costa Oeste, que incluye también a los estados de Washington y California, con estadísticas que expresan una gravedad similar. El número de hectáreas calcinadas en California ha subido de 800.000 a 1.300.000 en cuatro días, batiendo otro récord histórico. La temporada de incendios, que no termina hasta octubre, ha incrementado su duración en 75 días durante los últimos años. Los diez incendios más destructivos registrados hasta la fecha han ocurrido desde 2000, cinco de ellos este año. Al menos 33 personas han perecido entre las llamas. Lea lo que lea, entre apuntes y notificaciones de última hora, todo conduce a un apocalipsis evitable, desatado por el cambio climático, para el que las palabras son insuficientes. Falta voluntad política capaz de enfrentarlo a medio-largo plazo y recursos materiales para extinguir el fuego inmediato. Lanie me da un ejemplo: sólo en el área de Eugene, las autoridades afirman que necesitan mil bomberos, “pero apenas hay 150 disponibles porque todo Oregón se está quemando”. En cuanto a compromiso político, el panorama pinta tan ceniciento como los cielos.
Cambio climático
La crisis climática que continúa calcinando la Costa Oeste y asfixia a 52 millones de personas se ha convertido en ese elefante en la habitación que todos ven pero cuya presencia nadie quiere admitir. Exceptuando los responsables locales, la mayoría de la clase política se ha mantenido relativamente en silencio desde que las alarmas saltasen en California, a finales de agosto. Es conocido el negacionismo climático de Trump, pero sorprende que, ante la hecatombe que estamos viviendo, no haya habido un clamor por parte de los demócratas, cuya reacción ha sido tardía: Biden tuiteó un video donde se observa el campo californiano ardiendo a tres semanas de que los incendios alcanzasen la magnitud de tragedia, y otros políticos como Nancy Pelosi, originaria de la región, han sido duramente criticados por su omisión del tema. El plan demócrata para atajar un problema del que se tiene un corpus científico sustancial desde, al menos, los años 90, es tan templado como su programa electoral, y hasta a los líderes directamente encargados de sofocar las llamas, como el gobernador de California, se les ha reprochado su hipocresía: Gavin Newsom ha concedido 1.400 permisos para habilitar pozos de extracción de petróleo y gas natural en todo el estado, así como 48 destinados a la fracturación hidráulica –o fracking–. Si bien es cierto que California lidera la carrera institucional contra el cambio climático en comparación con otros estados, la concesión de estos permisos es característica de una estrategia mixta que, mientras avanza la lucha en algunos sectores, retrocede lo avanzado en otros. En un estado que lleva décadas sumido en una sequía devastadora –causante de los incendios–, predomina un modelo de agricultura insostenible que consume al año toneladas de agua. De hecho, la explotación inadecuada del suelo –incluyendo la deforestación y sus usos en la agricultura– es la segunda causa del calentamiento global por detrás de la combustión del carbón, el petróleo y el gas, según John Holdren, profesor de política medioambiental en Harvard.
En la campaña medioambiental de Biden se observan lacras parecidas: su programa promete una economía completamente basada en “energías limpias” para el año 2050, pero cae en la misma omisión respecto al uso del suelo. Por otra parte, en una visita reciente a Pensilvania, estado bisagra crucial en las elecciones, afirmó que no prohibiría el fracking, una industria contaminante que emplea a cientos de miles de personas en la región. Conscientes de que si se presentan abiertamente como defensores del medioambiente podrían perder votos clave en los estados del llamado Rust Belt, los demócratas juegan a patinar entre ambigüedades –cuando no contradicciones explícitas– mientras que Trump se muestra abiertamente negacionista. Sus menciones al cambio climático se han limitado a una reciente visita a Florida, otro estado bisagra donde su población, esta vez, muestra una gran preocupación por el calentamiento global, especialmente vinculada a la subida del nivel del mar. Trump se ha comprometido a evitar la extracción de petróleo en sus costas, siguiendo las preferencias del gobernador, republicano; sin embargo, exceptuando esta iniciativa oportunista, es conocido el trabajo presidencial en la destrucción sistemática del planeta. Durante su mandato, ha ordenado revocar al menos cien normativas medioambientales en áreas tan diversas como la reducción de gases de efecto invernadero, la protección de parajes naturales o la limpieza del agua, además de vanagloriarse en múltiples ocasiones de su retirada del Acuerdo de París. Si los demócratas parecen abogar por remendar a medias la casa en ruinas, Trump ha optado directamente por su demolición.
Otra “nueva normalidad”
Vuelvo a mis notas, sigo en tiempo real las noticias para saber si debo incluir alguna actualización importante, lo doy por imposible. Para cuando se publique este artículo miles de hectáreas más habrán ardido pero el problema de fondo seguirá siendo el mismo, y más allá de las fronteras estadounidenses: el Ártico se está derritiendo a un ritmo acelerado, este verano se alcanzaron las temperaturas más altas conocidas en Siberia, la deforestación se ha exacerbado también en Brasil, dueño casi total del pulmón del planeta, y se ha demostrado que los árboles aún en pie absorben menos dióxido de carbono conforme la situación empeora. Lanie lo tiene claro: “La destrucción continuará a menos que haya cambios profundos a nivel político”. En la otra punta de la misma costa, desde San Diego, me escribe Margarita Pintado. Los habitantes de su zona no han tenido que ser evacuados, se hallan a salvo, lejos de los incendios, pero éstos han corrompido un aire que ahora es completamente irrespirable: “Huele muy mal, como a plástico quemado, el auto se llena de cenizas, los ojos te arden”. Lleva días encerrada en casa con su pareja y los niños; el aire acondicionado a toda mecha (metáfora desafortunada). Margarita no es víctima de los cortes de electricidad que se han producido en el estado, sea por el efecto del fuego o por mandato de las autoridades, quienes intentan evitar posibles explosiones por sobrecarga del sistema en plena ola de calor. No obstante, y pese a encontrarse entre los menos afectados, describe una estampa desoladora en cuanto a su convivencia con la crisis climática y cómo ésta ha modificado su comportamiento. Desde que dejara su vida en Arkansas –“Allí estaba pendiente de los tornados”– monitorea el rumbo de los incendios y comprueba a diario la calidad del aire: “¿Cuánto humo en el ambiente es seguro? ¿Cuáles son los riesgos? ¿Cómo se perfila el día y la tarde de hoy? ¡He aprendido a oler el aire contaminado!” Entre esas conductas nuevas que describe no todas son defensivas: es más cuidadosa en el consumo de agua e intenta a toda costa no provocar incendios, porque, aunque suene muy elemental –comenta– “muchos fuegos los crea gente haciendo bobadas al aire libre”. Por último, recalca la nostalgia que siente por la lluvia –“Es lo que más extraño”–, un fenómeno tan común en su Puerto Rico natal, isla que aún sufre las consecuencias del huracán María.
Durante su mandato, Trump ha ordenado revocar al menos cien normativas medioambientales
El testimonio de Margarita me sobrecoge. Revela, en su cotidianidad, cómo somos capaces de incorporar las circunstancias más adversas a nuestras rutinas, cómo las normalizamos. Si bien estas desgracias suelen tratarse en clave de excepción, lo cierto es que se han convertido en la regla y cada vez es más urgente adaptarse a ellas al mismo tiempo que se las combate individualmente –en el mejor de los casos–. Ante una diacrónica e hiriente inacción política, cerramos las ventanas, prendemos el aire, escapamos a Seattle, escribimos artículos… Es decir, habitamos profundamente la catástrofe.
Antes de que Oregón ordenara la evacuación de 500.000 personas en todo el estado, Lanie Millar ya estaba haciendo las maletas. Llevaba días pendiente de los incendios en los alrededores, había notado que la atmósfera se llenaba de humo, incluso cómo el sol desaparecía envuelto en un aura anaranjada; sin embargo,...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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