CONFLICTO FRONTERIZO
Por qué luchan los armenios en Artsaj
Los armenios intentan por penúltima vez salvar la ‘armenidad’ en un enclave que el resto del mundo considera un rincón insignificante
Virginia Mendoza Benavente 7/10/2020
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Hace algunos años conocí a Suro, un niño que me acompañó por las entrañas de la casa de su abuela. Su abuelo había dedicado los últimos veintitrés años de su vida a excavar un subterráneo que empezó en su cocina, en una aldea armenia junto a Ereván. Una especie de templo ignoto al que pacientemente Levon dio forma con martillo y cincel. Decía que le guiaban unas voces. Que le habían dicho en sueños que lo hiciera por si algún día el subterráneo servía para salvar a su pueblo del fuego. Pero lo cierto es que todo había empezado con su mujer, Tosya, pidiéndole un espacio para guardar patatas durante el invierno. Suro me contó que, de pequeño, a veces ayudaba a su abuelo en su empeño por salvar a sus vecinos algún día. Lo que ocurre estos días en Karabaj es algo similar: para los armenios, es el penúltimo intento por salvar la ‘armenidad’ en un enclave que el resto del mundo considera un rincón insignificante.
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Hoy Suro es mayor de edad y no ha llamado a casa. Esto no sería relevante de no ser porque acaba de ir a Artsaj a luchar junto a su padre en una guerra que estalló en 1988 y que se reactivó el pasado 27 de septiembre, tras un alto el fuego de veintiséis años. Son días extraños: es la primera vez en vida que me preocupa que alguien que está a más de cinco mil kilómetros no haya llamado a su casa para confirmar que sigue con vida. Los armenios, ocho millones en la diáspora y apenas tres en Armenia, han empezado a difundir estos días un nuevo concepto: parálisis de diáspora. Aunque no soy armenia, viví entre ellos y esa parálisis es justo lo que he sentido estos días mientras leía las escasas noticias sobre Artsaj. Dicen los armenios que la parálisis de diáspora deja el cuerpo en una parte y el alma en otra. Según google maps, hoy mi cuerpo necesitaría 58 horas en coche y 33 días a pie para reencontrarse con su alma.
Sólo de algo se sienten más orgullosos los armenios que de haber vivido una revolución pacífica, y es no haber tenido guerras civiles
No hay santos en las guerras. Lo sabemos. Pero leo que Armenia y Azerbaiyán se acusan de lo mismo y esto a menudo se cuenta sin más explicación: como si dos países lejanos hubieran decidido pelearse por un insignificante pedazo de tierra por capricho durante una pandemia. La objetividad no existe y, forzarla, a veces conlleva ciertos riesgos: si dos países se acusan mutuamente de iniciar un ataque militar, reproducir ambas versiones sin ir más allá contribuye a difundir una mentira. Porque una de las dos partes tiene que estar mintiendo. Alguien dijo que el trabajo del periodista no consiste en contar que varias personas dicen que llueve, sino en abrir la ventana para comprobar que llueve. Aún no sabemos si llueve o no, pero no podemos decir que llueve y no llueve a la vez, especialmente cuando una de las partes impide el acceso a la prensa.
Mientras que en Azerbaiyán gobierna Ilham Aliyev, hijo del anterior presidente y conocido por su armenofobia, Armenia acaba de pasar por una revolución que ha hecho dimitir al anterior primer ministro, Serj Sargsyan, en favor de Nikol Pashinian. Pashinian es un periodista que cruzó gran parte del país a pie con un perro que encontró por el camino y a quien se fue uniendo una masa creciente hasta llegar a Ereván. Sólo de algo se sienten más orgullosos los armenios que de haber vivido una revolución pacífica, y es no haber tenido guerras civiles. No buscan guerras, pero tienen un verbo que significa luchar para sobrevivir, luchar y nada más, porque sus vecinos han ido reduciendo poco a poco su país. Mientras que Azerbaiyán, un país en el que el presidente domina la mayoría de los medios de comunicación, ha limitado algunas redes sociales y ha impedido la entrada de prensa extranjera estos días, los armenios suplican a los periodistas que vengan a contar lo que está pasando. Y lo que está pasando, entre otras cosas, es que Azerbaiyán lleva días bombardeando Stepanakert con armas prohibidas, con el apoyo de Turquía, y que desde hace once días mueren civiles. El periodista Pablo González está contando lo que ocurre desde allí. En un video que publicó en Twitter, dijo: “Se intenta bombardear los lugares en los que está la prensa”. Azerbaiyán lamenta que Armenia haya bombardeado Ganja, su segunda ciudad, pero no cuenta que esa respuesta se debe a que lleva días bombardeando la capital de Artsaj.
Una herida de un siglo
No es posible entender este conflicto y por qué se ha reactivado contando solamente lo que está pasando hoy ni reduciéndolo a un cruce de acusaciones entre dos países lejanos que se pelean por un pedazo de tierra. Mucho menos, sin contexto histórico. Después de ser deportados en masa del Imperio Otomano a partir de 1915, los armenios ya habían mermado su territorio en favor de Turquía. En 1917, cuando Armenia y Azerbaiyán aún no se habían independizado del Imperio Ruso, Azerbaiyán reclamó Nagorno Karabaj, históricamente poblada por armenios, con apoyo otomano. En 1923, Armenia y Azerbaiyán entraron en guerra por Najichevan y Nagorno Karabaj y Stalin dio ambos territorios a Azerbaiyán, al parecer, para contentar a Turquía, a pesar de que la población armenia de Karabaj entonces alcanzaba el 90% y quería formar parte de Armenia. Los choques fronterizos fueron constantes desde entonces. La previsible guerra entre armenios y azerís volvió a estallar en 1988, después de que las autoridades de Nagorno Karabaj solicitasen pasar de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán a la República Socialista Soviética de Armenia. Hubo limpieza étnica por ambas partes. Tanto Armenia como Azerbaiyán se independizaron poco después, en 1991, el año en que se desintegró definitivamente la URSS. Ese mismo año, Karabaj declaró su independencia.
Azerbaiyán lleva días bombardeando Stepanakert con armas prohibidas, con el apoyo de Turquía, y que desde hace once días mueren civiles
Finales de los ochenta y principios de los noventa fueron años difíciles para los caucásicos en una región sumida en guerras similares. Fue especialmente difícil para los armenios, que tuvieron que convivir con una nueva guerra el mismo año que un terremoto acabó con la vida de más de 25.000 personas y devastó gran parte del país, y luego con el posterior corte de suministro de energía por parte de Azerbaiyán. Igual ocurría con el gas. Aunque venía de Turkmenistán y Armenia pagaba por ello, no pasaba de Azerbaiyán. Hay una escena, un detalle, en el libro Un buen lugar para morir, de Wojciech Jagielski, que ilustra a la perfección la situación: cuando el periodista polaco fue al Ministerio de Energía de Armenia para entrevistar al ministro Steve Tashian, lo encontró en un despacho en el que no funcionaban la luz ni los radiadores. Llevaba el abrigo puesto y se frotaba las manos constantemente para calentarlas. “Ministro de algo que no existía”, escribió Jagielski.
Con inviernos que alcanzan los veinte y treinta grados bajo cero, los armenios talaron bosques enteros para poder calentarse, echaron al fuego hasta sus suelos de madera y sus muebles; rehicieron varias veces las velas y fueron a enterrar a sus muertos en transporte público. Medio millón de afectados por el terremoto pasó a vivir en vagones supuestamente temporales aún habitados por miles de personas tres décadas después. Los armenios todavía temen volver a pasar por una situación similar. Incluso hay ecologistas que, cuando recuerdan por lo que pasaron, prefieren no hablar de la alarmante peligrosidad de la central nuclear de Metsamor.
Desde la declaración de independencia, Nagorno Karabaj, renombrado como República de Artsaj en 2017, es uno de esos pocos países que nadie reconoce, salvo otros países no reconocidos por las Naciones Unidas, como Abjasia, Transnistria y Osetia del Sur. A pesar del alto el fuego (con intermitencias) de 1994, Armenia y Azerbaiyán no han conseguido firmar un acuerdo de paz ni con la mediación del Grupo de Minsk, creado por la OSCE para tal fin ese mismo año. El orgullo nacional de ambos ha pesado más que la paz.
Entrevisté a veteranos de guerra de Nagorno-Karabaj en 2013 y 2014 y todos coincidían en algo; Azerbaiyán tendría lo que quisiera: paz o guerra. Y también coincidían en esto: “Te contaremos lo mismo que los turcos [azeríes] pero al revés”. Agradecí que no intentaran imponerme su versión, que incluso la relativizaran, porque cada uno defiende lo suyo y tiene sus propias condiciones que el otro no está dispuesto a aceptar. Azerbaiyán no cederá si Armenia no se va de Artsaj y Armenia, aunque se ha ofrecido a volver a negociar, no cederá si Azerbaiyán no deja a la población armenia de Artsaj decidir su destino. O lo que es lo mismo: Azerbaiyán prioriza la legalidad internacional, según la cual Artsaj es su territorio y está ocupado por Armenia y se aferra a ella, mientras que Armenia prioriza a las personas que viven en él y que forman parte de su pueblo.
Los armenios de Siria
Tanto los armenios como Emmanuel Macron aseguran tener pruebas de que Turquía está enviando mercenarios yihadistas (The Guardian lo contó con fuentes sirias). Pero hay quienes añaden, al escribir esa noticia, que en el lado armenio también mueren sirios o que Azerbaiyán ha lanzado la misma acusación contra Armenia. Sin más explicación. Y hay una explicación. Hay sirios entre los armenios de Artsaj porque son tan sirios como armenios, y desde hace once días Azerbaiyán está bombardeando sus casas. Eso no los convierte en mercenarios recién traídos de Siria. Su historia se remonta al genocidio perpetrado por el gobierno de los Jóvenes Turcos en el Imperio Otomano (a partir de 1915, aunque con matanzas previas) contra armenios, griegos y asirios. Un genocidio aún negado por Turquía y no reconocido por países como España. Siria fue uno de los países que acogieron refugiados armenios hace apenas un siglo, por lo que hay una extensa comunidad armenia en Siria que desciende de aquellos. Cuando el mundo empezó a dar la espalda a los refugiados sirios, Armenia les abrió las puertas y muchos de aquellos, de origen armenio, se han ido estableciendo en Artsaj. ¿Cómo no va a haber sirios entre los armenios de Artsaj, si son ellos mismos defendiendo el lugar en el que viven y aquello que no perdieron sus bisabuelos?
Basta comparar un mapa antiguo de Armenia y uno actual para entender por qué luchan unos y por qué luchan otros. Los armenios, con una diáspora que casi triplica la población de Armenia, surgida a raíz del genocidio de 1915 y con un territorio reducido a más o menos un tercio de lo que era, se aferran a un enclave aparentemente insignificante porque eso significa seguir en el mapa. Nada sería tan absurdo como que Armenia iniciara, en un territorio habitado por armenios, un ataque contra Azerbaiyán, un país rico en petróleo y más rico en general, más armado y más respaldado. Eso no lo convierte en imposible, pero no tendría sentido. ¿Por qué lucha Azerbaiyán (con el respaldo de Turquía) por un territorio que no fue suyo hasta 1923 y en el que viven armenios?
Rusia vende y regala armas a ambos, especialmente a Azerbaiyán, mientras finge sorpresa cuando unos y otros usan las armas que repartió y les pide que paren
Aun a riesgo de caer en la retórica azerí, Armenia estaría ocupando un territorio de Azerbaiyán, puesto que Artsaj pertenece legalmente a Azerbaiyán y la ONU no la reconoce como república independiente. Esto es legalmente cierto ante la comunidad internacional. Pero legal no siempre significa justo. ¿Qué sentido tiene hablar de ocupación cuando Artsaj ha estado históricamente (y aún hoy) poblada por armenios? ¿Acaso ocupa alguien su propia casa? Sí. Hemos visto que incluso eso ocurre. Pero no deja de ser tan paradójico como injusto.
¿Qué pinta Turquía? Además del mismo mapa y de su pasado reciente, los últimos movimientos de Erdogan en la zona, con una clara tendencia neootomanista cada vez más agresiva, y también el mapa del gasoducto transcaspiano (con una curva que evita Armenia), quizás tengan la respuesta. Tanto turcos como azerís son pueblos túrquicos separados geográficamente por Armenia, un lugar que tuvo salida a tres mares y que hoy es una diminuta isla sin mar entre Turquía y Azerbaiyán. De ahí el posicionamiento de Turquía: la frontera entre Armenia y Turquía, al igual que la frontera entre Armenia y Azerbaiyán, no está cerrada a raíz del genocidio armenio, como puede parecer. Turquía la cerró en solidaridad con Azerbaiyán a raíz de la guerra de Nagorno-Karabaj.
Y Rusia, ¿que hace Rusia? El supuesto garante de la seguridad de Armenia vende y regala armas a ambos, especialmente a Azerbaiyán, mientras finge sorpresa cuando unos y otros usan las armas que repartió y les pide que paren. Tanto Rusia como Armenia forman parte de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), por lo que Rusia, en teoría, debería actuar en favor de Armenia. Al no darse la guerra en territorio armenio, por ahora no ha hecho más que pedir a ambos que bajen las armas.
Los armenios se aferran a Artsaj por orgullo nacional, pero también porque el pasado de sus abuelos les hace temer un futuro similar a lo que vivieron. Parafraseando a Maquiavelo, podría decirse que se preparan para una posible “réplica de la Antigüedad”. Una antigüedad en la que los armenios fueron expulsados de sus tierras o asesinados (se estima que alrededor de un millón y medio). Puede parecer un miedo infundado o exagerado, pero solo hace un siglo que ocurrió lo que desde entonces los armenios, que aún observan atónitos y desesperanzados el negacionismo turco, no han dejado de temer que se repita.
Junto a Stepanakert hay dos figuras inmensas de piedra, algo así como dos pirámides. Las llaman Tatik y Papik, Abuela y Abuelo, y representan dos montañas personificadas. Porque ese es el lema de los armenios de Artsaj: “Somos fuertes como nuestras montañas”. Por eso, van a resistir. Por sus abuelos. Y porque las montañas se mueven solo al ritmo lento que la geología impone, imperceptible para el ser humano. Porque lo que otros llaman ocupación, para ellos, que estuvieron siempre allí, es la pura resistencia. Seguir en el mapa o desaparecer.
Los armenios que he conocido son como Levon: siempre piensan en los demás. La primera vez que bajé de un avión en Ereván, lo hice con tres direcciones anotadas en las que me habían ofrecido alojamiento quienes iban sentados a mi alrededor. Tiempo después, un conocido (de vista) me prestó 500 euros para que volviera a España y me evitó durante días cuando lo buscaba para devolverle su dinero. Otro cerró la oficina para perseguir con su Lada y detener un autobús que yo ya había perdido en una aldea armenia. Podría mencionar infinidad de ejemplos similares y todos hablarían de lo mismo. Los armenios dan lo que tienen y, si no lo tienen, lo buscan y lo encuentran. Armenia siempre da y casi nunca recibe. Atención, sobre todo. Como ocurre ahora. Otra vez.
En pleno genocidio armenio, durante la Primera Guerra Mundial, Julio Camba denunciaba desde Constantinopla las matanzas de armenios en el que aún era el Imperio Otomano. Lo hacía en la prensa española, pero no importó a un país que aún hoy no reconoce aquel genocidio del que ya advertía un periodista gallego hace más de un siglo. Ayer un amigo intentó publicar un artículo sobre lo que está ocurriendo en Artsaj y la respuesta, desde un gran medio, fue que “eso ya no interesa”. ¿No interesa una guerra? ¿No interesa la ambición expansionista de Erdogan, que apoya abiertamente a una de las partes? Interés hay, pero es económico y empuja al silencio. Ahora que Canadá ha anunciado la suspensión de la exportación de armas a Turquía por su uso en Artsaj, ¿qué va a hacer España?
Es difícil entender lo que está pasando en Artsaj sin haber vivido entre armenios y azeríes, sin haber visto que la paz entre ambos es posible en aldeas prácticamente aisladas de la propaganda. Ocurre. Ellos mismos me dijeron en Georgia: “Aquí lo hacemos todo juntos salvo casarnos y enterrarnos”. Y: “Fuera de aquí, no sabemos vivir los unos sin los otros”. Sé que la reconciliación entre armenios, azeríes y turcos es posible porque una vez canté en armenio con unas chicas turcas en un karaoke rumano. Cantar en el mismo idioma es una señal de que un día, por lejano que parezca, volverá la verdadera paz. Pero para eso hay que poner a las personas por delante de la legalidad internacional.
Mientras escribía este artículo, Suro ha llamado a casa. Le digo a Nune que es un alivio. Ella responde: “Sí, más o menos”. Más o menos. La guerra sigue y, mientras Nune vive en incertidumbre, la familia de Ani sigue repartida entre el frente y los refugios antiaéreos de Stepanakert. El resto de mis amigos armenios inundan las redes pidiendo atención al mundo como quien grita en el desierto. Así, desde hace ya once días.
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Hace algunos años conocí a Suro, un niño que me acompañó por las entrañas de la casa de su abuela. Su abuelo había dedicado los últimos veintitrés años de su vida a excavar un subterráneo que empezó en su cocina, en una aldea armenia junto a Ereván. Una especie de templo ignoto al que pacientemente Levon dio...
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Virginia Mendoza Benavente
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