Gramática rojiparda
Tenemos que hablar de Illa
La candidatura del ministro de Sanidad a la presidencia de la Generalitat añade una pizca más de desconfianza hacia un gobierno que se muestra con dos caras, pero que obra y avergüenza como un solo hombre
Xandru Fernández 3/01/2021
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Hay algo imprescindible para la democracia y que, sin embargo, constituye uno de los mayores lastres para su funcionamiento. Si llegados a este punto ha pensado usted que ese algo son los votantes, pida que le hagan un hueco entre los conservadores, por más que presuma usted (que no lo sé) de estar abonado a la causa del progreso. Si, por el contrario, asume como axioma básico del sistema democrático que la voluntad popular no se equivoca, y que no se equivoca porque la democracia no tiene nada que ver con la verdad y por tanto tampoco con el error, habremos avanzado bastante. Ahora solo nos queda por saber cuál era la solución al acertijo.
Lo que es imprescindible para la democracia y sin embargo constituye uno de los mayores lastres para su funcionamiento son los partidos políticos. En efecto, no se me ocurre de qué otra manera se puede garantizar la participación ciudadana en la elección del gobierno (el poder legislativo es otra cosa, de hecho creo que un día de estos deberíamos probar a sacar a los partidos de los parlamentos y ver qué pasa); el catálogo de alternativas que nos ofrece la historia es bastante lamentable: dictadores, emperadores, líderes carismáticos, guardianes de la revolución islámica. No obstante, los partidos funcionan frecuentemente como empresas, en ocasiones también como franquicias de los gobiernos a los que sirven, en lugar de facilitar que a esos gobiernos llegue savia civil fresca.
Allá por 2014, cuando la “nueva política” parecía destinada a hacer añicos no solo el bipartidismo, sino también el régimen del 78 y hasta el sistema de pesas y medidas, se convino en que los nuevos partidos tenían que funcionar bajo la inspiración del 15-M y sus máximas: “Lo llaman democracia y no lo es” era una de ellas. Se propusieron varias fórmulas, de las cuales acabó triunfando la de las primarias. Ni listas abiertas ni (mi favorita) sorteo, pero lo de someter el liderazgo del partido al refrendo de la militancia tuvo éxito. Los dinosaurios del bipartidismo se apuntaron también a la fiesta y hasta el PP, en plena redefinición de su condición ontológica como organización criminal, celebró unas primarias agónicas, chispeantes y sorprendentes. El magisterio de Podemos fue decisivo en más de un sentido: si hasta el partido más enraizado en la izquierda post-15-M podía convertirse en una marca comercial con una democracia interna a la altura del Banco de Santander, ¿qué tenían que temer el PP y el PSOE? Quizá algún dirigente se llevara un susto, pero nada que no hubieran experimentado de manera idéntica sin el baño de frescura democrática que suponían las primarias.
Por ser las primeras y por tratarse de un partido de nuevo cuño, primer analogado de la nueva política, las primarias de Podemos concitaron la atención de los medios y proporcionaron un entretenimiento sano y relajante a buena parte de la población española, ansiosa de un horizonte vital en el que no figuraran Mariano Rajoy ni ninguno de sus secuaces. También supusieron el pistoletazo de salida para que una nueva hornada de arribistas se estrenara en política sin tener que pasar por los filtros familiares de los partidos-empresa: jóvenes sin empleo ni ganas de tenerlo, adultos ansiosos por llegar más holgados a fin de mes y veteranos deseosos de salir de la vida activa por la puerta grande y con un prestigio que exhibir en las excursiones del Imserso. No sería justo atribuir esas lindezas a una sola de las tribus que componían el versátil Podemos de los inicios: especímenes de esos se encontraban en todas ellas. También es pertinente aclarar que otros muchos candidatos y militantes actuaban movidos por una intachable vocación de servicio público. La mayoría de estos últimos fueron laminados en algún tramo de la consolidación de Podemos como nuevo partido-empresa. No todos, ciertamente, pero si fueron muchos o pocos, no es ahora el tema.
El tema de este artículo, que he dejado para el mismísimo final por la sencilla razón de que cuanto más dilatara su entrada en escena menos espacio me quedaría para dejarme llevar por los exabruptos, es Salvador Illa. Que ha sido elegido candidato a presidir la Generalitat de Catalunya sin pasar por primarias ni nada parecido y sin que nadie, por cierto, haya echado de menos ese trámite. Porque era (estaba siendo) un simple trámite, pero al menos funcionaba como rito legitimador de carismas más o menos discutibles. Ya no: la nueva-nueva política, la post-nueva política o nueva post-política, prescinde de enojosos sistemas de votación y recuento y va directa a lo que de veras molaba de la nueva política, que era la teatralización, la espectacularización de las decisiones internas de los partidos. Si ya no hace falta pasar por primarias es porque el espectáculo puede ofrecerse igual sin recurrir a ellas, al menos en este caso: ¿quién necesita primarias teniendo una pandemia y una gestión ante la misma, sea como sea esa gestión, dure lo que dure esa pandemia?
La solvencia de las primarias radicaba en su capacidad persuasiva: se suponía que, si un líder había sido capaz de imponerse sobre tantas sensibilidades enfrentadas, sería capaz de hacer lo mismo con cualquier cuerpo social fragmentado, con el electorado en su conjunto, sin ir más lejos. Clásico argumento de la pendiente resbaladiza según el cual si no te matas por caer de una altura de medio metro tampoco te matarás si caes desde veinte metros. De un modo análogo, pero a la inversa, si se supone que Salvador Illa ha sido eficaz gestionando un problema sanitario de primera magnitud (si es que lo ha sido, que esa es otra), ¿cómo no va a ser capaz de vérselas con el independentismo catalán?
Políticamente es una táctica chata y chapucera, pero me interesa más la sombra moral que proyecta, como me interesó en su día la que proyectaban las primarias de Podemos: ¿cómo podemos calificar la conducta de un ministro de Sanidad que, en medio de una pandemia, deja su cargo para aspirar al de presidente de la Generalitat? ¿Era su condición de ministro tan solo un medio para lograr un fin (la condición de presidente) u obedecía a una vocación de servicio público y por tanto no era un medio sino parte inseparable de su carácter moral? ¿Y cómo definimos ese carácter después de esta jugada, incluyendo en la jugada el imperdonable abrazo con Iceta después de varios meses riñendo a los ciudadanos por no saber mantener la distancia social?
Desde Aristóteles la ética ha consistido justo en eso, en buscar la palabra correcta para cada tipo de carácter, en depurar el lenguaje con el que hablamos de las acciones humanas como condición indispensable para valorarlas. En ese empeño va incluido el de nombrar, también, las reacciones suscitadas por esas acciones enjuiciadas. No sé cómo llamar a la que en mí despierta la decisión de Illa, no sé si es estupor, decepción, indignación o desprecio. Tan solo sé que añade una pizca más de desconfianza hacia un gobierno que se muestra, como Jano, el dios del Año Nuevo, con dos caras, pero que obra y avergüenza como un solo hombre.
Hay algo imprescindible para la democracia y que, sin embargo, constituye uno de los mayores lastres para su funcionamiento. Si llegados a este punto ha pensado usted que ese algo son los votantes, pida que le hagan un hueco entre los conservadores, por más que presuma usted (que no lo sé) de estar abonado a la...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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