Una buena borracha (VII)
Detrás del personaje
Apuntes de la novela que ya no escribiremos
Natalia Carrero 30/01/2021
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Hace mucho que nadie sabe nada de Mónica Gómez, personaje a medio camino de la nada como tantas otras de su estirpe, mujer moderna y multitarea. Desde la infancia mantuvo una relación estrecha y en ocasiones limítrofe con el alcohol y sus derivaciones; inciertas fantasmagorías a merced de corrientes anímicas sobrevuelan desde entonces su mente. Para quien interese ofrecemos la posibilidad de atisbar su paradero como personaje fallido a través de las palabras de la autora que, por lo que fuere, no la supo imaginar más vigorosa.
Advertencia para sibaritas: se avecina un texto en estilo rápido con numerosos sufijos -mente y puntos suspensivos. Demasiados problemas con las palabras, ay, la comunicación, ay, la humanidad.
¿Qué tal va la novela? Después de la salud es la pregunta que le formulan dos o tres amistades con quienes se encuentra en la nueva normalidad, de una en una, y le pilla por sorpresa. Como si desde otra época lejana le hubieran lanzado una bola de papel en la nuca, se yergue y petrifica mientras sigue con la mirada al frente. Resulta que la amistad interlocutora está más al corriente que ella misma de su último y desmantelado proyecto. Después de algo tan gordo como un estado de alarma debido a un virus con corona lo último que le apetecería sería ir aireando las creaciones literarias de su ego. Su proyecto Novela bebible ha sido reconvertido en otra cosa muy distinta que se ha visto impelida a retitular y reconfigurar como Apuntes de la novela que ya no escribiremos.
Sin embargo no se anima a decirlo en este primer reencuentro al aire fresco. Aunque ya no es joven aún conserva su soberbia. Mejor no hablar de fracaso, ni divino ni terrenal-literario. Por el momento prefiere conservar a buen recaudo su propia caja negra repleta de mitologías particulares, un considerable entramado de historias de borracheras con agujeros negros espantosos o restallantes según la óptica desde la que se prefiera considerarlos.
Llevas mucho tiempo con eso.
Qué responder. Puede que sí, Fernando tiene razón, o no, no lleva tanto... bueno, habría que considerar qué es el tiempo y en relación a qué. Déjate de dudas y responde algo… tu amigo fisioterapeuta merece una respuesta... todo el mundo debería recibir la mejor comunicación posible... algunos silencios pueden llegar a doler o, peor, mutar en disparates con efectos irreparables... ese malentendido de Albert Camus…
Por fin le cuenta a Fernando que ha dejado de escribir. Durante el confinamiento soltó toda la carga, se volvió loca los primeros días ante la expectativa de permanecer en casa para cumplir sin respiro el castigo de la convivencia o condena perpetua. No soporta a los suyos, los quiere pero no puede con ellos las veinticuatro horas; eso no es nuevo, tanto Fernando como elles, sí, con e, ahora hay se emplea la e, todes lo saben. Resumiendo: tardó en priorizar o mejor dicho en colocar en su nivel de importancia el asunto del virus, siguió obsesionada con su novela desenfocada desde el comienzo, hasta que cayó en la cuenta, menos mal, que le salió muy mal fingir que estaba escrita en estado ebrio. Entonces pisó la cruda realidad, los noticiarios y twitter en cascada imparable informando sobre lo que estaba ocurriendo, tardó lo suyo en aprender a sortear las trampas de los bulos que sus hijes creían a la primera, corrían por el pasillo reproduciendo noticias absurdas que recibían a chorro por los móviles. Había un miedo generalizado no solo en el pasillo de casa, también en la escalera del edificio, la calle, el vecindario, qué raro todo. Retomó conversaciones telefónicas con sus tres amistades en busca de pilares de confianza, esa ayuda que no tiene nombre pero sí todo el valor, para comentar cómo en los hospitales esto, cómo estaban las cifras de fatal y cómo lo otro, compartir alguna que otra chispa incombustible de la vida.
A mí no me llamaste.
De pronto imagina a Fernando en su estudio de la Corredera Baja, una buhardilla con dos ventanas cenitales, sentado en su silla de ruedas de color verde pistacho; la camilla plegable de los masajes a la espera para trabajar, apoyada con la bicicleta. Puede que su confinamiento... Le pregunta qué tal lo llevó con verdadero interés por saber cómo superó la soledad. Fernando comienza diciendo que en ningún momento estuvo solo, tiene mil amigos, hizo reuniones telemáticas diarias, hasta fue al teatro, un monólogo de Foster Wallace, tomó el aperitivo con su equipo de hockey y más, sigue hablando y a ella se le ha ido el cable del seguimiento, su mente está en otra parte pero su cuerpo aún mantiene el tipo, interpreta la escucha a la perfección.
En otra terraza responde de nuevo a la pregunta como puede, a través de la mascarilla, cuesta acostumbrarse, hay que subir la voz, sobre su proyecto de novela explosionada o expandida. A la escucha; su amiga Eva, fotógrafa y exlibrera. Una vez soñaron juntas con hacerse de oro impartiendo talleres fotopoéticos en un par de espacios culturales de la ciudad.
No estoy escribiendo. Bueno, qué quieres que te diga, no sé lo que estoy haciendo, mejor no preguntes pero es lo de siempre, que me dejo llevar... hago lo que puedo cuando puedo y donde puedo... se me cruza por delante un requerimiento por nimio que sea, pídeme un chicle de menta o ayuda para arreglar la caldera de tu casa, cualquier cosa que sugiera algo de movimiento, eso sí, y te aseguro que tus deseos serán órdenes más o menos apañadas, sin grandes demoras.
No dice lo que le bulle: ¿cómo hubiera podido seguir con la dichosa novela? Meses encerrada con cuatro personas demandantes y consumistas hasta la médula mañana, tarde y noche... menos mal que pudo instalarse a leer algún rato en su balcón... ella con su servilismo insustancial diciendo que sí a todo, claro, un momento, ya voy, resolviendo conflictos… un día el libro de cuatrocientas páginas tapa dura cayó a la calle irrumpiendo con impacto en el inquietante silencio de las doce de la mañana de un día laborable. Lo que ahora calla, aún candente: explotó, no pudo evitarlo, delante de todes. Bebió tanto que superó a Mónica y la trascendió, la superó y comprobó que nada como la puesta en la realidad de su personaje. A su lado Mónica quedaba como desleída, tan arquetípica y previsible que para qué seguir. Le resultó demasiado evidente que ella era la auténtica protagonista de la ardua y compleja novela de su vida sobre la que a veces tenía el control, a veces lo perdía. Ahora mismo lo soltaba, no lo quería. O contaba lo que había detrás de su adicción, y alrededor, y debajo y encima, o mejor que no escribiera ni una línea más. No, concluyó, mientras en la cocina la hija abría el armario con la cantinela de siempre, ¿qué puedo comer? Basta, no escribiría. Come lo que te dé la gana. Una suerte de liberación siguió a la transparencia de una resaca en la que logró detener los avances de los remordimientos más feroces que recordaba.
Más tarde, apenas cinco horas después, otra vez: aumentaron las ganas de beber a solas y experimentar la lenta destilación de las letras, unidades mínimas que componen las ideas más y menos deseadas, más y menos desesperadas sobre el futuro, enésimo reintento de proyección del pasado.
Lo que no consigue ni siquiera empezar a contar, lo que intenta que baje y desaparezca tras cada sorbo desesperado: el proceso cíclico interminable. Esa sed de desorden y de fuga que siempre tiene no la abandonará nunca. Ahora que lo sabe también sabe que lo que bebe es el veneno necesario para permanecer equilibradamente enferma. Con los años ha aprendido a dosificar y detectar ingredientes que no le convienen. Se trata de una anomalía invisible, es su amiga enemiga, fiel compañera de la sombra que con más frecuencia de la que quisiera la estruja y asfixia, la paraliza. No lo pasa del todo bien cuando queda, cómo decirlo, como atorada en una zona que no es más que una atmósfera que presencia a través de algunas neuronas o fluidos que se agotan o desconectan en las interioridades de su cabeza. La realidad se aleja como un decorado teatral, la deja apartada, la margina siendo ella consciente de que si pudiera claro que se uniría, salvaría con todas sus fuerzas esa distancia que ha quedado en penumbra. No encuentra fuerzas, ni se ve las manos, no tiene voz, es como si hubiera desaparecido incluso para sí misma, una inexistencia.
Hasta que de nuevo, lentos, los pensamientos reformulan de manera obsesiva ataques contra sus actos y palabras, le ofrecen argumentos para considerar que otra vez debería intentar quedarse en este intermedio, intervalo paralizante entre la vida y la muerte donde es bien conocida, tiene fama porque ha llegado al mismo lugar tantas veces, con frecuencia implorando, lamentándose. Pero qué tontería seguir ahí. La realidad, la realidad es lo que le sirve para estar en lo concreto. Sabe que tiene responsabilidades, hijes, pareja, amistades, libros que leer, la escritura también. Aunque ya no escriba nunca más. Sabe que debe impedir que la obsesión que se suma a la paranoia de encontrarse en un margen de la vida vaya ganando terreno.
Cuántas veces se repetirá el ciclo del miedo paralizante. Resiste, aguanta otra vez. Con frecuencia no puede no puede.
No hay cereales, dice la hija.
Entonces se esfuerza más, debe responder. Vaya, pues cuando vuelva al supermercado compraré dos cajas, apúntalo. El supermercado, recuerda, la calle, la fila en la calle, las mascarillas, los guantes. Cuando vuelva comprará también el doble de cervezas y vinos.
Por fin ha conseguido despegarse de esa escenografía tan deprimente de la mujer que, además de beber demasiado y resultar indeseable para sí misma, no es capaz de escuchar que merece la pena equilibrar mejor las dosis, negociar de manera actualizada la cantidad de veneno que su metabolismo cambiante podrá soportar para seguir funcionando con la suficiente calma. Sabe esto: para estar bien, la justa dosis de alcohol. Convenientemente envenenada, lo he comprobado, es la única manera en la que he podido creer que no es necesario ser feliz sino estar aquí y ahora con una variable mezcla de alegría y humor, interactuar con los demás, mirar y curiosear, ir captando detalles que algún día servirán para algo, celebrar minutos que se van y calibrar épocas que llegan como esta tan extraña.
El reencuentro con Giulia tiene lugar en una terraza junto a la plaza de Olavide. Como profesora de dibujo técnico se adaptó de maravilla al telegiro hacia las clases online, bromean delante del café, sin la mascarilla. Su madre vallisoletana falleció en los peores momentos. De repente Giula se acuerda de cuando se vieron por última vez antes del confinamiento. Por cierto, ¿qué tal esa novela bebible que tenías muy avanzada?
Giulia se pone la mascarilla. Ella desearía desaparecer detrás de la que lleva, negra y bastante grande pero no tanto para servir de mortaja. Es inútil escapar de su condición de trabajadora nefasta de las letras. ¿Qué decir a Giulia? A cada pregunta sobre lo mismo (la novela en marcha) cuenta algo distinto (la novela ya no está, ups) que en el fondo es lo mismo (ay, la novela). En parte lo hace por aventura; en parte, por averiguación. O no sabe por qué, simplemente se encuentra representando el papel de la escritora cuya novela quedó para siempre en quimera. Lo suyo es como un salto a lo que surja, y ahora aflora esta explicación:
Tuvo que hacer malabarismos, ilusionismo doméstico, huir sin huir dentro de la misma casa, abrir paréntesis como muros impositivos de un anuncio para todo el que pasara por la zona: no estoy.
He dicho que no estoy, os lo ruego. Aunque me veáis, porque en esta casa tan moderna no hay puertas ni siquiera en el baño necesito que me consideréis ausente, como si me hubiera desvanecido. Dejadme trabajar tranquila...
No añadía: en la novela que se me está deshaciendo. Un personaje me necesita, no sé qué hacer, me está desquiciando, no la respeto tal vez porque ella no me respeta, porque es muy próxima a mí y yo no me quiero, soy servil y payasa a partes desiguales, en función de lo que haya bebido.
Bebió mucho durante el confinamiento, se envenenó a propósito, cultivó su propia enfermedad, bebida y resaca, y remordimientos, bebida y resaca, y más remordimientos, y más ruptura de los apuntes de la novela. Visibilizó su arraigada adicción al alcohol (en la última época solo cerveza y en dosis controladas) delante de todes, pequeñes y mayores, para que la vieran como también era, no solo como la madre servil. El monstruo. Una madre cuyo aliento apesta y cuyos ojos brillan, que se tambalea y balbucea poemas sociales.
El resultado: manoseó la novela hasta hacerla trizas, recomponerla en formato collage para que resultara impublicable y, finalmente, comprender que se le había evaporado de las manos, y de los pies, y de la cabeza, y del deseo o la fantasía de creerse tan artista como Joan Mitchell pero empleando letras en lugar de brochazos de pintura plástica brillante e indeleble, rondando siempre las mismas constelaciones temáticas, las mismas desazones y afrentas invisibles mientras más allá de su sistema inmunológico el virus va instaurando bajo su corona un único estado pandémico. Para qué seguir con la farsa de novelar a la tuntún añadiendo ruido al ruido. Acaso había llegado el momento de cerrar el capítulo Novela evaporada.
Hace mucho que nadie sabe nada de Mónica Gómez, personaje a medio camino de la nada como tantas otras de su estirpe, mujer moderna y multitarea. Desde la infancia mantuvo una relación estrecha y en ocasiones limítrofe con el alcohol y sus derivaciones; inciertas fantasmagorías a merced de corrientes anímicas...
Autor >
Natalia Carrero
es colaboradora habitual de El Ministerio y autora a su pesar de 'Otra' (Tránsito, 2022), 'Yo misma, supongo' (Rata, 2016) y 'Una habitación impropia' (Caballo de Troya, 2012), entre otras. Preferiría no haber escrito nada.
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