La vita nuova
El rasgo II. El Retonno
Las herencias, como la energía, no desaparecen, sólo se transforman. Haciendo, con ello, mucho ruido. De manera que la herencia renunciada por el rey pasaría al familiar más próximo
Guillem Martínez 7/10/2020
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En 1864 la cosa estaba malita, el Estado carecía de fondos, y el Gobierno Narváez –le conocerán por la calle Narváez a la que, de vez en cuando, acudes solícito, si eres repartidor de Glovo– ideó una ley para la venta del Patrimonio Real, un concepto certero y laxo como hoy el de Patrimonio Nacional, que hasta admite yate. Sinopsis: eran las propiedades de la reina. Que, a su vez, se confundían con las del Estado. La idea era venderlo, y que el Estado recibiera el 75% del monto. El 25% restante –una buena comisión por la venta de algo que, estrictamente, no era suyo– iba para la reina. La prensa y la política convencional saludaron la conducta de Isabel II, una reina sobradamente preparada, que se sacrificaba, en modo 75%, con ese gesto sublime. En eso apareció, en el periódico madrileño La Democracia, el artículo de Castelar “El rasgo”. Se trata de un artículo comparable, en su difusión, en sus consecuencias, en la época que anuncia, al “J'accuse” de Zola. Castelar era para entonces catedrático en la uni, miembro del Partido Democrático –en breve, Partido Democrático Republicano Federal–. Su trayectoria es la del político sexy del momento –ese mismo año es expulsado de la cátedra y se exilia; en 1865 es condenado a muerte; en 1868 vuelve con La Gloriosa; en 1873 pasa a ser presi de la República–. Y, ahora que lo pienso, no solo del momento –con la Restauración, se pone al servicio de la monarquía; Esp está edificada, en fin, sobre un cementerio indio–.
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Bueno, volvamos al turrón. En aquel artículo, Castelar sometía a pitote la orgía de piropos –“delirium tremens” de la prensa, decía– que Isabel II recibió por quedarse con el 25%. Denunciaba que el Patrimonio Real era del Estado. Y deconstruía el celebrado gesto real hasta dejarlo en rasgo. Describe así un saqueo continuado, describe lo público y lo privado en una monarquía, delimita la monarquía como lo público –“el rey debe contar por única renta la lista civil (...) impidiendo al rey tener una existencia aparte, una propiedad como rey”–, y finaliza con una suerte de delenda est, menos lograda estilísticamente que la de Ortega. Pero efectiva. Su artículo, censurado, se reparte y lee como polos. Tras su expulsión de la cátedra, los universitarios, más encendidos que un mechero, convocaron manifestación, que culminó con la Noche de San Daniel, primera matanza gruesa de ciudadanos en MAD. En BCN se venía practicando la disciplina desde 1835, pero con obreros, que luce menos. El Gobierno cesó. Isabel II, con todo ello, y gracias a la censura generalizada en la prensa, consiguió que su rasgo volviera a ser un gesto. E inició su tramo final, que finalizó en 1868, con la revolución. “Nunca más Borbones en Esp” fue su lema. Si uno lo piensa, si no fuera por la mala suerte Esp, no tendría ningún tipo de suerte.
Castelar denunció que el Patrimonio Real era del Estado. Describe así un saqueo continuado, describe lo público y lo privado en una monarquía
Tras haber trascendido la dinámica creativa de algo que puede ser la Casa Real, o el rey emérito, el rey no emérito ha emitido una suerte de gestos hacia su padre. A saber: a) Retirada de ingresos –unos 200.000 euros–, b) ERTE en un país árabe, y c) renuncia al testamento. La cosa a) y b) son gestos/dinámicas internas de Casa Real. Explican su percepción de la gravedad del caso. Es una idea anecdótica –lo de los 200.000 euros da como risa, pensando que el gasto en seguridad en el país de destino del rey emérito puede exceder, con creces, esa suma– y absurda –pero con cierta tradición local: exiliar un problema, para no verlo–, que, no obstante, puede ser un indicio de la calidad del asesoramiento y de las ideas propias de Casa Real. Queda, por tanto, el punto c) como gesto público y operativo. ¿Lo es? ¿Es un gesto o un rasgo? Veamos lo que nos dice el derecho aplicado a las herencias.
Una herencia no es renunciable. No hasta la muerte del titular del legado. El rey ha firmado un documento notarial, al parecer, asegurando que esa es su voluntad. Pero es una voluntad no confirmada, ni confirmable, hasta el día de autos. Por ahora no es más que otro ‘vayamos todos juntos, y yo el primero’ a, en este caso, la notaría. Es decir, que vete a saber lo que es. Pongámonos en la tesitura de que, en efecto, el rey renuncia, el día adecuado, a su herencia. Eso no afectaría a la sucesión del Estado –hoy en día eso va por el pack constitución, no por el pack testamentos–. Y, en efecto, no heredaría. Nada, en el caso de que el testamento no especificara, por separado, los bienes a heredar. Si los especificara, si optara por legados separados –yo qué sé: ‘lego a mi heredero mis acciones, lego a mi heredero mis inmuebles, lego a mi heredero mis cuentas, y lego a mi heredero otra cuenta, con efectivo recolectado de forma ilícita e indecorosa, y contradiciendo la idea de monarquía europea de Castelar’; sí, es poco probable ese redactado–, podría, en efecto, renunciar a un ítem en concreto. Todo depende, por tanto, de la ingeniería testamentaria. El redactado del testamento, la complicidad padre-hijo, será básica para ayudar, o no, al rey a cumplir su palabra sin grandes pérdidas. O, al menos, sin la pérdida de todo. No creo, en todo caso, que el redactado del testamento, un hecho privado, trascienda. Es poco probable, por otra parte, que ese dinero chungo exista, en el futuro, de manera clara e identificable en un testamento. Cuando acabe la trama judicial que paraliza alguna cuenta suiza, estará unido al resto –que vete a saber cómo se ha amasado–, fundido o convertido en propiedades o accionariado. Es decir, será dinero limpio. E irrenunciable. Sigamos suponiendo que, en todo caso, el rey cumple su palabra y renuncia a su herencia –toda; no hay otra si se quiere permanecer alejado de la estética extractiva de la que se quiere distanciar con ese gesto; no me pueden ver pero, en efecto, estoy llorando de risa al releer esto–, que apunta a ser una gran fortuna. Las herencias, como la energía, no desaparecen, sólo se transforman. Haciendo, con ello, mucho ruido. De manera que la herencia renunciada por el rey pasaría al familiar más próximo. ¿Quién sería? ¿Otro descendiente del rey emérito, reconocido como tal? ¿Una hermana? ¿Un primo? ¿La hija del rey actual? ¿Alguien especificado en el testamento en caso de renuncia del heredero? ¿Un puente hacia otra generación?
No hay manera de saberlo. Ni de saberlo cuando todo ello se produzca. Salvo que, en su momento, se produzca una renuncia a toda la herencia. En ese sentido, el rey tiene la oportunidad de demostrar que es el único miembro de su dinastía que antepone trono a monto. Si no se produce ese gesto nítido de renuncia, lo único que podemos saber es que, llegado el día, es sumamente improbable que el rey renuncie a un monto Forbes, que habrá otro “delirium tremens” de vítores y piropos ante el gesto superfluo que, por tanto, se produciría, y que es también sumamente improbable, e inverificable, que renuncie a una parte. Lo que hizo el rey, lo único trascendente que hizo en esta crisis grave no es, a la luz del derecho testamentario, un gesto –la sombra de la sombra de un acto–, sino, todo apunta a ello, un rasgo, la caricatura de una caricatura. Por tradición, sabemos que sólo se emiten rasgos cuando hay una industria de la información que los celebra. No sólo estamos en la peste negra del siglo XIV, sino también en 1864.
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En 1864 la cosa estaba malita, el Estado carecía de fondos, y el Gobierno Narváez –le conocerán por la calle Narváez a la que, de vez en cuando, acudes solícito, si eres repartidor de Glovo– ideó una ley para la venta del Patrimonio Real, un concepto certero y laxo como hoy el de Patrimonio Nacional, que hasta...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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