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Joven con un ordenador en casa. / Adrian Swancar (Unsplash)
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El sector educativo ha sido, sin duda, uno de los más afectados por la pandemia provocada por el SARS-CoV-2. Según la UNESCO, el pasado mes de abril cerca de 1.600 millones de niños y jóvenes en el mundo se encontraban fuera de las instituciones educativas como consecuencia de los confinamientos. En todos los niveles educativos se ha intentado paliar el cierre de los centros con la puesta en marcha de alternativas docentes mediante el uso de las tecnologías digitales, dando lugar a la denominada “docencia remota de emergencia”. El balance, después de estos meses, es dispar. Para algunos, la pandemia ha abierto la posibilidad de descubrir todo el potencial de las TIC para la educación y ha permitido acelerar proyectos de transformación que hasta ahora habían progresado lentamente. Para otros, en cambio, la experiencia ha servido para poner de manifiesto las carencias de la educación online y para reclamar una rápida vuelta a la presencialidad de siempre, como única vía para garantizar una educación completa.
La experiencia de substitución de la educación presencial vivida en estos últimos meses no puede compararse con lo que realmente es la formación online de calidad
En primer lugar, creo que es necesario puntualizar que la experiencia de substitución de la educación presencial vivida en estos últimos meses no puede compararse con lo que realmente es la formación online de calidad, puesto que la mayoría de las instituciones educativas no contaban con los medios, ni con la preparación, ni con el tiempo suficiente para garantizarla. A pesar de ello, muchas experiencias han sido exitosas y han permitido al alumnado de todos los niveles mantener la conexión con su proceso formativo en condiciones bastante dignas.
Pero intentemos ir más allá de la pandemia. El debate sobre el papel y el alcance de la formación online ya estaba sobre la mesa mucho antes. Por lo general se tiende a contraponer o a comparar, de forma un tanto maniqueísta, la formación presencial con la online. Se trata de metodologías de formación diferentes con fortalezas y debilidades distintas, para públicos también distintos. Durante el cierre de los centros educativos la tendencia a querer imitar la presencialidad, utilizando entornos de comunicación virtuales, ha propiciado un gran cansancio, del mismo modo que los sistemas de teletrabajo adoptados durante el confinamiento han resultado ser más rígidos y agotadores que la asistencia diaria a la oficina. Malas prácticas en momentos muy difíciles.
Sin embargo, las tecnologías digitales permiten la configuración de una gran variedad de ecosistemas de aprendizaje en los que la relación presencial y la digital, la comunicación oral, la escrita y la audiovisual debidamente combinadas pueden enriquecer la docencia y el aprendizaje en los centros educativos y fuera de ellos: en los hogares, en la comunidad y dondequiera que llegue una conexión a internet. Podríamos decir que presencialidad y virtualidad forman parte de un continuum donde distintas proporciones de cada una de ellas dan lugar a ecosistemas más o menos apropiados, en función del propósito educativo.
En estos días se han oído voces que clamaban contra la virtualización de la educación básica, sin tener en cuenta que durante unos meses no ha habido otra alternativa. En efecto, no tiene ningún sentido pensar en una escuela principalmente virtualizada en etapas donde la socialización, las vivencias y el descubrimiento del mundo físico cobran tanta importancia. Sin embargo, incluso en estas etapas, la población infantil y juvenil se podría haber beneficiado mejor de las tecnologías digitales si estas hubieran tenido una presencia más regular en las aulas y, sobre todo, en el repertorio de recursos que habitualmente utiliza el profesorado. La escasa formación en competencias digitales para la docencia y la falta de medios entre el alumnado y los centros educativos han pasado factura.
En la educación superior la situación es distinta. En el curso 2018-19 el 15% de la población universitaria española ya seguía sus estudios en universidades no presenciales. La mayoría de estos estudiantes han podido superar estos meses de confinamiento con mucha más normalidad. De cara al próximo curso, todas las universidades presenciales están ultimando planes de contingencia para hacer frente a posibles restricciones de acceso a las aulas a causa de nuevos rebrotes, al mismo tiempo que identifican las oportunidades que la digitalización sobrevenida les puede aportar.
La adopción de modelos híbridos puede ser beneficiosa para el futuro de la universidad, en la medida en que se acierte en establecer qué es aquello que debe hacerse de manera presencial, qué puede resultar más conveniente y productivo realizar a través de entornos virtuales de aprendizaje y cómo se puede organizar y gobernar todo ello. Una tarea difícil que cuenta, además, con la oposición de una parte de la comunidad académica, que ve en la virtualización una amenaza para ciertos valores universitarios. Se argumenta que la institución universitaria debe mantenerse enteramente presencial, que en sus espacios informales se forja la reflexión y la sociabilidad de la comunidad universitaria y que en la comunicación cara a cara está la esencia del magisterio y de la formación integral, mientras que la virtualización abre la puerta a una universidad masificada, mercantilista, pensada como fábrica para el consumo de títulos.
Solo si aceptamos que la formación universitaria debe mantenerse como formación para una minoría selecta podemos imaginar un futuro exclusivamente presencial
No seré yo quien niegue las bondades de una universidad presencial que pueda permitirse un trato personalizado a sus estudiantes cuando estos disponen de todo el tiempo y de las mejores condiciones. Pero me temo que esta no es la situación habitual de la presencialidad, o por lo menos no es la única. La realidad nos ofrece escenarios mucho más masificados, en los que el estudiantado apenas puede interactuar con el profesorado, y donde priman lecciones magistrales dictadas de manera homogénea para un público muy heterogéneo, que toma apuntes como puede para elaborar posteriormente sus trabajos o preparar sus exámenes sin demasiada ayuda.
Solo si aceptamos que la formación universitaria debe mantenerse como una formación para una minoría selecta podemos imaginar un futuro exclusivamente presencial. El objetivo número 4 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la agenda 2030 promovida por Naciones Unidas aboga, en todo caso, por una cosa bien distinta: garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos. Esto significa extender la educación superior a una mayoría de la población y mantener a esta población formada a lo largo de la vida. Una tarea para la que harán falta todos los recursos universitarios disponibles, y muchos más. Y, por supuesto, una reorganización del sistema universitario en el que cada institución deberá definir su estrategia y encontrar su posición.
Es evidente que la actividad educativa es también una actividad económica en la que corporaciones y fondos de inversión buscan nuevos beneficios. Habrá que lidiar con esto. Pero no es menos cierto que el negocio en educación no apunta solo a la formación online, sino a todas las modalidades. La diferencia no está en la modalidad, está en el propósito: ¿Hay ánimo de lucro o vocación de servicio público?, ¿Se apuesta por la calidad o priman otros objetivos? ¿Se busca el impacto social o se apunta solo a las élites? ¿Se ofrece una experiencia universitaria completa o se venden títulos a bajo coste? Es cierto que la formación online permite modelos más escalables que pueden resultar particularmente atractivos para quienes buscan negocios con un rápido retorno, pero también es cierto que con la formación online se consigue una mayor extensión de la cobertura, que resulta particularmente interesante cuando el objetivo es llevar la formación universitaria a aquellos segmentos de la sociedad que hasta hace muy poco tenían escasas oportunidades de acceso.
En términos de inclusividad, universidades como la UNED y la UOC acogen los mayores porcentajes de estudiantes con diversidad funcional
En España, por ejemplo, en términos de inclusividad, universidades como la UNED y la UOC acogen los mayores porcentajes de estudiantes con diversidad funcional. El público que hoy se acoge a la formación online es muy variado. Personas que no tuvieron la oportunidad de empezar o acabar sus estudios cuando correspondía, personas que viven en zonas alejadas de los centros universitarios presenciales, y sobre todo personas adultas que trabajan, tienen obligaciones familiares y necesitan formarse a lo largo de la vida. Para estas personas, que ya tuvieron una amplia experiencia educativa presencial, la formación online de calidad les supone una alternativa espléndida que les da la flexibilidad necesaria para compatibilizar todas sus actividades. Muchas de ellas no necesitan títulos, ya los tienen. Necesitan seguir aprendiendo, ocupan posiciones profesionales de alto nivel y son muy exigentes con la formación que reciben. Y a toda esta variedad hay que añadirle en los últimos años un creciente interés de estudiantes jóvenes que ven en la formación digital un atractivo mayor que en la presencialidad. Quizá esto resulte incomprensible para el profesorado de mi generación, pero si no se produce una revisión profunda de lo que hoy significa la presencialidad, las aulas tenderán a vaciarse.
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Carles Sigalés es vicerrector de Docencia y Aprendizaje de la UOC.
El sector educativo ha sido, sin duda, uno de los más afectados por la pandemia provocada por el SARS-CoV-2. Según la UNESCO, el pasado mes de abril cerca de 1.600 millones de niños y jóvenes en el mundo se encontraban fuera de las instituciones educativas como consecuencia de los confinamientos. En todos los...
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Carles Sigalés
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