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DEBATE EDUCATIVO

Verdades y mentiras en torno a la enseñanza concertada

Costes, voluntariedad de cuotas, requisitos de admisión e inspección de las administraciones, los caballos de batalla

Ángel Martínez González-Tablas 23/11/2020

<p>Camino al colegio.</p>

Camino al colegio.

Hernán Piñera

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Su reconsideración integral requeriría de un debate profundo y sosegado, en el que se retomaran temas que estuvieron en su origen, se incorporaran otros que son fruto de la experiencia acumulada y de un mundo muy distinto del que existía cuando empezó su andadura.

Es muy posible que no sea prudente abrir ahora este debate pero es conveniente saber que está pendiente y, a la vez, no posponer el saneamiento de lo que aquí y ahora puede abordarse.

La mezcla de verdades y mentiras en torno a la enseñanza concertada ha calado tan hondo en la conciencia social que todos –actores educativos, partidos políticos, movimientos sociales, medios de opinión y ciudadanía en general– nos hemos acostumbrado a vivir y a opinar  dentro de una mentira colectiva en la que se trata como si fuera un conjunto homogéneo una escuela concertada marcada por la diversidad (educadores religiosos de larga trayectoria, iniciativas sin ánimo de lucro, nuevos entrantes en el mundo de la educación), en la que se ocultan hechos obvios (insuficiente grado de cobertura de los costes necesarios para poder impartir la educación que se postula), en la que se atribuyen a todos los que sólo son comportamientos de algunos (es la escuela concertada y no los infractores quienes ocupan los titulares), en la que, echando la culpa al empedrado, no se ejercen las competencias disponibles (de inspección y sanción por las Administraciones públicas que pueden legislar o que tienen transferidas las competencias). Esta mentira estructural favorece y encubre los comportamientos menos deseables que se difuminan en una dinámica social en la que mucho de lo que se dice o es falso o son medias verdades, con lo que sus prácticas concretas pasan a ser unas más entre muchas.

Si aspiramos a la gratuidad, las administraciones públicas tienen que proporcionar recursos, porque si no se cubren los costes necesarios la gratuidad es imposible

Atrevámonos a mirar de frente a esta realidad. Salgamos de la niebla que diluye el perfil de las cosas. Hagamos lo que está a nuestro alcance, aunque las circunstancias del momento político no permitan abrir el gran debate que sería necesario. Sólo con un punto de honestidad y de pragmatismo, cuatro puntos sencillos, fáciles de entender, podrían contribuir de forma muy significativa.

Primero, la educación que se postula comporta unos costes, unos recursos que tienen que existir si se quiere que esa educación sea viable. Si aspiramos a la gratuidad, las administraciones públicas tienen que proporcionarlos, porque si no se cubren los costes necesarios la gratuidad es imposible. No engañemos, esos costes no son una entelequia vaporosa, son identificables y mensurables de forma objetiva. 

Segundo, si las administraciones públicas no quieren o no pueden cubrir esos costes necesarios habrá que reconocer (con o sin rubor esa es otra cuestión) que los recursos necesarios para cubrir esos costes tienen que provenir de alguna parte y si la única vía posible son aportaciones de las familias habrá que asumir que, mientras dure esta situación y para este exclusivo propósito, la educación concertada no puede ser gratuita, por mucho que esa sea su declaración de intenciones y su aspiración. Admitir esta dolorosa realidad no deja campo libre a todo tipo de prácticas, no permite de forma genérica las cuotas voluntarias, sólo lo hace a las que se aplican a este fin y eso es algo que, si se quiere, puede controlarse.

Las sanciones deben ser proporcionales a la naturaleza y rango de las infracciones, pudiendo llegar a la denegación del concierto

A partir de aquí caben muchas posibilidades. Por ejemplo, puede exigirse que los que se computan como costes necesarios no cubiertos por los módulos sean transparentes y minuciosamente probados, que las aportaciones de las familias sean real y rabiosamente voluntarias (lo cual solicitaría de los titulares de los centros un plus de legitimidad ante las familias), que cualquier otro tipo de solicitud que vaya más allá de esos costes necesarios estrictos sea expuesta, argumentada y practicada con el escrúpulo más exigente, prohibiendo la solicitud de aportaciones voluntarias que se salgan de lo que puede ser propio de la mejora del servicio público que se presta… cuestiones todas en las que habría que entrar en un debate ulterior. 

Tercero, en la medida en la que la educación concertada presta un servicio público y es por eso por lo que recibe recursos públicos, se puede exigir que los centros receptores de esos fondos cumplan en admisiones y en la estructura finalmente resultante de su alumnado con la diversidad existente en la sociedad que les financia, en términos sociales, culturales y de necesidades educativas especiales. De nuevo algo que, si se quiere, se puede hacer cumplir. 

Cuarto, el régimen de inspección y sanciones debe aportar seguridad jurídica, proporcionalidad y efectividad. Los centros que cumplan debe sentirse seguros, sin sombra de la ambigüedad que puede conducir de la discrecionalidad a la arbitrariedad, las sanciones deben ser proporcionales a la naturaleza y rango de las infracciones, pudiendo llegar a la denegación del concierto, lo que se establezca no puede quedar en papel mojado, tienen que ponerse los medios necesarios para que el cumplimiento sea efectivo en la práctica, como garantía para todos. 

Es muy posible que si estos cuatro puntos se cumplieran, nos lleváramos la sorpresa de que una parte muy significativa de titulares de centros concertados respaldarían su aplicación, sin perjuicio de que siguieran teniendo posiciones diferenciadas en otros campos; al tiempo, sacaría al régimen de conciertos del mundo de verdades y mentiras en que está sumido y contribuiría a crear las condiciones para entrar a fondo en el debate educativo. Pero para avanzar en esta dirección hace falta verdadera voluntad política, sin los oropeles de la retórica, ni el corsé de los dogmas.

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Ángel Martínez González-Tablas es ex catedrático de Economía de la UCM y ex presidente de la fundación FUHEM

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3 comentario(s)

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  1. Ramón

    Aquí se olvida que la concertada es un negocio y un medio de poder social para la iglesia católica. Sin conciertos, el negocio se resiente y la influencia social también. Un articulo decepcionante que no aborda el fondo de la cuestión. El dinero público para la educación de todos.

    Hace 3 años 4 meses

  2. marcoantonio-mira

    Un artículo algo tibio y tramposo. ¿Porqué no tomar ejemplo de países mas desarrollados en un tema tan sensible y vital como la educación?, ¿porqué cuesta tanto admitir que la educación pública debe ser algo obligatorio y por tanto gratuito?. Claro que puede existir una educación privada y el que la quiera que la pague de su bolsillo sin olvidar que incluso en ese tipo de educación deben existir inspecciones públicas que aseguren el cumplimiento de unas normas básicas y esenciales de calidad en contenidos pedagógicos y/o científicos.

    Hace 3 años 4 meses

  3. mogmog69

    ¿Por qué con dinero público debe concertarse una enseñanza que defiende, no en privado, no en secreto, sino ante los propios alumnos ideas como que la homosexualidad es una aberración o cuanto menos una enfermedad? Que la concertda empezase por ser laica sería un buen paso.

    Hace 3 años 4 meses

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