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Periodismo y revolución

John Reed, antes de Octubre

Se cumplen cien años de la muerte del autor de ‘Diez días que estremecieron al mundo’, la gran crónica de la revolución bolchevique. Antes de viajar a Rusia, Reed ya había escrito otra obra maestra: ‘México insurgente’

César G. Calero 10/10/2020

<p>John Reed entre 1910 y 1915.</p>

John Reed entre 1910 y 1915.

Colección George Grantham Bain / Library of Congress

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Casi al final de su vida, enfermo y confinado en una celda de la estación de policía de Abo, en Finlandia, John Reed siente todavía la necesidad de contarle al mundo sus experiencias, tal y como le aconsejara en Harvard su mentor literario, el profesor Charles Townsend Copeland. Apenas dispone de algunas hojas para escribir, garabatea ideas y poemas en el reverso de los telegramas que recibe de su compañera, la periodista Louise Bryant, desde Estados Unidos, y esboza la trama de varias novelas con tintes autobiográficos. The Tides of Men (Las mareas de hombres), titula uno de esos proyectos. Pero el tifus lo acecha ya. Morirá unos meses más tarde en un hospital de Moscú, ya junto a Louise. El 19 de octubre de 1920, tres años después de haber sido testigo del asalto al poder de los bolcheviques, será enterrado en el Kremlin junto a los mártires de la revolución. Su libro Diez días que estremecieron al mundo, bendecido por Lenin, lo había catapultado al éxito. Antes de su etapa rusa, Reed ya había conocido el vértigo de la revolución en un escenario muy distinto, la inmensidad del desierto de Chihuahua. De sus cuatro meses junto a la División del Norte de Pancho Villa nacería otra obra maestra del periodismo: México insurgente.

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La vida de Reed da un giro de 180 grados cuando cruza el río Bravo en diciembre de 1913. Enviado a México por la revista Metropolitan y el periódico New York World, va a ser testigo privilegiado de la primera revolución del siglo XX. Reed se entusiasma. Para entonces ya se ha fogueado como reportero en varios conflictos sociales, como la huelga de los trabajadores de la seda en Paterson (New Jersey), declarada a principios de ese año. “Hay una guerra en Paterson. Pero es un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Estos controlan la policía, la prensa y los juzgados”, escribe en la revista The Masses. Durante esos días eléctricos conocerá a quien será uno de sus faros políticos, Bill Haywood, líder del Industrial Workers of the World (IWW), con quien compartirá celda fugazmente y a quien homenajeará unos meses más tarde al representar en el Madison Square Garden un espectáculo teatral sobre la huelga de Paterson con la participación de los propios obreros. Como Reed, Haywood también tendrá reservado un lugar en la necrópolis de la Plaza Roja de Moscú. 

En su voluminosa biografía sobre Pancho Villa, el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II se refiere a Reed como el gran cronista de esa etapa de la revolución en su país. A finales de diciembre de 1913, cuando pisa suelo mexicano, Reed tiene 26 años (había nacido en Portland, Oregón, el 22 de octubre de 1887). “Viste un traje de pana amarillo brillante, dispone de cuenta de gastos, carga 14 diferentes clases de píldoras y vendajes”, documenta Taibo. Unos días antes, en El Paso (Texas), Reed empieza a ser consciente del complejo tablero de intereses que se despliega en la frontera. Un espeso entramado de espías, contrabandistas de armas, traficantes de ganado, periodistas ociosos y vividores de toda laya. Es el centro de los conspiradores del mundo, piensa Reed: “Cada vez que un gran hombre abandona el refugio del hotel, le persigue en la calle la sombra de un detective, a quien sigue otro, cuyos movimientos son observados por un tercero, y así sucesivamente”. Los enfrentamientos entre federales (a las órdenes del dictador Victoriano Huerta) y constitucionalistas (con Venustiano Carranza a la cabeza) están a tiro de prismáticos. Y, pese a las balas perdidas que se cuelan en la ciudad y causan víctimas, la frivolidad prevalece. El lujoso hotel Paso del Norte, que alberga a gran cantidad de toda esa fauna conspirativa, ofrece una limonada en su azotea con un cautivador anuncio: “The only hotel in the world offering its guests a safe comfortable place to view a mexican revolution (El único hotel del mundo que ofrece a sus huéspedes un lugar seguro y cómodo para observar la revolución mexicana)”.

Reed será uno de los pocos periodistas que podrá juzgar in situ en qué consiste el experimento revolucionario mexicano

Reed inicia su andadura mexicana en el polvoriento pueblo de Ojinaga, donde se han acantonado las tropas federales de Huerta tras ser hostigadas por los villistas. Ahí arranca México insurgente, una recopilación de crónicas que no seguirá un orden cronológico. Enseguida solicita una entrevista con el general Salvador Mercado, pero su telegrama lo intercepta Pascual Orozco, otro uniformado del mismo rango y lengua afilada: “Estimado y honorable señor: Si usted pone un pie en Ojinaga, lo colocaré ante el paredón y con mi propia mano tendré el gran placer de hacerle algunos agujeros en la espalda”, le advierte el espadón. Reed no se amilana ante las baladronadas de Orozco, cruza la frontera y entrevista a Mercado, un hombre “preocupado e irresoluto” que le echa en cara el supuesto apoyo de Estados Unidos a las tropas de Villa. 

Sin más dilación, el reportero estadounidense irá en busca del hombre del que habla todo el mundo, ese bandido devenido guerrillero, el general Pancho Villa, cuyas hazañas militares se transmiten de pueblo en pueblo agrandando su leyenda. José Doroteo Arango, su verdadero nombre, se había hecho célebre en Chihuahua durante sus muchos años de bandolerismo. Adscrito a la causa constitucionalista de Carranza, aplicaba ahora una justicia revolucionaria más próxima al ideario de Robin Hood que a las enseñanzas de un socialismo que solo despertaba su curiosidad. “El socialismo, ¿es una cosa posible?”, querrá saber Pancho Villa cuando se encuentre con Reed. “Yo solo lo veo en los libros y no leo mucho”. La prensa estadounidense, sin embargo, habla ya sin tapujos del “socialismo villista”. Reed será uno de los pocos periodistas que podrá juzgar in situ en qué consiste ese experimento revolucionario. Su compromiso político previo le ayudará a entender qué está ocurriendo en México.

La bohemia roja

Durante sus años de estudiante en Harvard (1906-1910), Reed no se involucró en la política. Allí se dedicó a otras cosas. Fue un gran deportista, un consumado animador de veladas y un alumno aventajado de las enseñanzas literarias de Copey (el sabio profesor Copeland a quien dedicará su libro sobre México). Una vez instalado en Nueva York, su concepción del mundo cambiaría radicalmente gracias a la relación que establece con la denominada “bohemia roja” de Manhattan. A golpe de tertulia se va cincelando el nuevo John Reed.

Fue el periodista y editor Lincoln Steffens quien introdujo a Reed en la escena artística e intelectual que bullía alrededor de Washington Square. Steffens, a quien había conocido en Harvard, le facilitó también su primer trabajo como periodista en The American Magazine, una revista literaria y política de amplia difusión. Pero su creciente concienciación política lo acabará llevando a la redacción de la revista izquierdista The Masses, fundada en 1911. “Sensibles a todos los nuevos vientos que soplan (…) Ese es nuestro ideal”, rezaba su manifiesto. A Max Eastman, editor de la revista, Reed le había parecido en una primera impresión un joven demasiado impulsivo. Tal vez por ello lo sentó en un despacho a seleccionar los poemas que llegaban a la redacción y que, previamente, habían sido rechazados por la prensa capitalista. En esa época (1912), Reed escribió The Day in Bohemia, un largo texto poético sobre la atmósfera de creatividad y rebelión que se respiraba en el Greenwich Village neoyorquino.

Poco tiempo después, muy lejos de las tertulias políticas de Manhattan, Reed asistirá  maravillado a la insurrección de todo un pueblo. El 26 de diciembre de 1913 franquea las puertas del palacio de gobierno de Chihuahua donde le aguarda un Villa que, sin estudios ni lecturas, está haciendo la revolución a su manera. El flamante gobernador militar de la región emite su propia moneda para pagar salarios, reduce por decreto el precio de la carne, reparte entre los campesinos tierras expropiadas a los terratenientes y ordena construir medio centenar de escuelas. El carisma del Centauro del Norte eclipsará a Reed, como en su día lo hiciera el sindicalista Haywood y más tarde lo hará Lenin.

A Villa le cae en gracia ese periodista curioso que se preocupa por los de abajo. Jack, como lo llaman sus amigos norteamericanos, pasará a ser Juanito en México (Chatito para Villa). Solo otro gringo gozará de sus favores: el fotógrafo Otis Aultman, autor de imágenes legendarias de Villa y su tropa. Reed dispondrá del uso gratuito del telégrafo y el tren. No solo eso. El general lo invita a sus reuniones y le asegura que podrá acompañarlo a sus campañas militares. En las filas de la División del Norte compartirá Reed comida y tabaco con esos campesinos humildes que pelean en huaraches por la tierra que trabajan.

La maquinaria de guerra villista no cesa. Se avecina una gran ofensiva sobre la estratégica ciudad de Torreón. El reportero está en el centro de la acción y se siente útil. Al viajar con la División del Norte, tiene acceso directo a Villa, habla con él, observa sus movimientos y constata la camaradería de que hace gala con sus hombres. Es un peón más en armas. El Villa que emerge de las conversaciones con Reed es un personaje con muchas aristas (“tenía una extraordinaria sagacidad natural”). No reniega de la violencia (y así se lo hace saber a su interlocutor cuando este se interesa por la brutalidad de algunos de sus oficiales), pero rechaza tajantemente las acusaciones que lo presentan como un violador. Es consciente de su papel en la historia, el de un jefe militar al servicio de los desposeídos sin pretensiones de sentarse en la silla presidencial del Palacio Nacional. Reed querrá saber de forma insistente (“por mandato” de su periódico) si esa falta de ambición política es sincera. Y la respuesta de Villa será siempre la misma: “Sería una desgracia para México que un hombre inculto fuera su presidente. Hay una cosa que yo no haré: es la de aceptar un puesto para el que no estoy capacitado. Existe una sola orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer si me la diera: la de ser presidente”.

Retrato de un guerrillero

Si Reed supo trasladar a los lectores de Estados Unidos la esencia de México, su retrato de Villa logró cambiar también la imagen del bandolero sin escrúpulos que hasta entonces predominaba sobre el personaje. El periódico Los Angeles Times lo calificaba de “bandido y asesino” y The Sun veía la revolución como el “socialismo bajo un déspota”. Reed ofrecerá otra cara de ese “hijo de peones ignorantes que nunca fue a la escuela”: “Los soldados lo idolatraban por su valentía, por su sencillo y brusco buen humor. Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre, contando chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el suelo, en las mesas o las sillas”.

Su retrato de Villa logró cambiar también la imagen del bandolero sin escrúpulos que hasta entonces predominaba sobre el personaje

Sus vivencias con la División del Norte le aportan a Reed un material de primera mano sobre la revolución. Pero la censura de prensa impuesta por Villa para pasar desapercibido en su avance por el desierto impiden al periodista enviar sus crónicas desde el frente. Necesita un telégrafo y se las ingenia para subirse a un tren-hospital y regresar a El Paso. Sus crónicas rezuman verosimilitud por la lograda ambientación que recrea, la reproducción del habla de los campesinos analfabetos, la descripción minuciosa del día a día de los combatientes, sus charlas con el jefe insurgente… Nada que ver con los fantasiosos artículos enviados por la mayoría de los corresponsales que no han salido de sus hoteles en El Paso.

Las crónicas de Reed no son un mero relato de los hechos. No pretende ser neutral ni objetivo. Ha tomado partido por un bando y lo deja claro desde el principio (“habíamos tomado Bermejillo la tarde del día anterior”). Su editor en el Metropolitan Magazine, Carl Hovey, lo felicita en cada entrega. Reed le llega a sugerir que elimine o retoque aquellos pasajes en los que detecte una excesiva emotividad. Pero no hay nada que revisar, le responde Hovey. Al contrario. Su apasionada visión de México enriquece sus crónicas. La fama del reportero va extendiéndose. Ha nacido una estrella mediática. Algunos de sus amigos reaccionan con ironía ante ese México en el que Jack es siempre protagonista: “Hay mucho de Reed y sospecho que muy poco de México”, dirá el dramaturgo Dave Carb. Para Robert A. Rosenstone, autor de una de las biografías más completas sobre Reed, Romantic Revolutionary, el reportero tal vez no era consciente de que estaba escribiendo sobre la revolución mexicana al mismo tiempo que esbozaba un fragmento de su propia autobiografía. En cualquier caso, según su biógrafo, Reed consiguió capturar el espíritu de la revolución: “México insurgente es un libro para los ojos, una gran panorámica, como los grandes murales de los pintores mexicanos”. Su trascendencia radicará precisamente en esa identificación del autor con el objeto de su obra. Siguiendo a Rosenstone y corrigiendo en parte a Carb, podría decirse que en el libro hay mucho de Reed, pero también mucho de México. Al leer sus crónicas mexicanas, el escritor Walter Lippmann, excompañero de Harvard, caerá rendido ante la “genialidad” de un Reed que es a la vez reportero, poeta, escritor y activista. Todas esas facetas impregnan unas narraciones que, a juicio de Lippmann, aunaban una clase magistral de historia y la mejor literatura.

Cuando Reed regresa a Nueva York en abril de 1914 se encierra en su piso durante unas semanas para dar forma a México Insurgente con algunos textos añadidos a sus crónicas. El libro se publicará en julio de ese año en Estados Unidos. Tendrán que pasar cuatro décadas para que vea la luz en México. En Almost Thirty, un texto autobiográfico escrito en 1916, Reed rememoraba así sus cuatro meses en México, “tal vez el periodo más satisfactorio de mi vida”: “Descubrí que las balas no son tan aterradoras, que el temor a la muerte no es una cosa tan grande y que los mexicanos son maravillosamente simpáticos (…) Me hallé de nuevo a mí mismo. Escribí mejor que nunca”.  

La publicación de México insurgente potenciará la figura de Reed. Escribe sin descanso poemas, relatos, manifiestos políticos de orientación comunista… Su vocación periodística lo lleva de nuevo a la primera línea del frente. Ha estallado la Primera Guerra Mundial. Reed regresa a un continente que ya visitó en 1910 nada más graduarse, en un viaje iniciático sin rumbo fijo y con el bolsillo medio vacío (llegó a dormir bajo las estrellas en el Retiro madrileño). Siente que los trabajadores son los grandes perdedores de ese “vil conflicto de intereses capitalistas que sangra a los pueblos europeos”. Y antes de que concluya la guerra viajará a Rusia arrastrado por una marea interior que no puede reprimir. Reed está preparado ya para contarle al mundo la Revolución de Octubre.

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Casi al final de su vida, enfermo y confinado en una celda de la estación de policía de Abo, en Finlandia, John Reed siente todavía la necesidad de contarle al mundo sus experiencias, tal y como le aconsejara en Harvard su mentor literario, el profesor Charles Townsend Copeland. Apenas dispone de algunas hojas...

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Autor >

César G. Calero

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