contra el silencio y el estigma
75 horas
La muerte de Andreas Fernández, tras permanecer atada a una cama tres días en un hospital asturiano, no es la historia de un error humano, sino un proceso de deshumanización con resultado letal
Fernando Balius 11/12/2020
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Mi último trabajo estable fue en una oficina con una jornada semanal de 37 horas y media. 75 horas eran dos semanas de trabajo a tiempo completo. No sé cómo lo hacen los demás, pero cuando tengo que pensar en períodos más o menos inusuales de tiempo, recurro a mi propia vida para hacerme una idea.
Andreas Fernández murió tras estar 75 horas atada a una cama. Tenía 26 años y se encontraba ingresada en la unidad de psiquiatría del Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA). Acudió por primera vez a urgencias la mañana del 18 de abril de 2017 con una amigdalitis; tenía 38,5º de fiebre y las pruebas analíticas presentaron varios valores anormales. Tras recibir antibióticos y el alta médica se fue a casa. Volvió al hospital por la tarde, esta vez señalando que escuchaba ruidos y voces. Dos días después regresó con altos niveles de ansiedad, y los responsables de psiquiatría le propusieron ingresar. Los informes señalaban un episodio disociativo y la existencia de antecedentes familiares de enfermedad mental. Andreas aceptó el ingreso de manera voluntaria la noche del día 20; se la contendría por primera vez esa misma madrugada. Al día siguiente, viernes, exigió que se le permitiera abandonar las instalaciones del hospital y la psiquiatra al cargo tomó dos decisiones: mantener el ingreso de manera involuntaria y aplicar una nueva contención mecánica. Las correas no se desatarían hasta las 17:17 del lunes 24 de abril, cuando encontraron su cuerpo sin vida.
La jueza instructora del caso ordenó su sobreseimiento el pasado mes de noviembre y, posteriormente, la abogada de la hermana de Andreas presentó un recurso de casación en la Audiencia Provincial de Oviedo. Dicho recurso iba acompañado de un abrumador contrainforme –firmado por medio centenar de médicos–, donde se analizan los defectos y omisiones que salpican el informe forense sobre el que la jueza ha fundamentado su decisión.
La enfermedad que estaba acabando con la vida de Andreas quedó eclipsada por la etiqueta psiquiátrica de su madre y varias manifestaciones conductuales
Lo que inmediatamente le viene a uno a la cabeza cuando lee la documentación del proceso es que, sin duda, hubo cosas que no se hicieron bien en el ingreso hospitalario de Andreas Fernández. Es difícil justificar que las decisiones tomadas fueron correctas cuando una persona muere de meningoencefalitis (enfermedad del sistema nervioso central que provoca una inflamación del cerebro) y miocarditis (inflamación del músculo cardíaco) encerrada y atada en una unidad psiquiátrica. El citado contrainforme plantea que se descartó la causa orgánica del cuadro clínico de la paciente y no se realizó una exploración médica completa, a pesar de las claras manifestaciones de patología somática existentes (estado alterado de conciencia y fiebre). En palabras de Iago Robles, uno de los coordinadores del documento, “se produjo un sesgo diagnóstico porque había antecedentes de ‘trastorno mental grave’ en un familiar directo”. La enfermedad que estaba acabando con la vida de Andreas quedó eclipsada por la etiqueta psiquiátrica de su madre y determinadas manifestaciones conductuales (ansiedad, escuchar voces, nerviosismo, comportamiento fuera de lo considerado normal, etc.).
Llegados a este punto, es legítimo preguntarse si estamos hablando solo de una grotesca equivocación, si esta desoladora historia acaba ahí. Al igual que también lo es plantear si la muerte de Andreas obliga a mirar hacia otro sitio –uno que es casi siempre invisible, situado en un tiempo y un espacio por donde las mayorías no suelen transitar–, y ya es hora de acudir a poner orden y dejar de asumir el horror como si fuera algo natural. Creo que es honesto hacerle saber al lector que esta segunda opción es la que persigo, y que lo hago porque todo cuanto aconteció en el ingreso psiquiátrico de Andreas Fernández entra dentro de las lógicas que operan en la práctica totalidad de las plantas de psiquiatría de este país. Nada de lo que le pasó a ella nos es ajeno a quienes tenemos un diagnóstico relativo a salud mental, por tanto, considero que no estamos frente a una simple secuencia de errores médicos, sino frente a una manera de hacer las cosas –que además es la hegemónica–, una inercia que puede y debe ser analizada, explicada y debatida públicamente.
La paciente había dejado de tener voz. Y a quien no tiene voz, no se le escucha
Existe un punto de inflexión a partir del cual todo se tuerce de forma irremediable, un momento en el que la paciente deja de ser una paciente a secas y se convierte en paciente psiquiátrica. Es entonces cuando la suerte queda echada. Eso es lo que le ocurrió a Andreas: se la expulsó fuera de los dominios de una asistencia clínica neutra, sencillamente porque estimaron que estaba loca. “Si una persona con esas manifestaciones hubiera estado en otra planta, hubiera sido llevada a UCI y explorada de forma minuciosa… se le hubiera realizado una analítica urgente, una punción lumbar y una prueba de imagen, aparte de todo el soporte vital básico que se da en un espacio de cuidados intensivos”, señala el psiquiatra Iago Robles. Pero todo eso no sucedió porque la paciente había dejado de tener voz. Y a quien no tiene voz, no se le escucha.
La injustica epistémica testimonial –un concepto desarrollado por la filósofa Miranda Fricker– se produce cuando una persona no es tomada en serio o creída debido a los prejuicios que sobre ella tiene la audiencia a la que se dirige. Este fenómeno es llevado al extremo en el contexto de un ingreso psiquiátrico, donde quizás lo más pertinente sea hablar de silenciamiento epistémico. Tanto es así que incluso los síntomas de una enfermedad orgánica son desacreditados e integrados en un único discurso donde la denominada enfermedad mental define cada aspecto de la realidad. Cuando se cierran las puertas de la planta de psiquiatría, se produce una clausura mucho más amplia, una que tiene, tal y como demuestra el caso que nos ocupa, unas implicaciones éticas que no pueden seguir siendo dejadas de lado.
Uno de los muchos hechos que ilustran este cierre total es que la valoración del ingreso involuntario de Andreas se produjo sin que el médico forense llevara a cabo ningún tipo de exploración. Algo que no sorprenderá a nadie que haya frecuentado –sea como profesional o como paciente– este tipo de unidades, ya que se trata de una práctica habitual. Con frecuencia las costumbres son difíciles de explicar, se limitan a perpetuar un conjunto de creencias y acciones estructuradas. Si alguien se encuentra internado en psiquiatría será por algo, a partir de ahí todo sigue un guion que suele ser previsible...
Las contenciones mecánicas están normalizadas en la atención psiquiátrica, al igual que sucede en los centros de menores y las residencias de ancianos
En ese guion está escrito que no se dejara entrar a la familia de Andreas mientras duró el ingreso, algo difícilmente concebible en otras unidades del hospital, pero generalizado cuando está motivado por cuestiones de salud mental. También que se la sobremedicara, lo que sucedió hasta con cinco tipos de psicofármacos diferentes. El uso elevado de psicofármacos ya es en sí mismo un riesgo para cualquier persona, pero en este caso hay que sumar los propios problemas orgánicos que tenía Andreas y la inmovilidad prolongada a la que se le forzó. 75 horas seguidas. De viernes a lunes. Un trance que, una vez más, no tiene nada de excepcional. Las contenciones mecánicas están normalizadas en la atención psiquiátrica, al igual que sucede en los centros de menores (en julio de 2019 Illias Tahiri falleció durante una contención en el centro de reforma Tierras de Oria, Almería) y las residencias de ancianos. Los tres espacios comparten una misma manera de proceder en la que las personas que son atendidas no son consideradas interlocutores válidos, en la que su voz no cuenta, un punto de partida que a larga convierte las vulneraciones de derechos en algo justificable, en un mal menor frente al que solo queda resignarse.
A Andreas se la mantuvo atada a la cama durante más de tres días. No solo se la aisló y coartó su capacidad de movimiento, sino que eso provocó una falta de atención que hubiera modificado el curso de los acontecimientos. Desgraciadamente, una contención de estas características es algo común en los servicios de psiquiatría españoles (mientras escribo estas líneas, y mientras alguien las lee, una persona lleva atada días en alguno de ellos), es más, existe un patrón reconocible en el hecho de que comenzara un viernes y se mantuviera hasta el lunes. Los fines de semana son cuando las contenciones duran más tiempo, algo que podría comprobarse si existieran registros accesibles con los motivos, duraciones y fechas de las contenciones (una exigencia básica de los colectivos que luchan contra el uso de correas en salud mental). Consultado al respecto, el psiquiatra Manuel Desviat, firmante del contrainforme presentado con motivo del archivo de la causa, afirma: “La práctica de las contenciones tiene mucho que ver con el personal existente en las unidades, por lo que puede ser más frecuente los fines de semana. Si queremos suprimir las contenciones, aparte de formar a los equipos en medios no restrictivos, hay que dotar de personal y acondicionar las unidades hospitalarias. Mientras se mantengan suponen un fracaso para la psiquiatría”.
Quizás ahora más gente entienda el recelo que tenemos muchas personas con historiales psiquiátricos a acudir a urgencias
Sin duda, una disciplina médica colapsa cuando frente al miedo y el sufrimiento de alguien solo le queda recurrir a unas correas. Lo que pasó tras el fallecimiento de Andreas no ha hecho sino ahondar en la impotencia. Por parte del Hospital Universitario Central de Asturias no ha habido ninguna asunción de errores y, desde luego, no se ha pedido perdón a la familia. Así pues, no hay posibilidad de reparación y tampoco de aprender de lo sucedido. Lo que permanece es esa consigna no enunciada y, sin embargo, aplicada hasta la extenuación que parece decir: “Con los locos y las locas, todo vale”. Quizás ahora más gente entienda el recelo que tenemos muchas personas con historiales psiquiátricos a acudir a urgencias, por más que los motivos no tengan que ver con nada de índole psíquica. No son paranoias a las que nos arrastran nuestros demonios, es que hemos arrastrado los pies por pasillos y entrado en habitaciones cuya existencia es desconocida para la mayoría. Negar y ocultar no son prácticas clínicas, son estrategias del poder para que nada cambie.
Esta no es la historia de un error humano, sino un proceso de deshumanización con resultado de muerte. La opacidad que envuelve todo lo que tiene que ver con los ingresos psiquiátricos no es fácil de quebrar. A veces son las fatalidades las que abren paso, y eso debería servir para darnos cuenta de las dimensiones de esta tragedia. Cuando escribimos y conversamos sobre lo que sucede allí dentro, impedimos que todo ese dolor se esfume de nuevo entre el silencio y el estigma. Porque lo que no existe no puede ser cambiado. Hay que mantener al olvido a raya, hay que escuchar las palabras de Aitana, la hermana de Andreas que pelea contra el archivo de su causa en los juzgados asturianos: “Su muerte tiene que servir para modificar los protocolos de psiquiatría, humanizándolos y erradicando prácticas médicas que atentan contra la libertad y la dignidad de la persona, como son los tratamientos forzosos, los ingresos involuntarios y la contención mecánica”.
Mi último trabajo estable fue en una oficina con una jornada semanal de 37 horas y media. 75 horas eran dos semanas de trabajo a tiempo completo. No sé cómo lo hacen los demás, pero cuando tengo que pensar en períodos más o menos inusuales de tiempo, recurro a mi propia vida para hacerme una idea.
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Fernando Balius
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