Análisis
Lo que deja Donald Trump
El republicano perdió, pero fue el segundo candidato más votado de la historia... después de Joe Biden. Una elección con récord de participación que refleja una sociedad partida por un presidente que hizo del odio y la mentira sus principales fundamentos
Bruno Bimbi 8/11/2020
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Ya está: Joe Biden no sólo ganó las elecciones en Estados Unidos –como antes Hillary Clinton y Al Gore–, sino que además, con más de 270 votos en el colegio electoral, será presidente. Kamala Harris será la primera mujer –una mujer negra– en ocupar la vicepresidencia y, considerando la edad de Biden, parte con ventaja para ser la candidata demócrata en 2024. El reality show de Donald Trump se queda sin segunda temporada.
La caótica disparidad de reglas electorales, el voto por correo y la incomprensible lentitud en el recuento –que aún continúa– provocaron, en las primeras horas del 4 de noviembre, la sensación de que Trump podría sorprender a todos y llevarse el premio. Pero no era lo que decían los números. A Biden lo respaldaron casi 10 millones más que a Barack Obama en 2008 y será el presidente más votado de la historia de los Estados Unidos, con más de 74 millones de votos y arriba del 50%. Recuperó los estados de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania, que Trump le había arrebatado a Hillary Clinton en 2016, y lleva la delantera en dos bastiones republicanos: Georgia y Arizona, que no se pintaban de azul desde Bill Clinton (el primero en 1992 y el segundo en 1996).
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En Georgia ya había vencido dos veces Jimmy Carter (en 1976 y 1980), pero el expresidente demócrata nació allí y había sido gobernador. Ambos estados –en Arizona, las ofensas de Trump contra el respetadísimo exsenador republicano John McCain, ya fallecido, deben haber pesado– fueron siempre tan difíciles para los demócratas que aun en 1964, cuando Lyndon B. Johnson arrasó nacionalmente con el 61%, tres años después del asesinato de Kennedy, fueron dos de los seis que le dieron la espalda.
Donald Trump –que no acepta la derrota y parece soñar con una rebelión de neonazis y conspiranoicos armados que lo respalde– es el tercer presidente que intenta la reelección y no lo consigue en el último siglo. Los anteriores fueron el republicano George H. W. Bush, derrotado en 1992 por Bill Clinton, y el demócrata Jimmy Carter, que perdió en 1980 ante Ronald Reagan. Sin embargo, más allá de su ego sensible, no se va humillado ni mucho menos: es el segundo candidato más votado de la historia, después de... Joe Biden. Aun perdiendo, también superó levemente la marca de Obama en 2008, gracias al récord de votantes, y se afianza como líder de un poderoso movimiento que va más allá del Partido Republicano y, con o sin él, parece haber venido para quedarse.
De acuerdo con diferentes estimaciones, la participación electoral superó este año el 67% de los electores habilitados, un porcentaje que no se alcanzaba desde las elecciones del año 1900 –sí, hace 120 años–, cuando votó el 73,2% de los ciudadanos y el republicano William McKinley se impuso sobre el demócrata William Jennings Bryan. Es que, más que una elección, era un plebiscito sobre Trump. Nadie polarizó tanto a Estados Unidos como el actual presidente, que saldrá de la Casa Blanca dejando tras de sí un país partido en dos, roto, con una democracia seriamente dañada, demasiado enojo en las calles y un montón de odio, mentiras y armas circulando por ahí.
Pese a la pandemia, la movilización electoral fue histórica de ambos lados y eso ya comenzaba a notarse al comienzo del escrutinio, cuando llegaban los números de los primeros estados clave. En la siempre disputadísima Florida, Biden sacó alrededor de 760.000 votos más que Hillary en 2016, pero perdió porque el republicano superó su propia marca por más de un millón de votos. En Georgia, Biden sacó casi 600.000 votos más que Hillary y se encamina a vencer. En Arizona, cerca de 450.000. E inclusive en Texas, donde la última victoria demócrata había sido en 1976 con Carter, Biden superó por nada menos que 1,3 millón la votación demócrata de 2016, aunque igual perdió porque Trump creció casi en la misma cantidad. El factor movilización, sin voto obligatorio, es decisivo.
Pero la polarización hace rato que comenzó a dejar de ser, apenas, una cuestión de “red states” y los “blue states”. Algunas fracturas que siempre han existido en la sociedad norteamericana se exacerbaron peligrosamente durante los cuatro años del presidente más misógino, racista, xenófobo y homofóbico de su historia, que hizo del odio uno de los motores de su movimiento –y con esa realidad deberá convivir el nuevo gobierno
Al igual que cuando fue candidato por primera vez, a Trump lo votó la inmensa mayoría de los evangélicos blancos (76%), los blancos sin estudios universitarios (64%), los blancos en general (57%), los habitantes de poblaciones rurales y pequeñas ciudades (54%) y quienes ganan más de 100.000 dólares por año (54%). A Biden, en cambio, lo votó la mayoría de las mujeres (56%) y aún más las mujeres negras (91%), la población negra en general (87%), los asiáticos (63%), los latinos (66%) –aunque Trump conquistó apoyo entre cubanos y venezolanos, gracias a la campaña de fake news que asociaba a Biden con la dictadura de Nicolás Maduro– y los no-blancos en general (72%). También lo votaron mayoritariamente las personas LGBT (61%), los jóvenes entre 18 y 29 años (62%), los que ganan menos de 50.000 dólares por año (57%), los trabajadores sindicalizados (57%) y quienes viven en ciudades con más de 50.000 habitantes (60%). Los datos son de la encuesta a pie de urna de The New York Times.
La marca identitaria del voto no es algo nuevo en Estados Unidos. Es habitual que la mayoría de la población negra, judía, latina y LGBT vote a los demócratas –con Trump, la división también se hizo muy fuerte entre hombres y mujeres– y la mayoría de los blancos, evangélicos y habitantes de zonas rurales, a los republicanos. Sin embargo, el actual presidente exacerbó esa división y la puso en el centro de la política, radicalizando un proceso que había comenzado con Bush Jr., sumándole el uso masivo y sin pudor de mentiras y teorías conspirativas y dando su aval desde el poder para la formación de grupos de odio y bandas armadas de extrema derecha que lo apoyan.
Décadas antes, la última vez que un republicano trató de ser reelecto y no lo consiguió, lo que movilizaba a los electores eran temas como los impuestos, el empleo y el poder adquisitivo. En 1992, cuando Bill Clinton derrotó a George H. W. Bush, hizo famosa la frase “Es la economía, estúpido”, con la que aún se recuerda su campaña. Sin embargo, la reelección de Bush Jr. en 2004 fue la primera señal de que eso estaba cambiando. Como destacaban entonces los politólogos Juan Manuel Abal Medina (h) y María Celeste Ratto en un análisis del resultado electoral, las encuestas mostraron que cerca del 22% de los electores decidió entonces su voto en base a “valores morales”. Temas como el matrimonio gay, los derechos reproductivos de las mujeres y el papel de la religión ganaron mayor protagonismo y la fuerte militancia de iglesias evangélicas, mormones y partidarios de las armas fueron clave para los republicanos.
Más recientemente, durante la presidencia de Barack Obama, el viejo racismo que nunca había terminado de morir recuperó protagonismo político, y Trump, que había incentivado ese movimiento para beneficiarse, le ha dado durante estos cuatro años una vuelta de tuerca peligrosa. Como en un viaje en el tiempo, su presidencia rescató y organizó políticamente a conspiracionistas delirantes, neonazis, supremacistas blancos, misóginos y xenófobos como soldados de su movimiento, les hizo saber –sin escondérselo al público– que estaba con ellos y cruzó líneas que otros republicanos se hubiesen avergonzado de cruzar. Enemigo de movimientos como Black Lives Matter, del feminismo y la población LGBT, Trump hizo guiños explícitos a las bandas de racistas violentos y también adoptó el ideario más recalcitrante de los pastores fundamentalistas contra las minorías sexuales y contra los derechos de las mujeres, así como usó y abusó de la xenofobia como bandera, identificando a los inmigrantes pobres como enemigos públicos. Todo ello durante un gobierno que despreció la institucionalidad democrática, atacó a la libertad de prensa y usó con maestría la industria de las fake news.
Toda esa retórica peligrosa de Trump movilizó a las víctimas del odio y asustó lo suficiente a algo más de la mitad del país, garantizando la victoria de Biden y Harris, pero también cohesionó y organizó el Partido del Odio, que le dio al presidente derrotado nada menos que 70 millones de votos y se transformó en un actor de peso dentro y fuera del Partido Republicano, que no va a salir de escena tan fácilmente.
En los próximos años, la sociedad rota, enfurecida y al borde del incendio que deja el peor presidente que hayan tenido Estados Unidos supondrá un enorme desafío para quienes –esta vez– consiguieron derrotarlo. La salida de Donald Trump de la Casa Blanca es apenas el primer paso de una desintoxicación profunda que recién comienza.
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Bruno Bimbi
Periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros ‘Matrimonio igualitario’ y ‘El fin del armario’.
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