Crisis de la democracia
Del trumpismo y Pepe el Durmiente
Gane o no la presidencia Biden, su contrincante ha cambiado la política estadounidense para siempre. El partido demócrata, en su dormitar elitista, ha ignorado todos los síntomas de erupción desde hace años
Azahara Palomeque 5/11/2020
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Tras la tormenta de la noche electoral no ha venido la calma. A veintisiete horas de que Trump se proclamara falsamente vencedor de los comicios, amenazando con llevar el caso al Tribunal Supremo si le disputaban la victoria, todavía no hay un ganador claro. Puede no haberlo durante meses; puede, incluso, que los medios le otorguen la presidencia a Joe Biden –al fin y al cabo, los primeros resultados electorales son siempre estimaciones de los medios– y Trump siga negándose a garantizar un traspaso de poder pacífico, como ya ha recalcado tantas veces. Ha sucedido, en definitiva, lo que ya temíamos: que un estrecho margen entre los candidatos pudiese desatar la controversia y una crisis constitucional sin precedentes. No sabemos cómo se desvendarán los acontecimientos, ni la respuesta ciudadana que provocarán en las calles, ni tampoco de qué manera se van a desarrollar las acciones legales que ya están en marcha. A día de hoy (5 de noviembre), el presidente ha presentado demandas para cuestionar los resultados en Georgia, Pensilvania y Michigan, y ha pedido un recuento de votos en Wisconsin. Estos dos últimos estados han sido concedidos a Biden con un 99% escrutado, aunque es cierto que la ventaja sobre su contrincante es realmente ajustada; sin embargo, lo mismo ocurrió en 2016 con estados bisagra clave y Hillary Clinton agachó la cabeza y le dio la enhorabuena al oponente. Pero Trump no es Clinton, el tiempo no ha pasado en balde, y el trumpismo ha llegado para quedarse.
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Denomino trumpismo al movimiento por el cual la retórica, la espectacularidad y el arrastre de masas, las argucias legalistas, la monopolización del poder… es decir, la práctica política inaugurada por Trump, supera a la persona que la inició y crea una escuela de pensamiento o, al menos, de comportamiento. La palabra ‘movimiento’ en el sentido en que la utilizo comenzó su andadura con el advenimiento del fascismo, que gustaba de nombrar sus acciones con vocabulario procedente del campo semántico industrial como forma de ensalzar su admiración por la técnica, la modernidad. Esto son enseñanzas de Víctor Klemperer, filólogo judío exiliado tras sobrevivir milagrosamente a la Alemania nazi. Aunque parte de las connotaciones que abrazan la modernidad se han perdido, el término continúa siendo útil porque, si bien seguimos desconociendo quién ocupará la Casa Blanca el año próximo, lo que estas elecciones han evidenciado es el triunfo de Trump, si no en el Colegio Electoral, sí frente a lo que se entendía como democracia.
El presidente ha incrementado el voto popular en casi 5 millones de personas desde 2016 y se puede decir sin ambages que prácticamente la mitad del país lo apoya. La participación masiva en estos comicios, que los gurús de la estadística pronosticaron como un logro demócrata, ha quedado repartida entre los dos candidatos. Por otra parte, y hablando de sondeos –sobre los que he advertido alguna vez–, su fracaso ha vuelto a ser estrepitoso, miles de dólares arrojados de nuevo a la basura, por mucho que cueste a sus creyentes aceptarlo. A pesar de haber apostado por una gran coalición en la que confluían mensajes y propuestas provenientes de múltiples puntos del espectro ideológico, las urnas no han celebrado a Biden como se predijo. Poco ha importado que el mismísimo Bernie Sanders alentara su candidatura, que entre los que pidieron el voto para el antiguo vicepresidente se encontrasen líderes incuestionables del progresismo negro como Angela Davis y Cornel West, que hasta una fracción del republicanismo duro reunido en el Project Lincoln haya favorecido al señor Pepe el Durmiente, en mi traducción libre de Sleepy Joe. Éste, quien contaba con cantidades abismales de dólares para la campaña electoral –superiores a las de su contrincante–, ha obtenido el voto popular y, quizá, la presidencia, pero en mitad de un magma político cuya viscosidad impregna las instituciones democráticas como el Vesubio sepultó Pompeya. Su hipotética victoria vendrá marcada por el estigma de haber ganado, para muchos, de manera ilegítima –falsedades que seguirán impulsando los fans del ‘movimiento’–; por una ronda de litigios que resolver en los tribunales; probablemente, por enfrentamientos en las calles; finalmente, por el gran fracaso que supone no haber sabido vencer BIG tras las señales de alarma de las anteriores elecciones y cuatro años de convivencia con Trump. Además, nada parece indicar que el senado vaya a caer en manos demócratas, por lo que el mandato probable que le espera se caracterizaría por un obstruccionismo similar al que debió enfrentar Obama y con el mismo cancerbero a la cabeza, pues Mitch McConell, el líder de la mayoría, ha sido reelegido.
Lo que estas elecciones han evidenciado es el triunfo de Trump, si no en el Colegio Electoral, sí frente a lo que se entendía como democracia
Pepe el Durmiente –y su partido igualmente aletargado– va a tener que soportar no haber ganado ampliamente a un presidente sobre el que pesa una gestión nefasta de la pandemia, con 233.000 muertos a cuestas y en el pico de la tercera ola. Frente a la vacuidad discursiva de Trump y una campaña fundamentada en el miedo al ‘socialismo’ mal entendido, las propuestas del candidato demócrata no han surtido el efecto deseado, y hasta han perdido votantes entre los grupos demográficos que consideraban asegurados, como son los latinos y los negros. No ayuda, seguramente, que Obama liderase una campaña masiva de deportaciones y sus dos mandatos no produjesen una mejora esencial en las condiciones materiales de vida de los más desfavorecidos; tampoco que, frente a las protestas de Ferguson, decidiese mantener en pie el programa 1033, causante de la militarización de la policía. Pero llama la atención que, aun siendo negros y latinos los colectivos más afectados por la covid, se hayan distanciado de la opción que parecía más lógica: Biden.
Ha jugado de nuevo un papel fundamental la desconexión histórica que se lleva produciendo entre el partido demócrata y la clase trabajadora, así como un racismo que, aunque disfrazado de modales suaves, permea el aparato institucional hasta el punto de desencantar a quienes más sufren sus consecuencias. Sirva como ejemplo esta noche en Philadelphia, cuando aún escucho el ajetreo proveniente de la calle. Cientos de manifestantes se han congregado en varias zonas del centro para reclamar que, en una ciudad de la que depende en buena medida el estado de Pensilvania, se contabilice hasta el último voto. Sin embargo, junto a las pancartas que exhibían el eslogan Count every vote se erigían otras que demandaban justicia para Walter Wallace, el joven negro asesinado hace unos días por las fuerzas del orden. Así, muchos de los manifestantes se han dirigido a la casa del alcalde, un demócrata muy campechano, protagonizando un escrache en toda regla. La protesta, por lo tanto, era tan favorable a Biden como contraria al establishment: exigían cambios profundos.
Estados Unidos ha alcanzado un nuevo nadir histórico y la enfermedad no tiene cura. La escena internacional contempla, desde la sospecha, el escarnio o la pena, cómo se desmoronan los cimientos del país que muchos pensaron cumbre de la democracia. Paradójicamente, Trump ha pulido su odio racial para transformarlo en agresividad contra los antifas y el fantasma del comunismo, en un revival de la retórica de la Guerra Fría que ha sabido capitalizar mientras el mundo observaba la legitimidad interna del país en plena autodestrucción, o sepultada bajo la lava del movimiento. El partido demócrata ha ignorado todos los síntomas de erupción desde hace años y, en su dormitar elitista, la moderación, la unidad, la decencia han actuado como antifaz moralizante que sigue perpetuando la siesta. Pero no se puede cerrar los ojos frente al trumpismo. Gane o no la presidencia Biden, su contrincante ha cambiado la política estadounidense para siempre: entre artimañas cuestionables, ha sentado un precedente presidencial peligroso; ha afianzado su poder en el aparato judicial –más allá del Tribunal Supremo– y, de confirmarse el senado, en el legislativo; ha despertado otro modo de ser en el inconsciente colectivo de lo que llaman América. Pepe el Durmiente quizá lo ignorase, pero nadie ha sido capaz de sacarlo de su letargo, a beso, a protestas, ni a votos.
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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