¿Vivir para trabajar?
Por una cultura del ‘hobby’
El capitalismo ha erradicado el ocio de las vidas de la enorme mayoría. Su eliminación permite un incremento en la acumulación de bienes de las minorías más privilegiadas
Diego Delgado 20/10/2020
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“Me habría encantado dedicarme a ello, pero me tuve que poner a trabajar” es una de esas frases que, debido a su omnipresencia, pasa por delante de nuestras narices sin que seamos apenas conscientes de su significado. Sin embargo, cualquier persona capaz de detenerse en ella descubrirá el sinsentido de uno de los grandes dogmas del capitalismo: el papel del trabajo en la sociedad humana. Ese “pero” contrapone la posibilidad de enfocar la vida a realizar una tarea que agrada con la obligación de desperdiciar todo ese tiempo en una labor impuesta que, normalmente, provoca poco menos que rechazo. Acudiendo a la ficción, tal vez pueden venirse a la mente algunos ejemplos de sociedades en las que no hay más remedio que sacrificarlo todo en pos del progreso común; pero ahora vivimos una realidad marcada por la existencia de una cantidad de recursos que excede de forma abismal las necesidades imperantes. Desde esta perspectiva, solo hay una forma de entender por qué el capitalismo está erradicando los hobbies de las vidas de la enorme mayoría: su eliminación permite un incremento en la acumulación de bienes de las minorías más privilegiadas.
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La perversión del concepto de trabajo
La capacidad de trabajo es un elemento fundamental de la vida en sociedad, no cabe duda, pero también es innegable que su función ha sufrido una perversión brutal –e interesada– en las últimas décadas.
La doctrina neoliberal ha logrado instalar en el acervo popular la idea de alcanzar la libertad a través del trabajo
La doctrina neoliberal ha logrado instalar en el acervo popular la idea de alcanzar la libertad a través del trabajo, concebido como una fuerza emancipadora a la que aspirar. La incuestionable hegemonía alcanzada por el capitalismo se debe, principalmente, a su capacidad de aplastar la disidencia y sustituirla por una serie de actores –sociales, políticos, ideológicos o del tipo que sea– diseñados específicamente para ofrecer una sensación de inevitabilidad que convierte este régimen en una pulsión devastadora que, allá por donde pasa, aniquila todo signo de diversidad. Es a través de uno de estos procesos de autoperpetuación como se ha llegado a establecer una noción de trabajo que no solo contradice de plano su origen histórico, sino que pretende desvanecer la función antropológica que este ha venido desempeñando durante cientos de años en favor de una nueva, con el claro objetivo de hacerla encajar perfectamente con sus preceptos.
José Manuel Naredo, doctor en Ciencias Económicas, lo explica con claridad en su artículo Configuración y crisis del mito del trabajo: “Las actividades que la economía estándar engloba bajo la denominación de trabajo (es decir, las que se realizan para obtener una contrapartida monetaria o monetizable y no por el afán mismo de realizarlas) coinciden con aquellas que los antiguos griegos y romanos consideraban impropias de hombres libres”. Por lo tanto, cada vez que alguien repite el mantra del trabajo como culmen del desarrollo personal está contribuyendo al exterminio de uno de los conceptos más importantes en la historia de la humanidad.
El fragmento citado de Naredo contiene también una aclaración esencial en lo referente al objeto que motivó la creación de estas líneas: la dicotomía trabajo-ocio. Tras realizar un repaso al origen etimológico de trabajar, el profesor concluye que la diferenciación entre estos dos términos es una novedad propia del capitalismo, que “otorga al ocio un sentido totalmente improductivo y parasitario frente al trabajo como única fuente de creación”; y, haciendo alusión al proceso de borrado histórico antes mencionado, profundiza en la cuestión de la siguiente forma: “El problema estriba en que hoy se habla de ocio (y de trabajo) como si el significado de estas palabras hubiera sido siempre el mismo y otorgando a los puntos de vista hoy dominantes una universalidad de la que carecen. Si había alguna constante en la Antigüedad era el desprecio por aquellas tareas dependientes y generalmente forzadas por la necesidad. (…) Tareas que hoy, por lo general, se engloban bajo la denominación de trabajo”.
Es decir, el capitalismo neoliberal ha provocado una ruptura interesada que ha separado las tareas que se realizan por propia motivación de aquellas impulsadas por necesidades externas. No solo eso, sino que además ha invertido la función antropológica y las implicaciones sociales de ocio y trabajo, privando al primero de ellos de la importancia vital en el desarrollo humano que siempre ha tenido.
No es necesario contar con grandes conocimientos en economía ni sociología para atisbar el objetivo hacia el que apunta dicho movimiento: el ocio proporciona crecimiento personal, mientras que el trabajo incrementa los beneficios materiales; así que, si se hace creer que lo único importante es contar con un gran salario, aunque ello implique la muerte por inanición de la psique, el aumento de la actividad económica será exponencial. Se antoja difícil concebir que toda una población tolere una perversión tan brutal de uno de los pilares fundamentales de cualquier sociedad, pero así ha sido. En cuestión de unas pocas décadas, las labores históricamente relegadas a los esclavos se han establecido como meta, a la vez que la realización personal se plegaba bajo capas y capas de desprecio público, bien amplificado por el portentoso brazo mediático del régimen para que llegue a todos los hogares.
Sin embargo, los mismos gurús del crecimiento económico que promulgan la doctrina del trabajo como pilar central de la vida, conforman lo que Thorstein Veblen bautizó en 1899 como “clase ociosa”, entre cuyas características principales se encuentra la inactividad laboral como factor que proporciona prestigio. La pirueta discursiva es enorme, ya que se trata de personas que alardean de una vida repleta de tiempo libre (ocio) mientras afirman que la verdadera realización solo se alcanzará a través del trabajo.
Contra toda lógica, tamaña incoherencia ha sido asumida hasta convertirse en una realidad incuestionada, de tal forma que la clase trabajadora nunca termina de ser consciente de que el decrecimiento continuo de su derecho al ocio procede directamente del ansia patológica de beneficios de la clase ociosa. La explotación de la mayoría social es sustento imprescindible para la existencia de una élite que, sin aportar absolutamente nada, amasa cada vez más y más recursos materiales. Visto con perspectiva, esta aristocracia moderna tiene una similitud alarmante con regímenes como el feudal, que ahora se ven casi como una ficción histórica.
Erradicar el ocio, mutilar la vida
Aceptar el modelo de vida trabajocentrista supone rechazar de plano todas esas actividades que, en lugar de dinero, aportan vida. Estas quedan reducidas al mínimo necesario para sobrevivir sin explotar de frustración, y desplazadas a un mísero tiempo de ocio que también se compra con dinero, conformando una asfixiante parcelita a la que huir cuando la constante presión de la supervivencia se hace insoportable. Una parcela a la que, con el paso del tiempo, solo te une el reguero de sangre, sudor y lágrimas que recuerda lo que costó llegar a ella. Al final, todo queda en un resignado “me encantaba hacerlo, de joven pasaba horas y horas con ello; me he propuesto muchas veces retomarlo, pero ya no es igual”. Y a seguir, con la cabeza gacha.
Una de las cuestiones culturales que mejor sirven como sustento de la idiosincrasia neoliberal es la corrupción del concepto de madurez. El proceso de adoctrinamiento que invirtió la función del trabajo en la sociedad humana actuó de forma similar en lo referente al crecimiento personal. El resultado es una asociación aparentemente natural e indivisible entre madurez e independencia económica. Uno no es adulto –y no merece ser tratado como tal– hasta que no cuenta con una cierta soltura monetaria que –¡oh, sorpresa!– solo puede adquirirse mediante la dedicación de una extensa fracción del tiempo vital al trabajo. Así, la trampa queda completada y, tanto quien aspire a una meta material como quien tenga la realización personal como objetivo deberán doblegarse ante la hegemonía del trabajo frente al ocio.
Como no podía ser de otra forma en una población educada por la televisión, los medios de comunicación de masas cuentan con un papel fundamental en todo este mecanismo. Una persona que nazca en el seno de una familia de clase obrera y sueñe con dedicarse, por ejemplo, a la música, tiene altas posibilidades de verse obligada a rechazar ese objetivo, puesto que requiere de la dedicación de mucho tiempo ‘improductivo’ antes de empezar a dar sus frutos. En ese sentido, su máxima aspiración se reducirá a disfrutar de un camino ajeno hacia la meta anhelada; a imaginar su cara y su garganta fatigadas encima de los cuerpos de esos pocos afortunados que acceden a programas como Operación Triunfo para cumplir cientos de miles de sueños aplastados bajo un sistema esclavizante. La función de este tipo de shows es precisamente esa: anestesiar la frustración de quienes se ven abocados a una vida que no merece ser vivida mediante una sensación vicaria de éxito.
La sublimación del régimen capitalista culminó cuando sus preceptos alcanzaron el grado máximo de infiltración en sectores como la educación y la cultura. Desde esa privilegiada posición es sencillo pergeñar una serie de artificios mediante los que mutilar la capacidad cognitiva de superar el dogma y analizarlo desde fuera. Una estrategia que, combinada con la sensación de universalidad e inevitabilidad antes mencionadas, conforma un enemigo casi imbatible. Pero siempre hay excepciones.
Tener la ocasión de atisbar la realidad que hay más allá de la doctrina del trabajo suele desembocar en trastornos psicológicos importantes
En el momento en que una persona es capaz de trascender las ataduras consumistas a las que se nos amarra desde que nacemos, el concepto actual de trabajo se convierte en una patraña sin pies ni cabeza, eclipsado de forma abrumadora por el ocio. Santiago Lorenzo quiso ponerle nombre a ese supuesto sujeto antisistema que logra mirar más allá, y comprende. Manuel, protagonista de su novela Los asquerosos, descubrió la felicidad cuando se vio obligado a abandonar el ritmo vital de la ‘civilización’ moderna. De pronto, empezó a ser consciente de que “el mercado de tiempo” le daba muchísimas más alegrías que los mercados comunes de bienes y servicios. “Con su pobreza autosurtida compraría tiempo, porque pasaba ratos mucho mejores en el mercado de horas que en el de frutas y verduras”. Con una genialidad insólita, el autor define el triunfo de Manuel frente al neoliberalismo en tan solo diez palabras: “No hay mejor avalista para la saciedad que la desnecesidad”.
El hecho de perder toda opción al esparcimiento, la reflexión concienzuda o la práctica de aquellas tareas que llenan el espíritu, en favor de dedicar una cantidad rematadamente absurda de tiempo a labores que provocan desazón, solo es aceptable desde la inconsciencia. Es más, tener la ocasión de atisbar la realidad que hay más allá de la doctrina del trabajo suele desembocar en trastornos psicológicos importantes, lo que explica la epidemia de depresión y ansiedad que asola a la juventud contemporánea. Hemos dejado de concebir el placer de dedicar nuestra vida a actividades que, simplemente, llenen nuestro espíritu. Nos hemos rendido y hemos aceptado vivir con nuestra alma secuestrada, condenada a quedar vacía. Con espíritu y bolsillos igualmente desiertos, el capitalismo se ha ocupado de construir una sociedad en la que todo se paga con dinero. Así, amasar bienes económicos se convierte en una prioridad, mientras que acallar la voz interna que nos recuerda que estamos siendo profundamente infelices torna en una batalla incansable que, cómo no, también ha sido conquistada por los preceptos neoliberales: terapias psicológicas privatizadas y medicalización constante.
Sin pretensiones de ser una enmienda a la totalidad –improbables en general, imposibles cuando tratan cuestiones tan arraigadas como la aquí expuesta–, este texto busca atraer las miradas hacia una realidad que pasa por buena sin recibir ningún análisis profundo. Las opciones de cambio son muchísimas, y la mayoría de ellas podrían llevarse a cabo sin provocar grandes alteraciones sociales ni económicas. De hecho, reducir la carga laboral (menos horas, menos días, más vacaciones) fomentaría, por un lado, el incremento de la oferta de empleo; y ayudaría notablemente, por otro, a combatir una crisis climática en la que el ritmo frenético de producción y consumo es factor determinante.
Tengamos hobbies y exijamos contar con tiempo para dedicarnos a ellos. Hagamos lo que nos gusta, aunque no reporte beneficios económicos, y hagámoslo mucho; quizá, con el paso de los años, sea posible devolver la cultura del ocio al lugar del que nunca debió moverse.
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“Me habría encantado dedicarme a ello, pero me tuve que poner a trabajar” es una de esas frases que, debido a su omnipresencia, pasa por delante de nuestras narices sin que seamos apenas conscientes de su significado. Sin embargo, cualquier persona capaz de detenerse en ella descubrirá el sinsentido de uno de los...
Autor >
Diego Delgado
Entre Guadalajara y un pueblito de la Cuenca vaciada. Estudió Periodismo y Antropología, forma parte de la redacción de CTXT y lee fantasía y ciencia ficción para entender mejor la realidad.
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