Gramática rojiparda
La caída de Madrid
Quizá no tenga gracia que el mayor enemigo de la salud de los madrileños sea el nacionalismo español, pero sí tiene mucho de sarcasmo histórico
Xandru Fernández 11/10/2020
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En busca de un título apropiado para este artículo, he dado en preguntarme qué se hizo de todos aquellos cómicos desprejuiciados, los mismos que decían que el humor no tenía límites y que si no te reías de sus chistes de gangosos y maricas eras un “ofendidito”. ¿Os han hecho un ERTE mental durante la pandemia, chicos? ¿Dónde está vuestro humor negro ahora? Puesto que uno, en efecto, sí cree que exista el mal gusto hasta en materia de risas y chascarrillos, me he abstenido de titular este texto “De Madrid al cielo”, pero espero que me lo tengáis en cuenta como atenuante cuando nos toque volver a pelearnos por un quítame allá ese Carrero Blanco.
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De mal gusto es también el término “madrileñofobia” que este verano hemos visto impreso en más de un medio, como si al calor de la pandemia hubiera germinado una nueva forma de entender el mapa político y étnico del reino de España. Fotos, trucadas o no, de carreteras congestionadas por madrileños que abandonaban su apestada ciudad para extender el virus por miles de aldeas y capitales de provincia a las que la covid-19 no habría llegado nunca de otro modo. Avisos, legibles por tierra, mar y aire, de que el madrileño, como especie, no era bien recibido más allá de su hábitat natural de osos y madroños. Incluso se difundió la sorprendente hipótesis de que todos los madrileños poseían una segunda residencia, lo que los haría reos de insolidaridad, irresponsabilidad y riqueza inmerecida, todo a la vez. Hubo quien vio en esa reacción airada de la España medio llena (y de la periferia a medio españolizar) la legítima revancha histórica de territorios maltratados por siglos de centralismo. Algo de eso ha habido, sin duda, pero también mucho nacionalismo español volando bajo y sin hacer saltar las alarmas. De eso trata este artículo.
En épocas más felices, el nacionalista español típico y tópico podía empezar cualquier alocución con un sonoro “no todos los catalanes” (o “no todos los vascos”) muy similar al conocido “yo tengo un amigo negro” que suele salpimentar el discurso racista más extremo. El amigo negro del racista es un ingrediente esencial de su racismo en tanto que excepción, pues lo normal es que un negro no le parezca merecedor de su amistad. Del mismo modo, el que hace diferencias entre catalanes buenos y catalanes malos (a.k.a. independentistas) lo hace por comparación con el primer analogado de ciudadano digno de no morir entre terribles sufrimientos, esto es, el buen español. Cuanto más español el catalán, mejor catalán (en tanto que menos catalán). Es un mecanismo mucho más simple que el del proverbial botijo, y sin embargo (o quizá por eso) lo vemos a diario ocupar páginas y páginas de nuestra prensa seria, no hablemos ya de los canales de WhatsApp.
Al nacionalista español los madrileños le resultan tradicionalmente simpáticos todos ellos, sin distinción, por la sencilla razón de que sin Madrid no se entiende España
No hay precedentes de un uso similar del “no todos los madrileños”, salvo en boca de nacionalistas no españoles. Al nacionalista español los madrileños le resultan tradicionalmente simpáticos todos ellos, sin distinción, por la sencilla razón de que sin Madrid no se entiende España, al menos desde que el primer Borbón se empeñó en hacer de España el parque temático de su Francia natal. Y es cierto, no hay que saber mucha historia (aunque sí un poco) para sospechar que las cifras de la pandemia en ciudades como Madrid o París guardan relación con la estructura centralista de los respectivos Estados español y francés: si todo tiene que pasar por la capital, es lógico que también las enfermedades lo hagan. También es lógico que el cabildeo se instale al abrigo de las instituciones políticas y jurídicas y que las grandes fortunas prefieran domiciliarse cerca de la corte y a un tiro de hueso de aceituna de donde se pergeñan y aprueban los decretos y las leyes. Lo que ya se entiende menos es que, en un momento tan delicado como el actual, todas las decisiones del gobierno central se vean sujetas a la obstrucción, el chantaje y el torpedeo de la comunidad autónoma donde se instalan esas instituciones y fortunas, con el agravante de que en esa misma comunidad autónoma es donde las cifras de contagios y muertes atribuidas a la covid-19 son más altas y preocupantes, y donde las élites se han empleado más a fondo en el arte de demoler la sanidad pública en beneficio de la privada.
No nos hagamos los tontos: todos hemos hecho el ejercicio mental de imaginar qué ocurriría si en vez de ser Madrid fuera La Rioja o el País Vasco. Y sabemos que Madrid es ahora mismo el Alcázar mental de las derechas políticamente correctas y que al gobierno de España no le conviene forzar un ataque frontal que podría venir con efecto boomerang. Pero también hay mucho de obsceno en cómo la batalla por Madrid escenifica la estructura de clases de la sociedad española. Que se haya permitido el confinamiento selectivo de barrios de renta baja, aun habiendo sospechas de que, sin declaración de estado de alarma, ningún poder público podría limitar derechos y libertades constitucionales, es un signo de que no solo las derechas que gobiernan en la capital tienen interiorizados los prejuicios de clase. Después de todo, la mayoría de los miembros del gobierno de España y del parlamento español viven en Madrid, y no precisamente en los barrios confinados por decisión de Díaz Ayuso. Que, además, a la hora de extender ese confinamiento a toda la comunidad autónoma, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid haya sacado la vara de medir constitucionalidades y haya dejado sin efecto la orden ministerial que prohibía a los madrileños pasar el puente del Pilar en sus seis millones de segundas residencias, dice mucho de la impudicia con que se emplea esa vara según las libertades afectadas sean las de unas clases o las de otras.
La derecha más endomingada entiende que defender a Ayuso es defenderse a sí misma y a sus bien avecindados pagadores
Entre tanto, al nacionalismo español en todas sus versiones le ha pillado todo este asedio con el paso cambiado, sin tener muy claro de qué lado del Puente de los Franceses le toca posicionarse. Por un lado la derecha más endomingada, inseparable de su función de cortesana y mamporrera del capital avecindado en la capital del reino, entiende que defender a Ayuso es defenderse a sí misma y a sus bien avecindados pagadores: cuando el consejero de Sanidad de la comunidad de Madrid dice que el estado de alarma es para defender a España de los madrileños, se sitúa en esa rocambolesca y suicida posición ideológica. Por otro lado, la derecha más montuna fantasea con la posibilidad de ignorar que en Madrid queda alguno de los suyos y, como en el 36, renegar de la villa y corte como de una Babilonia roja merecedora de un escarmiento. Más desconcertante es la actitud de cierta vieja izquierda transmutada en nacionalismo rojipardo y empeñada en leer la singularidad de Madrid como una simple aberración contable, sin relación alguna con el modelo de Estado que ha sustentado la utopía españolista durante más de cien años: de igual modo que fueron incapaces de entender el independentismo catalán más allá de cuatro o cinco generalidades sobre la burguesía supremacista, nuestros Fusaros de mecha corta son ahora incapaces de desenvolverse con una España a la que le han quitado provisionalmente la pieza central del mapa, como si con volver a las dehesas barridas por el viento se pudiera resucitar algún tipo de ideal falangista de nación española con sus “productores” y su “dedicación”. Porras, ya se me ha colado en el artículo un anuncio de Correos.
Defender Madrid de los delirios descritos en el párrafo anterior se ha convertido en una urgencia moral, no solo sanitaria. Quizá no tenga gracia que el mayor enemigo de la salud de los madrileños sea el nacionalismo español, pero sí tiene mucho de sarcasmo histórico y de imagen en tiempo real de cómo se las gastan las élites españolas cuando les quitan el poder absoluto: dejan caer Madrid sin pestañear (igual que las élites francesas dejaron caer, dos veces, París en manos del enemigo) y se regodean en la escabechina que piensan hacer con el gobierno de coalición a poco que los jueces soplen del lado que deben. Que es el mismo lado del que soplan siempre.
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Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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